Sonrió.
– ¿Cuánto interés tienes por saberlo?
– ¿Estamos jugando?
Negó con la cabeza lentamente.
– Esto no es un juego -me apoyó contra la pared y se acercó a mí. Una de sus piernas se deslizó entre mis piernas y sus labios rozaron ligeramente los míos-. ¿Cuánto interés tienes por saberlo, Steph? -preguntó otra vez.
– Dímelo.
– Lo añadiré a tu deuda.
Como si eso me fuera a importar. ¡Hacía semanas que había superado mi crédito!
– ¿Me lo vas a decir o no?
– ¿Recuerdas que te conté que a Abruzzi le gustan los juegos de guerra? Bueno, pues no se trata sólo de jugar. Colecciona objetos: armas antiguas, uniformes del ejército, medallas militares. Y no sólo los colecciona. Se los pone. Sobre todo cuando juega. Algunas veces cuando está con mujeres, según me han contado. Y otras, cuando va a cobrar una deuda importante. Se dice por ahí que Abruzzi ha perdido una medalla que, supuestamente, perteneció a Napoleón. Se cuenta que Abruzzi intentó comprarle la medalla al tipo que la tenía, pero éste no se la quiso vender, de modo que Abruzzi le mató y se la quitó. Abruzzi guardaba esa medalla en el escritorio de su casa. Se la ponía para competir. Creía que le hacía invencible.
– ¿Y es eso lo que tiene Evelyn? ¿La medalla?
– Eso he oído.
– ¿Cómo se hizo con ella?
– No lo sé.
Se apretó contra mí y el deseo me recorrió el estómago y me abrasó el bajo vientre. Estaba duro por todas partes. Los muslos, la pistola… todo estaba duro.
Bajó la cabeza y me besó en el cuello. Tocó con la lengua el lugar en que me acababa de besar. Y volvió a besarme. Su mano se deslizó por debajo de mi camiseta, con la palma calentando mi piel y sus dedos en la base de mi pecho.
– Hora de pagar -dijo-. Me voy a cobrar la deuda.
Casi me desplomo en el suelo. Me agarró de la mano y tiró de mí hacia el dormitorio.
– La película -dije-. Lo mejor de la película viene ahora -con toda sinceridad, no podía recordar ni un solo detalle de la película. Ni el título ni los actores.
Estaba pegado a mí, la cara a unos milímetros de la mía y su mano en mi nuca.
– Vamos a hacerlo, cariño -dijo-. Va a ser estupendo.
Y me besó. El beso se hizo más profundo, más urgente y más íntimo. Yo tenía las manos apoyadas sobre su pecho y sentía sus músculos vigorosos y los latidos de su corazón. O sea que tiene corazón, pensé. Eso es buena señal. Por lo menos debe tener algo humano.
Dejó de besarme y me metió en el dormitorio. Se quitó las botas, dejó caer el cinturón de herramientas y se desnudó. La luz era escasa, pero suficiente para ver que lo que Ranger prometía con su ropa de trabajo puesta se mantenía cuando se la quitaba. Era todo músculos firmes y piel oscura. Su cuerpo tenía unas proporciones perfectas. Su mirada era intensa e intencionada.
Me quitó la ropa y me tendió en la cama. Y de repente estaba dentro de mí. Una vez me dijo que acostarme con él me incapacitaría para estar con otros hombres. En aquel momento pensé que era una advertencia ridicula. Ya no me parecía nada ridicula.
Cuando acabamos, nos quedamos un rato tumbados el uno junto al otro. Luego recorrió todo mi cuerpo con una mano.
– Ha llegado el momento -dijo.
– ¿De qué?
– No creerías que ibas a pagar la deuda tan fácilmente, ¿verdad?
– Huy, huy, huy ¿ha llegado el momento de las esposas?
– No necesito esposas para esclavizar a una mujer -dijo Ranger besándome un hombro.
Me besó suavemente en los labios y luego bajó la cabeza para besarme la barbilla, el cuello, la clavícula. Siguió bajando, besándome el relieve de los pechos y los pezones. Me besó el ombligo y el estómago, y luego puso la boca en mi… ¡oh, Dios mío!
A la mañana siguiente, seguía en mi cama. Estaba pegado a mí, sujetándome contra él con un brazo. Me despertó el sonido de la alarma de su reloj. Apagó la alarma y se separó de mí para ver el busca que había dejado en la mesilla, al lado de la pistola.
– Tengo que irme, cariño -dijo. Y al momento siguiente estaba vestido. Y al siguiente se había ido.
¡Mierda! ¿Qué había hecho? Lo había hecho con el Mago. ¡Hostias! Bueno, tranquilidad. Vamos a analizarlo con sensatez. ¿Qué acababa de pasar? Que lo habíamos hecho. Y que se había ido. Se había ido de una manera ligeramente brusca, pero, por otro lado, era Ranger. ¿Qué esperaba? Y la noche anterior no había sido nada brusco. Había sido… asombroso. Suspiré y me levanté de la cama. Me di una ducha, me vestí y fui a la cocina a decirle buenos días a Rex. Pero Rex no estaba allí. Rex estaba viviendo con mis padres.
El piso parecía vacío sin él, así que decidí pasarme por casa de mis padres. Era domingo, y existía el aliciente añadido de los donuts. Mi madre y mi abuela siempre compraban donuts a la vuelta de la iglesia.
La niña caballo galopaba por toda la casa vestida con la ropa de la catequesis. Al verme, dejó de galopar y me miró con expresión meditabunda.
– ¿Ya has encontrado a Annie?
– No -le contesté-. Pero he hablado por teléfono con su madre.
– La próxima vez que hables con su madre, dile que Annie se está perdiendo muchas cosas en el colegio. Dile que me han puesto en el grupo de lectura de los Corceles Negros.
