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– Hemos recibido una llamada muy extraña de un vecino hablando de serpientes -dijo Cari-. Puesto que hay una reducida a papilla de un tiro en tu puerta y tú estás subida en la encimera, me imagino que no se trata de una broma.

– Me quedé sin balas.

– A ojo de buen cubero, ¿cuántas serpientes calculas que había?

– Estoy completamente segura de que había cuatro en la bolsa. Yo me he cargado una. He visto a otra corriendo por el pasillo. Otra se ha metido en mi dormitorio. Y la otra estará Dios sabe dónde.

Cari y Big Dog me sonreían.

– ¿La gran cazarrecompensas tiene miedo a las serpientes?

– Encontradlas, ¿vale? - jodeeeeer.

Cari se ajustó la cartuchera y salió contoneándose, con Big Dog siguiéndole a un paso de distancia.

– Eh, serpientita, serpientita, serpientita -canturreó Cari.

– Creo que deberíamos mirar en el cajón de las braguitas -dijo Big Dog-. Si yo fuera serpiente me escondería allí.

– ¡Pervertido! -grité.

– Aquí no se ve ninguna serpiente -dijo Cari.

– Se meten debajo de las cosas y se esconden en los rincones -dije-. ¿Habéis mirado debajo del sofá? ¿Habéis mirado dentro del armario? ¿Y debajo de la cama?

– Yo no voy a mirar debajo de tu cama -dijo Cari-. Me da miedo encontrarme un maníaco asesino escondido.

Esta observación obtuvo una risotada de Big Dog. A mí no me pareció divertido, dado que es uno de mis temores habituales.

– Oye, Steph -gritó Cari desde el dormitorio-, hemos buscado por todas partes, pero no vemos ninguna serpiente. ¿Estás segura de que ha entrado una aquí?

– ¡Sí!

– ¿Y el armario? -dijo Big Dog-. ¿Ya has mirado dentro del armario?

– Está cerrado. Ahí no podría entrar una serpiente.

Oí cómo uno de ellos abría la puerta del armario y ambos empezaron a gritar.

– ¡Cristo bendito!

– ¡Hostia puta!

– Dispárale. ¡Dispárale! -gritaba Cari-. ¡Mata a esa hija de puta!

Se oyeron varios tiros y más gritos.

– No le hemos dado. Está saliendo -dijo Cari-. Joder, hay dos.

Oí que cerraban de un portazo mi dormitorio.

– Quédate aquí y vigila la puerta -dijo Cari a Big Dog-. Encárgate de que no salgan.

Cari entró en la cocina como una tromba y se puso a rebuscar en los armarios. Encontró una botella de ginebra medio vacía y bebió dos dedos a morro.

– Jesús -dijo, tapando la botella y volviendo a ponerla en la balda del armario.

– Creía que no se podía beber estando de servicio.

– Sí, salvo si encuentras serpientes en un armario. Voy a llamar a Control de Animales.

Yo seguía subida en la encimera cuando llegaron los dos chavales de Control de Animales. Cari y Big Dog estaban en el salón con las pistolas en la mano y los ojos clavados en la puerta de mi dormitorio.

– Están en el dormitorio -dijo Cari a los chicos de Control de Animales-. Y son dos.

Joe Morelli apareció un par de minutos más tarde. Morelli lleva el pelo corto, pero siempre necesita ir a la peluquería. Aquel día no era una excepción. El pelo oscuro le caía en rizos sobre las orejas y el cuello de la camisa, y le tapaba la frente. Sus ojos tenían el color del chocolate derretido. Llevaba pantalones vaqueros y zapatillas de deporte y un forro polar gris verdoso. Bajo la camisa, su cuerpo era duro y perfecto. Afortunadamente, en aquel momento, bajo los pantalones era sólo perfecto. Yo ya había visto aquella parte dura y era realmente fantástica. Debajo del forro polar también llevaba su placa y su pistola.

Morelli sonrió al verme subida en la encimera.

– ¿Qué pasa aquí?

– Alguien ha dejado una bolsa con serpientes en el picaporte de mi puerta.

– ¿Y tú las has soltado?

– Me pillaron por sorpresa.

Miró a la que yo me había cargado, que seguía en el suelo del pasillo.

– ¿Ésta es la que has matado tú?

– Me quedé sin balas.

– ¿Cuántas balas tenías?

– Una.

Su sonrisa se ensanchó.

Los chicos de Control de Animales salieron del dormitorio con las serpientes en un saco.

– Culebras -dijeron-. Inofensivas.

Uno de ellos le dio con el pie a la del pasillo.

– ¿Quiere que nos llevemos también ésta?

– ¡Sí! -dije-. Y hay otra por ahí perdida.

Se oyó un grito al fondo del pasillo.

– Bueno, ahora ya sabemos dónde buscar la serpiente número cuatro.

Los chicos de Control de Animales se fueron con las serpientes y Cari y Big Dog pasaron del salón al recibidor.

– Creo que ya hemos terminado aquí -dijo Cari-. Sería conveniente que revisaras el armario. Me parece que Big Dog ha matado un par de zapatos.

Joe cerró la puerta cuando salieron.

– Ya puedes bajarte de la encimera.

– Ha sido aterrador.

– Bizcochito, tu vida entera es aterradora.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Tu trabajo es una mierda.

– No más que el tuyo.

– A mí no me dejan serpientes en el picaporte.

– Los de Control han dicho que eran inofensivas.

Levantó las manos por el aire.

– Eres un caso perdido.

– Pero bueno, y ¿tú que haces aquí? No sé nada de ti desde hace semanas.

