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Ese Les Sebring parece un buen tío -dijo Lula una vez que hubimos vuelto a mi CR-V-. Estoy segura de que ni siquiera se lo monta con animales de granja.

Lula se estaba refiriendo al rumor de que mi primo Vinnie había mantenido en otros tiempos una relación sentimental con un pato. Aquel rumor nunca fue ni confirmado ni desmentido oficialmente.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Lula-. ¿Qué es lo siguiente de la lista?

Eran poco más de las diez. El bar restaurante de Soder, La Zorrera, ya estaría abriendo para la hora del almuerzo.

– Lo siguiente es una visita a Soder -dije-. Probablemente será una pérdida de tiempo, pero tengo la sensación de que es algo que debemos hacer de todos modos.

– Que no se diga que no lo hemos intentado -dijo Lula.

El bar de Steven Soder no quedaba muy lejos de la oficina de Sebring. Estaba encajonado entre la tienda de electrodomésticos de ocasión Carmine y un salón de tatuajes. La puerta de La Zorrera estaba abierta. Su interior resultaba oscuro y poco atrayente a esas horas. A pesar de ello, dos fulanos habían logrado dar con la puerta y estaban sentados junto a la barra de madera pulida.

– Yo ya he estado aquí -dijo Lula-. No está mal el sitio. Las hamburguesas no son malas. Y si llegas temprano, antes de que el aceite se rancie, los aros de cebolla también están bien.

Entramos y nos detuvimos unos instantes, mientras se nos acostumbraban los ojos a la oscuridad. Soder estaba detrás de la barra. Cuando entramos levantó la mirada e hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza. Medía más o menos un metro ochenta. Corpulento. Pelo rubio rojizo. Ojos azules. Piel sonrosada. Tenía pinta de beber más de la cuenta de su propia cerveza.

Nos instalamos en la barra y él se acercó a nosotras.

– Stephanie Plum -dijo-. Hace tiempo que no nos veíamos. ¿Qué se te ofrece?

– Mabel está preocupada por Annie. Le he dicho que iba a preguntar por ahí.

– Sería más exacto decir que está preocupada por perder esa ruina de casa.

– No va a perder la casa. Tiene dinero para cubrir la fianza -a veces miento sólo por no perder la costumbre. Es la única habilidad de los cazarrecompensas que domino a la perfección.

– Qué pena -dijo Soder-. Me encantaría verla tirada en la calle. Toda esa familia es una calamidad.

– ¿O sea que crees que Evelyn y Annie se han largado sin más?

– Sé que es así. Me dejó una puta nota. Fui a su casa a recoger a la cría y había una carta para mí en la repisa de la cocina.

– ¿Qué decía la carta?

– Decía que se largaban y que nunca más volvería a ver a la cría.

– Supongo que no le caes bien, ¿eh? -dijo Lula.

– Está loca -dijo Soder-. Es una borracha y está loca. Se levanta por la mañana y no sabe ni abrocharse la chaqueta. Espero que encontréis a la cría pronto, porque Evelyn no está capacitada para cuidar de ella.

– ¿Tienes alguna idea de adonde puede haber ido?

Soltó un bufido desdeñoso.

– Ni la menor idea. No tenía amigos y era más aburrida que una caja de clavos. Y que yo sepa no tenía mucho dinero. Probablemente estarán viviendo en el coche alrededor de Pine Barrens, comiendo de lo que encuentren en los contenedores de basura.

No era una bonita imagen.

Dejé mi tarjeta sobre la barra.

– Por si se te ocurre algo que pueda ayudarme.

Cogió la tarjeta y me guiñó el ojo.

– Oye -dijo Lula-. No me ha gustado ese guiño. Si vuelves a guiñarle el ojo te lo arranco de la órbita.

– ¿Qué le pasa a la gorda? -me preguntó Soder-. ¿Es que sois pareja?

– Es mi guardaespaldas -contesté.

– No soy gorda -dijo Lula-. Soy una mujer grande. Lo bastante grande como para correrte a patadas en el culo por todo el bar.

Soder se la quedó mirando fijamente.

– Estoy impaciente por que lo hagas.

Saqué a Lula del bar a rastras y nos paramos en la acera, deslumbradas por la luz del sol.

– No me ha gustado -dijo Lula.

– No me digas.

– No me ha gustado cómo a su hija la llamaba todo el rato «la cría». Y no está bien que quiera que echen a una anciana de su casa.

Llamé a Connie por el móvil y le pedí que me consiguiera la dirección de la casa 3e Soder y los datos de su coche.

– ¿Crees que tendrá a Annie en el sótano? -preguntó Lula.

– No, pero no vendría mal echar un vistazo.

– ¿Qué hacemos ahora?

– Ahora vamos a hacerle una visita al abogado divorcista de Soder. Tuvo que haber alguna justificación para que pusieran la fianza. Me gustaría conocer los detalles.

– ¿Conoces al abogado de Soder?

Entré en el coche y miré a Lula.

– Dickie Orr.

Lula sonrió.

– ¿Tu ex? Siempre que le vamos a ver te echa de la oficina. ¿Crees que te va a contar cosas de un cliente?

Yo había tenido el matrimonio más breve de la historia del Burg. Casi no había acabado de abrir los regalos de boda cuando pillé a aquel capullo en la mesa del comedor con mi archienemiga, Joyce Barnhardt. Cuando lo pienso, no acabo de entender por qué acepté casarme con Dickie Orr. Supongo que estaba enamorada de la idea de estar enamorada.