– Ya estás contando mentiras -dijo la abuela-. Te han puesto en el grupo de los Pájaros Azules.
– Yo no quiero ser un pájaro azul -protestó Mary Alice-. Los pájaros azules son una caca. Quiero ser un corcel negro.
Y se fue galopando.
– Me encanta esa cría -dije a la abuela.
– Sí. Me recuerda muchísimo a ti cuando tenías su edad. Una gran imaginación. Lo ha sacado de mi familia. Aunque se saltó una generación con tu madre. Tu madre, Valerie y Angie son unos pájaros azules sin remedio.
Cogí un donut y me serví una taza de café.
– Tienes un aspecto distinto -dijo la abuela-. No consigo saber qué es. Y no has dejado de sonreír desde que has entrado.
Maldito Ranger. Había reparado en la sonrisa al lavarme los dientes. ¡No se me borraba!
– Es increíble lo que puede hacer por ti dormir bien una noche -dije a la abuela.
Valerie se acercó a la mesa perezosamente.
– No sé qué hacer con Albert -dijo.
– ¿No tiene una casa con dos cuartos de baño?
– Vive con su madre y tiene menos dinero que yo.
Hasta el momento, ninguna sorpresa.
– Los hombres buenos son difíciles de encontrar -dije-. Y cuando los encuentras, siempre tienen algo malo.
Valerie rebuscó en la bolsa de los donuts.
– Está vacía. ¿Dónde está mi donut?
– Se lo ha comido Stephanie -dijo la abuela.
– ¡Sólo me he comido uno!
– Ah -dijo la abuela-, entonces, a lo mejor he sido yo. Me he comido tres.
– Necesitamos más donuts -pidió Valerie-. Tengo que comerme un donut.
Agarré mi bolso y me lo enganché al hombro.
– Voy por más. Yo también me comería otro.
– Te acompaño -dijo la abuela-. Quiero montar en ese lustroso coche negro. Supongo que no me dejarás conducirlo, ¿verdad?
Mi madre estaba junto a la cocina.
– Ni se te ocurra dejarle conducir. Te hago responsable. Si conduce y tiene un accidente serás tú quien vaya a visitarla a la residencia.
Fuimos al Tasty Pastry de Hamilton. Yo trabajé allí cuando estaba en el instituto. Y también perdí la virginidad allí. Detrás de la vitrina de los pasteles, después de cerrar, con Morelli. No estoy muy segura de cómo ocurrió. Un momento antes estaba vendiéndole un pastel y al momento siguiente estaba tirada en el suelo con las bragas bajadas. A Morelli siempre se le ha dado bien convencer a las señoras de que se quiten las bragas.
Aparqué el coche en el pequeño estacionamiento de al lado del Tasty Pastry. La hora punta de después de misa ya había pasado y el solar estaba vacío. Había siete espacios para aparcar perpendiculares a la pared de ladrillo rojo de la pastelería y estacioné en el del medio.
La abuela y yo entramos en la tienda y compramos otra docena de donuts. A lo mejor eran demasiados, pero es preferible que sobren a tener que pasar por una escasez de donuts.
Salimos de la pastelería y estábamos acercándonos al CR-V de Ranger cuando un Ford Explorer verde entró a toda marcha en el aparcamiento y frenó sonoramente a nuestro lado. El conductor llevaba una máscara de Clinton de goma y el asiento del pasajero estaba ocupado por el conejo. El corazón me dio un salto en el pecho y sentí un chorro de adrenalina.
– Corre -dije a la abuela, empujándola mientras metía la mano en el bolso para buscar la pistola-. Vuelve a entrar en la pastelería.
El tipo de la máscara de goma y el del traje de conejo se bajaron del coche antes incluso de que éste parara. Corrieron hacia la abuela y hacia mí con las pistolas en la mano y nos arrinconaron entre los dos coches. El de la máscara de goma era de altura y complexión normales. Llevaba vaqueros y zapatillas deportivas, y una cazadora de Nike. El conejo llevaba la cabeza del disfraz y ropa de calle.
– Contra el coche, y las manos donde pueda verlas -dijo el tipo de la máscara.
– ¿Quién se supone que eres? -preguntó la abuela-. Pareces Bill Clinton.
– Sí, soy Bill Clinton -contestó el tipo-. Póngase contra el coche.
– Nunca he acabado de entender lo del puro -dijo la abuela.
– ¡Póngase contra el coche!
Me pegué al coche mientras la cabeza me iba a mil por hora. Por la calle, delante de nosotras, pasaban coches constantemente, pero estábamos fuera de su campo visual. Dudaba que, si gritaba, llegaran a oírme, a no ser que alguien pasara por la acera.
El conejo se acercó a mí.
– Thaaa id ya raa raa da haar id ra raa.
– ¿Qué?
– Haaar id ra raa.
– No nos enteramos de lo que estás diciendo por culpa de esa estúpida cabezota de conejo que llevas -dijo la abuela.
– Raa raa -contestó el conejo-. ¡Raa raa!
La abuela y yo miramos a Clinton, que sacudió la cabeza con fastidio.
– No sé que está diciendo. ¿Qué demonios es raa raa? -preguntó al conejo.
– Haaar id ra raa.
– Dios -se quejó Clinton-. No hay quien te entienda. ¿Nunca antes habías intentado hablar con la careta puesta?
– Ra raa, gilipollas raa puta -dijo el conejo a la vez que le daba un empujón a Clinton. Este le hizo un gesto grosero al conejo-. Jaaaark -siguió diciendo. Y a continuación se abrió la bragueta y se sacó el pito. Lo sacudió en dirección a Clinton y luego lo sacudió hacia la abuela y hacia mí.