– He oído la llamada por la radio y he sentido una incontrolable necesidad de saber cómo te encontrabas. No has sabido nada de mí porque rompimos, ¿recuerdas?

– Sí, pero hay muchas maneras de romper.

– ¿Ah, sí? ¿Y ésta, de qué manera es? Primero decides que no quieres casarte conmigo…

– Eso fue de mutuo acuerdo.

– Luego sales con Ranger…

– Asuntos de trabajo.

Tenía las manos en las caderas.

– Volvamos a las serpientes, ¿vale? ¿Tienes alguna idea de quién ha podido dejarlas?

– Creo que podría hacer una lista.

– Jesús -dijo-, tienes una lista. No una o dos personas. Toda una lista. Tienes una lista entera de personas que podrían dejarte serpientes en la puerta.

– Los últimos dos días han sido muy intensos.

– ¿Es pizza eso del pelo?

– Me tropecé accidentalmente con el almuerzo de Andy Bender. Él es uno de los de la lista. Un tío llamado Martin Paulson tampoco está muy contento conmigo. Y luego está mi ex marido. Y tuve un desafortunado enfrentamiento con Eddie Abruzzi.

Aquello llamó la atención de Morelli.

– ¿Eddie Abruzzi?

Le conté lo de Evelyn y Annie, y su conexión con Abruzzi.

– Supongo que no me harás ni caso si te digo que te mantengas lejos de Abruzzi -dijo Morelli.

– Intento mantenerme lejos de Abruzzi.

Morelli me agarró por la pechera de la camiseta, tiró de mí y me besó. Su lengua tocó la mía y sentí un fuego líquido deslizándose por el estómago en dirección sur. Me soltó y se dio la vuelta para irse.

– ¡Oye! -dije-. ¿Qué ha sido eso?

– Locura transitoria. Me vuelves loco.

Y se fue tranquilamente por el pasillo y desapareció en el ascensor.

Me di una ducha y me puse una camiseta y unos vaqueros limpios. Esta vez decidí ponerme un poco de maquillaje y gomina en el pelo. Era como cerrar la cuadra después de que se hubieran escapado los caballos.

Fui a la cocina y me quedé mirando un rato al frigorífico, pero nada se materializó. Ni un pastel. Ni un sandwich caliente de salchichas. Ni un plato de macarrones con queso apareció mágicamente ante mis ojos. Saqué un paquete de galletas con trocitos de chocolate del congelador y me comí una. Se supone que había que hornearlas primero, pero me parecía un esfuerzo innecesario.

Había hablado con la mejor amiga de Annie y no había logrado gran cosa. Bueno, ¿qué haría yo si tuviera que proteger a mi hija de su padre? ¿Dónde iría?

Si no tuviera mucho dinero tendría que confiar en una amiga o en una persona de la familia. Tendría que irme lo bastante lejos como para que nadie reconociera mi coche y no correr el riesgo de encontrarme con Soder o uno de sus amigos. Esto reducía la zona de búsqueda al mundo entero, salvo el Burg.

Estaba pensando en el mundo cuando sonó el timbre de la puerta. No esperaba a nadie y acababa de recibir una bolsa de serpientes, de manera que no me volvía loca la idea de abrir la puerta. Fisgué por la mirilla e hice una mueca de disgusto. Era Albert Kloughn. Pero, espera un momento, tenía una caja de pizza en la mano. Hola.

Abrí la puerta y eché un vistazo rápido al pasillo, en una y otra dirección. Estaba bastante segura de que en la bolsa había cuatro serpientes… pero no viene mal tener los ojos abiertos por si hay reptiles renegados.

– Espero no interrumpir nada -dijo Kloughn, estirando el cuello para husmear dentro del apartamento-. No tienes visitas ni nada por el estilo, ¿verdad? No sabía si vivías con alguien.

– ¿Qué pasa?

– He estado pensando en el caso Soder y tengo algunas ideas. He pensado que podríamos hacer una especie de tormenta de ideas.

Bajé la mirada a la caja que llevaba.

– He traído una pizza -dijo-. No sabía si habrías comido algo. ¿Te gusta la pizza? Si no te gusta la pizza, puedo ir a por otra cosa. Puedo traer comida mexicana, o china, o tailandesa…

Por favor, Señor, dime que esto no es una cita.

– Estoy medio prometida.

El sacudió vigorosamente la cabeza, arriba y abajo, arriba y abajo, como uno de esos perros que pone la gente en la parte de atrás del coche.

– Por supuesto. Suponía que lo estarías. Lo entiendo. Yo también estoy casi prometido. Tengo novia.

– ¿De verdad?

Respiró profundamente.

– No. Me lo acabo de inventar.

Le quité la caja de pizza de las manos y tiré de él al interior del apartamento. Saqué unas servilletas de papel y un par de cervezas y nos sentamos a la diminuta mesa del comedor a tomarnos la pizza.

– ¿Cuáles son esas ideas que tienes respecto a Evelyn Soder?

– He pensado que estará con una amiga, ¿correcto? O sea, que habrá tenido que ponerse en contacto con ella de alguna manera. Habrá tenido que avisarle que iba. Me imagino que lo habrá hecho por teléfono. O sea, que lo que necesitamos es la factura del teléfono.

– ¿Y?

– Eso es todo.

– Menos mal que has traído una pizza.

– En realidad es una empanada de tomate. En el Burg la llaman empanada de tomate.

– A veces. ¿Conoces a alguien en la compañía telefónica? ¿En el departamento de contabilidad?

– Suponía que tendrías esos contactos. ¿Te das cuenta? Por eso somos un equipo tan bueno. Yo tengo las ideas y tú tienes los contactos. Los cazarrecompensas tienen contactos, ¿verdad?

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