Las chicas del Burg tienen unas expectativas muy concretas. Una crece, se casa, tiene hijos, procura disfrutar de la vida y aprende a preparar un buffet para cuarenta personas. Mi sueño era ser irradiada como Spiderman y poder volar como Superman. Mis expectativas consistían en casarme. Hice lo que pude para estar a la altura de las expectativas, pero la cosa no funcionó. Supongo que me porté como una estúpida. Arrastrada por la educación y la apostura de Dickie. Perdí la cabeza cuando supe que era abogado.

No vi sus defectos. El pobre concepto que Dickie tiene de las mujeres. Su capacidad para mentir sin remordimientos. Supongo que eso no debería reprochárselo demasiado, puesto que a mí también se me da bastante bien. Pero yo no miento sobre cosas personales… como el amor y la fidelidad.

– A lo mejor Dickie tiene un buen día -dije-. A lo mejor hasta tiene ganas de charlar.

– Sí, y puede que sea más fácil si no saltas por encima de la mesa de su despacho para intentar estrangularle, como la última vez.

El despacho de Dickie estaba al otro lado de la ciudad. Había dejado un bufete muy importante y se había instalado por su cuenta. Por lo que yo sabía, las cosas le iban bien. Ahora ocupaba una oficina de dos habitaciones en el Edificio Carter. Yo ya había estado allí una vez, brevemente, y había perdido un poquito el control.

– Esta vez me portaré mejor.

Lula puso los ojos en blanco y entró en el CR-V.

Enfilé por la calle State hasta Warren y giré hacia Somerset. Encontré sitio para aparcar justo enfrente del despacho de Dickie y lo consideré una buena señal.

– Uh-uh. Tienes buen karma para aparcar. Eso no es bueno para las relaciones interpersonales. ¿Has leído tu horóscopo de hoy?

Volví la mirada hacia ella.

– No. ¿Decía algo malo?

– Decía que tus lunas no están en buena posición y que tienes que ser prudente al tomar decisiones sobre el dinero. Y no sólo eso: vas a tener problemas con los hombres.

– Siempre tengo problemas con los hombres.

En mi vida había dos hombres y no sabía qué hacer con ninguno de los dos. Ranger me daba más miedo que vergüenza, y Morelli había decidido que, a no ser que cambiara mi forma de vida, le daba más problemas que satisfacciones. Hacía semanas que no sabía nada de Morelli.

– Ya, pero éstos van a ser problemas gordos.

– Te lo estás inventando.

– Para nada.

– Te lo estás inventando.

– Bueno, vale, puede que haya exagerado un poco, pero la parte de los problemas es verdad.

Metí veinticinco centavos en el parquímetro y crucé la calle. Lula y yo entramos en el edificio y subimos en el ascensor a la tercera planta. El despacho de Dickie estaba al final del pasillo. En la placa de la puerta se leía «Richard Orr, Abogado». Reprimí el impulso de escribir «gilipollas» debajo de su nombre. Después de todo era una mujer desdeñada y eso conlleva ciertas responsabilidades. De todas formas, sería mejor escribir «gilipollas» al salir.

La recepción de la oficina de Dickie estaba elegantemente decorada en estilo industrial. Negros y grises con alguna silla tapizada en púrpura. Si los Supersónicos hubieran contratado a Tim Burton para decorarla habría salido algo parecido. La secretaria de Dickie estaba sentada detrás de una amplia mesa de caoba. Caroline Sawyer. La recordaba de mi última visita. Levantó la mirada cuando Lula y yo entramos. Abrió los ojos despavorida y alargó la mano hacia el teléfono.

– Si te acercas más, llamo a la policía -dijo.

– Quiero hablar con Dickie.

– No está aquí.

– Apuesto a que está mintiendo -dijo Lula-. Tengo un don especial para descubrir cuándo miente la gente -Lula sacudió un dedo ante la cara de Sawyer-. Al Señor no le gusta que la gente mienta.

– Juro por Dios que no está aquí.

– Ahora estás blasfemando -dijo Lula-. Ahora sí que te has metido en un lío.

La puerta del despacho interior se abrió y Dickie asomó la cabeza.

– Mierda -dijo al vernos a Lula y a mí. Metió la cabeza de nuevo y cerró de un portazo.

– Necesito hablar contigo -grité.

– No. Vete. Caroline, llama a la policía.

Lula se inclinó sobre la mesa de Caroline.

– Si llamas a la policía te rompo una uña. Tendrás que volver a hacerte la manicura.

Caroline bajó la cabeza y se miró las uñas.

– Me las hice ayer mismo.

– Hicieron un buen trabajo -dijo Lula-. ¿Adonde vas?

– Uñas Kim's, en la calle Segunda.

– Son los mejores. Yo también voy allí -dijo Lula-. La última vez hice que me las dibujaran. ¿Ves? Tienen estrellitas chiquititas pintadas.

Caroline echó una mirada a las uñas de Lula.

– Alucinante -dijo.

Sorteé a Sawyer y llamé a la puerta de Dickie.

– Abre. Prometo que no intentaré estrangularte. Necesito hablar contigo sobre Annie Soder. Ha desaparecido.

La puerta se abrió un poco.

– ¿Qué quieres decir con… desaparecido?

– Al parecer se la ha llevado Evelyn, y Les Sebring va a reclamar la fianza de custodia de la niña.

La puerta se abrió del todo.

– Es lo que me temía que ocurriera.

– Estoy intentando ayudar a encontrar a Annie. Esperaba que tú pudieras darme alguna información sobre el caso.

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