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– Verdad -desgraciadamente, ninguno en la compañía telefónica.

Acabamos la pizza y saqué la bolsa de galletas congeladas de postre.

– He oído que comer masa de galletas cruda da cáncer -dijo Kloughn-. ¿No crees que sería mejor hornearlas?

Yo me como una bolsa de masa de galletas a la semana. Lo considero uno de los cuatro principales grupos alimentarios.

– Yo como masa de galletas cruda todo el tiempo -dije.

– Yo también -dijo Kloughn-. Como masa de galletas cruda sin parar. No me creo ese rollo del cáncer -miró dentro de la bolsa y sacó indeciso un trozo de masa congelada-. ¿Y tú cómo lo haces? ¿La mordisqueas? ¿O te la metes en la boca de golpe?

– No la has comido nunca, ¿verdad?

– No -pegó un bocado a una y la masticó-. Me gusta -dijo-. Está muy buena.

Le eché una mirada al reloj.

– Ahora vas a tener que irte. Hay algunos asuntos pendientes que debo solucionar.

– ¿Asuntos de cazarrecompensas? Puedes contármelo. No se lo diré a nadie, lo juro. ¿Qué vas a hacer? Apuesto a que vas a seguirle la pista a alguno. Estabas esperando a que cayera la noche, ¿verdad?

– Así es.

– ¿A quién vas a perseguir? ¿Es alguien que conozco? ¿Es alguien, cómo decir, relevante? ¿Un asesino?

– No es nadie conocido. Es un caso de violencia doméstica. Un reincidente. Estoy esperando a que pierda el conocimiento por coma etílico y voy a capturarle mientras esté inconsciente.

– Puedo ayudarte…

– ¡No!

– No me has dejado terminar. Puedo ayudarte a llevarle hasta el coche. ¿Cómo vas a meterle en el coche? Necesitarás ayuda, ¿no?

– Lula me ayudará.

– Lula tiene clase esta noche. Recuerda que te dijo que esta noche tenía que ir a la escuela nocturna. ¿Tienes alguien más que te ayude? Apuesto a que no tienes a nadie más que pueda ayudarte, ¿verdad?

Me estaba entrando un tic en el ojo. Unas pequeñas e irritantes contracciones en el párpado inferior.

– Vale -dije-, puedes venir conmigo, pero sí no hablas. Ni una palabra.

– Claro. Ni pío. Mis labios están sellados. Mira cómo me cierro los labios y tiro la llave.

Aparqué a una manzana de la casa de Andy Bender, colocando el coche entre los círculos de luz que dibujaban las farolas halógenas. El tráfico era casi nulo. Los vendedores habían cerrado los coches-tienda por el momento, para dedicarse a su actividad nocturna de robo de comercios y vehículos. Los residentes se escondían tras las puertas cerradas, con una cerveza en la mano, viendo reality shows en la televisión. Un agradable respiro dentro de su propia realidad, que no era en absoluto agradable.

Kloughn me lanzó una mirada que decía: «¿Y ahora qué?».

– Ahora a esperar -dije-. Nos cercioraremos de que no ocurre nada extraordinario.

Kloughn asintió con la cabeza y volvió a hacer el gesto de cerrarse la boca con una cremallera. Como volviera a hacerlo, le iba a dar un pescozón en el cogote.

Media hora de esperar sentados me convenció de que no quería seguir esperando.

– Vamos a mirar más de cerca -dije a Kloughn-. Sígueme.

– ¿No debería llevar una pistola o algo así? ¿Y si hay un tiroteo? ¿Tienes pistola? ¿Dónde está tu pistola?

– Me la he dejado en casa. No necesitamos armas. No consta que Andy Bender lleve pistola -era mejor no mencionar que prefería las sierras mecánicas y los cuchillos de cocina.

Me acerqué a la vivienda de Bender como si fuera mía. Regla de cazarrecompensas número diecisiete: nunca parezcas sigiloso. Las luces del exterior estaban encendidas. Las cortinas de las ventanas estaban echadas, pero no ajustaban perfectamente y se podía mirar entre las rendijas de la tela. Pegué la nariz a la ventana y espié la casa de los Bender. Andy estaba en un sillón súper mullido, con los pies en alto y un paquete de patatas sobre el pecho, muerto para el mundo. Su mujer estaba sentada en un maltrecho sofá con los ojos clavados en el televisor.

– Estoy seguro de que lo que estamos haciendo es ilegal -susurró Kloughn.

– Lo ilegal se puede interpretar de muchas maneras. Ésta es una de esas cosas que sólo es un poco ilegal.

– Supongo que está bien si eres cazarrecompensas. Para los cazarrecompensas existen leyes especiales, ¿verdad?

Claro. Y también existe el ratoncito Pérez.

Quería entrar en el apartamento, pero no quería despertar a Bender. Di la vuelta a la casa e intenté abrir con cuidado la puerta de la cocina. Cerrada. Regresé a la puerta principal y comprobé que también estaba cerrada. Di unos golpecitos con los nudillos en la puerta con la intención de atraer la atención de la mujer sin despertar a Bender.

Kloughn miraba por la ventana. Negó con la cabeza. Ninguno de los dos se levantaba a abrir la puerta. Golpeé más fuerte. Nada. La mujer de Bender estaba concentrada en el programa de televisión. Maldición. Llamé al timbre.

