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A lo lejos, una sirena. Es absolutamente necesario ponerse en pie antes de que llegue la ambulancia, es absurdo que se preocupen, no le duele nada, tal vez un poco la boca, se ha mordido la mejilla. Pero lo de la mejilla no es grave, es desagradable por las llagas, pero no es realmente grave. Qué estupidez, su chaqueta estará destrozada, y Arthur adora esa chaqueta de tweed. Sarah opinaba que el tweed hacía parecer mayor, pero él se reía de Sarah, que llevaba los zapatos más vulgares de la tierra, con esas puntas demasiado afiladas. Estuvo bien decirle a Sarah que la noche que pasaron juntos había sido un accidente, no estaban hechos el uno para el otro, no era culpa de nadie. ¿Cómo estará el motorista? Seguramente es el hombre del casco. Parece estar bien, con ese aire contrito.

Voy a tenderle la mano a Carol-Ann, y les contará a todas sus amigas que me salvó la vida, puesto que será ella quien me ha ayudado a levantarme.

– ¿Arthur?

– ¿Carol-Ann?

– Estaba segura de que te encontrabas en medio de esta catástrofe espantosa -dijo la joven, histérica.

El se desempolvó tranquilamente los hombros de la chaqueta, arrancó el trozo de bolsillo que colgaba tristemente y sacudió la cabeza para desembarazarse de los cristales.

– ¡Qué miedo! Has tenido mucha suerte -continuó Carol-Ann con su voz aguda.

Arthur se la quedó mirando, muy serio.

– Todo es relativo, Carol-Ann. Se me ha jodido la chaqueta, tengo cortes por todas partes y salto de un desastroso encontronazo a otro, cuando sólo iba a comprarle una correa a mi vecina.

– Una correa a tu vecina… ¡Has tenido mucha suerte de salir casi indemne de este accidente! -se indignó Carol-Ann.

Arthur la miró, adoptó un aire pensativo, y se esforzó por parecer civilizado. No era solamente la voz de Carol-Ann lo que le irritaba; todo en ella se le hacía insoportable.

Intento recobrar algo parecido al equilibrio y habló en un tono resuelto y tranquilo.

– Tienes razón, no soy justo. Tuve la suerte de dejarte y de conocer luego a la mujer de mi vida, ¡aunque estaba en coma! Su propia madre quería aplicarle la eutanasia, pero y tuve la suerte de que mi mejor amigo accediera a echarme una mano para ir a secuestrarla al hospital.

Inquieta, Carol-Ann dio un paso atrás y Arthur otro hacia delante.

– ¿Qué quieres decir con «secuestrar»? -preguntó ella con voz tímida mientras apretaba el bolso contra su pecho.

– Que robamos su cuerpo. Fue Paul quien cogió la ambulancia, por eso se siente obligado a contarle a todo el mundo que estoy viudo; ¡pero de hecho, Carol-Ann, sólo soy medio viudo! Es un estado muy particular.

Las piernas de Arthur flaquearon y vaciló ligeramente.

Carol-Ann quiso sostenerlo, pero Arthur se enderezó solo.

– No, la auténtica suerte fue que la propia Lauren me ayudara a mantenerla con vida. No deja de ser una ventaja ser médico cuando tu cuerpo y tu mente se disocian. Puedes ocuparte de ti mismo.

Carol-Ann boqueó en busca de un poco de aire. Arthur no tenía necesidad de recobrar el aliento, solamente el equilibrio. Se agarró a la manga de Carol-Ann, que se sobresaltó y lanzó un grito instantáneo.

– Y luego se despertó, y finalmente también eso fue una suerte. Así que ya lo ves, Carol-Ann, ya lo ves: la verdadera suerte no es que tú y yo rompiéramos, no es aquel museo de París, no es el sidecar, sino ella: ella es la auténtica suerte de mi vida -dijo extenuado sentándose en el armazón de la máquina.

El flamante furgón del centro hospitalario acababa de aparcar junto a la acera. El jefe del equipo se precipitó hacia Arthur al que Carol-Ann seguía mirando embelesada.

– ¿Esta bien, señor? – preguntó el socorrista.

– ¡En absoluto! -afirmó Carol-Ann. El socorrista lo cogió del brazo para llevárselo hacia la ambulancia.

– Todo va bien, se lo aseguro -dijo Arthur, zafándose.

– Hay que suturar esa herida que se ha hecho en la frente -insistió el camillero, a quien Carol-Ann dirigía grande gestos para que embarcara a Arthur lo antes posible.

– No me duele ninguna parte del cuerpo, me encuentro muy bien, tenga la amabilidad de dejarme volver a casa.

– Con todos esos pedazos esparcidos es bastante probable que tenga microcristales en los ojos. Voy a llevármelo.

Fatigado, Arthur se abandonó. El socorrista lo tumbó en la camilla y le cubrió los ojos con dos gasas estériles; mientras no se los limpiaran, había que evitarles cualquier movimiento susceptible de desgarrar la córnea. El vendaje que envolvía ahora el rostro de Arthur lo, sumía en una oscuridad incómoda.

La ambulancia subió por Sutter Street con las sirenas aullando, giró en Van Ness Avenue puso rumbo al San Francisco Memorial Hospital.


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