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Los caminos del Señor son inescrutables.

– Ha robado ese Corvette, ¿verdad?

– Lo tomé prestado. Los viejos tienen derecho a hacer estas cosas, y disfrutar un poco antes de hincar el pico.

Ay, madre. Tenía que haber mirado el contrato de la fianza antes de aceptar el caso. Nunca te metas con los viejos. Siempre es un desastre. Los viejos manipulan las cosas. Y te hacen quedar como un capullo cuando vas a detenerlos.

– Qué extraña coincidencia -dije-. Yo trabajo para Vincent Plum, su avalista. No se presentó al juicio y tienen que darle fecha nueva.

– Muy bien. Pero hoy no puede ser. Me voy a Atlantic City. Búsqueme un hueco la semana que viene.

– La cosa no funciona así.

Un coche patrulla pasó por delante de Barry's. Se detuvo justo detrás del Corvette y los dos polis se apearon.

– Huy, huy, huy… -dijo Laura-. Esto tiene mala pinta.

Uno de los polis era Eddie Gazarra, que estaba casado con mi prima Shirley la Llorona. Gazarra comprobó la matrícula del Corvette y rodeó el coche. Volvió al coche patrulla e hizo una llamada.

– Malditos polis -dijo Laura-. No tienen nada mejor que hacer que andar por ahí fastidiando a los ancianos. Debería haber una ley contra eso.

Golpeé en la ventana de la cafetería y atraje la atención de Gazarra. Señalé a Laura y sonreí. «Aquí está», dije sin palabras.

Era cerca de mediodía y estaba aparcada enfrente de la oficina de Vinnie, intentando reunir valor para entrar. Había seguido a Gazarra y a Laura Minello hasta la comisaría y me habían dado el recibo de entrega por su captura. El recibo me supondría el quince por ciento de la fianza de Minello. Y ese quince por ciento se convertiría en una aportación esencial al alquiler de este mes. Normalmente, la entrega de un recibo de captura es un motivo de celebración. Hoy se veía enturbiado por el hecho de haber perdido cuatro pares de esposas en el curso de la persecución de Bender. Eso sin mencionar que las cuatro veces había quedado como una completa idiota. Y Vinnie estaba en la oficina, agazapado en su guarida, deseando recordarme todo aquello.

Apreté los dientes, agarré el bolso y me dirigí a la puerta.

Lula dejó de limarse las uñas cuando entré.

– Hola, bombón -dijo-. ¿Qué hay de nuevo?

Connie levantó la mirada del ordenador.

– Vinnie está en su despacho. Saca los ajos y las cruces.

– ¿De qué humor está?

– ¿Has venido a decirme que has capturado a Bender? -gritó Vinnie desde el otro lado de la puerta cerrada.

– No.

– Entonces, estoy de mal humor.

– ¿Cómo puede oír con la puerta cerrada? -pregunté a Connie.

Ella levantó la mano con el dedo medio estirado.

– Te he visto -gritó Vinnie.

– Ha hecho instalar micros y cámaras para no perderse nada -dijo Connie.

– Sí, de segunda mano -añadió Lula-. Los ha sacado de la tienda de películas porno que cerró. Yo no los tocaría ni con guantes de goma.

La puerta de Vinnie se abrió y éste asomó la cabeza.

– Andy Bender es un borracho, por Dios Santo. Se levanta por las mañanas, se cae dentro de una lata de cerveza y no sale en todo el día. Tendría que haber sido un chollo para ti. Sin embargo, te está haciendo quedar como una cretina.

– Es uno de esos borrachos habilidosos -dijo Lula-. Hasta puede correr estando borracho. Y la última vez disparó contra nosotras. Vas a tener que pagarme más si me arriesgo a que me disparen.

– Sois patéticas las dos -dijo Vinnie-. Yo podría detener a ese tío con una mano atada a la espalda. Podría detenerle con los ojos cerrados.

– Ya -dijo Lula.

Vinnie se inclinó hacia ella.

– ¿No me crees? ¿Crees que no sería capaz de entregar a ese sujeto?

– Existen los milagros -respondió Lula.

– ¿Ah, sí? ¿Crees que haría falta un milagro? Bueno, pues te voy a enseñar un milagro. Vosotras dos, fracasadas, venid aquí esta noche a las nueve y atraparemos al fulano ese.

Vinnie metió la cabeza en el despacho y cerró de un portazo.

– Espero que tenga esposas -dijo Lula.

Le di a Connie el recibo de entrega de Laura Minello y esperé a que rellenara mi cheque. La puerta de entrada se abrió y todas nos giramos hacia ella.

– Eh, yo te conozco -dijo Lula a la mujer que entraba en la oficina-. Intentaste matarme.

Era Maggie Masón. La habíamos conocido en un caso anterior. Nuestras relaciones con Maggie empezaron mal, pero acabaron bien.

– ¿Sigues dedicándote a la lucha libre en el barro en el Snake Pit? -preguntó Lula.

– El Snake Pit cerró -Maggie se encogió de hombros como queriendo decir «esas cosas pasan»-. De todas formas, ya era hora de cambiar. La lucha libre estuvo bien durante algún tiempo, pero mi sueño siempre fue abrir una librería. Cuando el Pit cerró convencí a uno de los dueños para que se metiera en negocios conmigo. Por eso he pasado por aquí. Vamos a ser vecinas. Acabo de firmar el contrato de alquiler del edificio de al lado.

Estaba sentada en mi coche medio destrozado, frente a la oficina de Vinnie, pensando en qué hacer a continuación, cuando sonó el móvil.