Kloughn se separó de la ventana de un salto y se vino a mi lado.

– ¡Ya viene!

La puerta se abrió y la mujer de Bender se plantó ante nosotros con los pies descalzos. Era una mujer grande, pálida de piel y con una daga tatuada en el brazo. Tenía los ojos enrojecidos y vacíos. El rostro sin expresión. No estaba tan borracha como su marido, pero llevaba el mismo camino. Cuando me presenté dio un paso atrás.

– A Andy no le gusta que le molesten -dijo-. Se pone de muy mal humor cuando le molestan.

– Quizá debería irse a casa de una amiga, para no estar aquí cuando moleste a Andy.

Lo último que quería era que Andy le pegara a su mujer por dejar que le molestáramos.

Ella miró a su marido, que seguía dormido en el sillón. Luego nos miró a nosotros y salió por la puerta, para desaparecer en la oscuridad.

Kloughn y yo nos acercamos a Bender de puntillas y le observamos más de cerca.

– Puede que esté muerto -dijo Kloughn.

– No lo creo.

– Pues huele a muerto.

– Siempre huele así.

Esta vez estaba preparada. Había traído la pistola eléctrica. Me incliné hacia él, pegué la pistola eléctrica contra su cuerpo y apreté al botón de descarga. No pasó nada. Revisé la pistola. Parecía estar en orden. Volví a aplicársela a Bender. Nada. Maldito cacharro eléctrico de mierda. Bueno, pasemos al plan B. Agarré las esposas que llevaba metidas en el bolsillo trasero del pantalón y cerré uno de los grilletes cuidadosamente alrededor de la muñeca de Bender.

Bender abrió los ojos de golpe.

– ¿Qué demonios pasa?

Tiré de la mano atrapada para el otro lado y cerré el segundo grillete en su muñeca derecha.

– Maldita sea -gritó-. ¡Odio que me molesten cuando estoy viendo la televisión! ¿Qué cono estás haciendo en mi casa?

– Lo mismo que hacía en ella ayer. Violación de fianza -dije-. Ha incumplido su fianza. Tienen que volver a darle fecha.

Miró a Kloughn con furia.

– ¿Quién es el niñato ese?

Kloughn le dio a Bender su tarjeta de visita.

– Albert Kloughn, abogado.

– Odio a los clowns. Me dan miedo.

Kloughn señaló su nombre en la tarjeta.

– K-l-o-u-g-h-n -dijo-. Si alguna vez necesita un abogado, yo soy muy bueno.

– ¿Ah, sí? -contestó Bender-. Odio a los abogados todavía más que a los payasos.

Dio un salto adelante y dejó a Kloughn sin conocimiento de un golpe con la cabeza en la cara.

– Y te odio a ti -dijo lanzándose sobre mí de cabeza.

Yo me retiré y volví a probar con la pistola eléctrica. Sin resultado. Corrí detrás de él y volví a intentarlo. Ni siquiera redujo la velocidad. Atravesó la habitación en dirección a la puerta de salida. Le tiré la pistola eléctrica. Le rebotó en la cabeza, soltó un «¡ay!» y desapareció en la oscuridad.

Me sentía indecisa entre seguirle o ayudar a Kloughn. Estaba tirado boca arriba, sangrando por la nariz, la boca abierta y los ojos vidriosos. Era difícil decir si sólo estaba inconsciente o en auténtico coma.

– ¿Te encuentras bien? -grité.

Kloughn no dijo nada. Movía los brazos, pero no conseguía ponerse en pie. Me acerqué a él y me arrodillé.

– ¿Te encuentras bien? -pregunté otra vez.

Sus ojos me enfocaron y alargó la mano hacia mí para agarrarme de la camiseta.

– ¿Le he atizado?

– Sí. Le has atizado con la cara.

– Lo sabía. Sabía que me portaría bien en una situación límite. Soy bastante duro, ¿verdad?

– Verdad – ¡Dios mío de mi vida, me empezaba a caer bien!

Le levanté y le llevé unas toallitas de papel de la cocina. Bender había vuelto a huir, con mis esposas. Otra vez.

Recogí la inútil pistola eléctrica, metí a Kloughn en el CR-V y nos fuimos. Era una noche encapotada y sin luna. El barrio estaba oscuro. Las luces brillaban tras las cortinas, pero no llegaban a iluminar los jardines. Recorrí las calles de aquel suburbio, atenta a cualquier movimiento entre las sombras, escudriñando las escasas ventanas sin cortinas.

Kloughn llevaba la cabeza inclinada hacia arriba y la nariz llena de toallitas de papel.

– ¿Esto pasa a menudo? -preguntó-. Creí que sería diferente. Vamos, que ha sido divertido, pero se ha escapado. Y no olía bien. No me esperaba que oliera tan mal.

Miré a Kloughn. Tenía algo distinto en la cara. Más canalla.

– ¿Siempre has tenido la nariz torcida hacia la izquierda? -pregunté.

Se tocó la nariz nerviosamente.

– Siento algo raro. No creerás que esté rota, ¿verdad? Nunca me he roto nada hasta ahora.

Era la nariz más rota que había visto en mi vida.

– A mí no me parece que esté rota -dije-. Pero tampoco vendría mal que te la viera un médico. Quizá podríamos hacer una paradita en urgencias.

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