– Tienes que hacer, algo -me dijo la abuela Mazur-. Mabel acaba de estar en casa, por decimocuarta vez. Nos está volviendo locas. Primero se pasa el día haciendo tartas y luego nos las trae a nosotras porque ya no le caben en su casa. La tiene alfombrada de tartas. Y esta última vez se ha puesto a llorar. A llorar. Ya sabes que aquí lo de llorar no nos hace mucha gracia.

– Está preocupada por Evelyn y Annie. Es la única familia que le queda.

– Pues encuéntralas -dijo la abuela-. Ya no sabemos qué hacer con tantos bizcochos de café.

Fui en el coche hasta la calle Key y aparqué delante de la casa de Evelyn. Pensé en Annie, durmiendo en su habitación del piso de arriba, jugando en el pequeño jardín de atrás. Una niñita de pelo rojo y rizado, y ojos grandes y profundos. Una cría que era la mejor amiga de mi sobrina, el caballo. ¿Qué clase de niña haría buenas migas con Mary Alice? No es que Mary Alice no sea una niña estupenda pero, seamos sinceros, se sale un poquito de lo normal. Seguramente tanto Mary Alice como Annie se sentían fuera de lugar y necesitaban una amiga. Y se encontraron la una a la otra.

«Háblame», le dije a la casa. «Cuéntame un secreto».

Estaba esperando a que la casa me contara algo cuando un coche se detuvo detrás de mí. Era un gran Lincoln negro y había dos hombres en los asientos delanteros. No tuve que pensar demasiado ni demasiado tiempo para deducir que eran Abruzzi y Darrow.

Lo más inteligente habría sido arrancar sin mirar atrás. Puesto que tengo un largo historial de hacer muy rara vez lo más inteligente, puse el seguro de la puerta, abrí un pequeño resquicio en la ventana y esperé a que Abruzzi viniera a hablar conmigo.

– Has cerrado la puerta -dijo Abruzzi cuando se me acercó-. ¿Tienes miedo de mí?

– Si tuviera miedo habría puesto el motor en marcha. ¿Viene mucho por aquí?

– Me gusta inspeccionar mis propiedades -respondió-. ¿Qué haces aquí? No estarás pensando en volver a allanar la casa, ¿verdad?

– No. Sólo estoy disfrutando de las vistas. Qué rara coincidencia que siempre aparezca cuando vengo por aquí.

– No es una coincidencia -dijo Abruzzi-. Tengo informadores por todas partes. Sé todo lo que haces.

– ¿Todo?

Se encogió de hombros.

– Muchas cosas. Por ejemplo, sé que estuviste en el parque el sábado. Y que después tuviste un desafortunado incidente en el coche.

– Algún subnormal creyó que tendría gracia meter unas arañas en mi coche.

– ¿Te gustan las arañas?

– No están mal. No son tan divertidas como los conejitos, por ejemplo.

– Tengo entendido que le diste a un coche aparcado.

– Una de las arañas me pilló por sorpresa.

– En una batalla el factor sorpresa es importante.

– Esto no es una batalla. Intento tranquilizar a una pobre anciana encontrando a una niña.

– Debes de pensar que soy estúpido. Eres una cazarrecompensas. Una mercenaria. Sabes perfectamente de qué va esto. Estás metida en ello por el dinero. Sabes lo que está en juego. Y sabes lo que estoy intentando recuperar. Lo que no sabes es con quién estás tratando. Por ahora estoy jugando contigo, pero en algún momento el juego llegará a aburrirme. Si no te has puesto de mi lado cuando llegue ese momento, iré a por ti sin piedad y te arrancaré el corazón mientras todavía esté latiendo.

Puag.

Iba vestido con traje y corbata. Con mucho estilo. Todo parecía caro. Sin manchas de grasa en la corbata. Era un demente, pero por lo menos iba bien vestido.

– Creo que me voy a ir ya -dije-. Usted probablemente necesitará ir a casa a tomar la medicación.

– Me alegro de saber que te gustan los conejitos -dijo él.

Puse el motor en marcha y arranqué. Abruzzi se quedó de pie, observando cómo me alejaba. Miré por el retrovisor para descubrir si me seguían. No vi a nadie. Giré por un par de calles. No me seguían. Tenía una sensación desagradable en el estómago. Se parecía mucho al horror.

Pasé por delante de la casa de mis padres y vi el Buick de mi tío Sandor aparcado a la entrada. Mi hermana estaba usando el coche del tío hasta que ahorrara suficiente dinero para comprarse uno. Pero a esa hora tenía que estar en el trabajo. Aparqué detrás de ella y entré en casa. La abuela Mazur, mi madre y Valerie estaban sentadas alrededor de la mesa de la cocina. Cada una tenía una taza de café delante, pero ninguna bebía.

Yo opté por tomarme un refresco y me senté en la cuarta silla.

– ¿Qué pasa?

– Han despedido a tu hermana del banco -dijo la abuela Mazur-. Se ha peleado con su jefe y la han despedido fulminantemente.

¿Valerie peleándose con alguien? ¿Santa Valerie? ¿La hermana con el mismo carácter que el pudín de vainilla?

Cuando éramos niñas, Valerie siempre entregaba los deberes a tiempo, hacía la cama antes de ir al colegio y se decía que tenía un asombroso parecido con las serenas estatuas de escayola de la Virgen María que se encontraban en los jardines y las iglesias del Burg. Incluso la regla de Valerie venía y se iba serenamente, llegando siempre puntualmente, al minuto, con delicado flujo y cambios de humor que iban de encantadora a más encantadora.

Yo era la hermana que sufría de dolor de ovarios.

– ¿Qué ha pasado? -pregunté-. ¿Cómo has podido tener una pelea con tu jefe? Acababas de empezar en ese trabajo.

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