Fernstein le hizo una seña a Lauren para que se sentara ante el aparato. La joven tuvo un instante de vacilación, pero halló las fuerzas que le faltaban en la mirada tranquilizadora de su profesor. Había repetido esos gestos mil veces en simulaciones, pero hoy una vida dependía de su actuación.
En cuanto se puso al mando, los nervios desaparecieron. Estaba radiante porque con el extremo de aquellas pinzas la joven acariciaba un sueño.
Las manejaba a la perfección y con una habilidad absoluta. El equipo observaba su actuación y Norma leyó en la mirada del profesor lo orgulloso que se sentía de su alumna.
Lauren operó sin descanso durante tres horas. Cuando ya deseaba que la reemplazaran, el ordenador indicó que la extirpación estaba realizada en un setenta y seis por ciento. Lalonde volvió a su sitio y, con un guiño, felicitó a su joven colega.
– Te dejo en el despacho y me voy a casa volando.
– Déjame en Union Square, que tengo que comprar una cosa.
– ¿Se puede saber por qué quieres comprar una correa si no tienes perro?
– ¡Es para una amiga!
– Dime una cosa: ¿tiene perro, al menos?
– Tiene setenta y nueve años, por si eso te tranquiliza.
– La verdad es que no mucho -suspiró Paul mientras paraba junto a la acera delante de los grandes almacenes Macy's.
– ¿Dónde quedamos para cenar? -preguntó Arthur, al bajar del coche.
– En Cliff House a las ocho. Haz un esfuerzo, porque la última vez no te significaste por tu buena educación. Tienes una segunda oportunidad para dar buena impresión. Procura no meter la pata.
Arthur miró cómo se alejaba el cabriolé, echó un vistazo al escaparate y entró por la puerta giratoria de los grandes almacenes.
El anestesista señaló la inflexión del trazo en el monitor. Comprobó de inmediato la saturación sanguínea. El equipo observó el cambio que acababa de operarse en los rasgos del médico. Su instinto le había puesto en guardia.
– ¿Hemorragia? -preguntó.
– De momento no aparece en la imagen -dijo Fernstein, inclinándose hacia el monitor del doctor Peterson.
– ¡Algo no marcha bien! -afirmó el anestesista.
– Haré otra eco -replicó el especialista encargado de la imagen.
La atmósfera serena que reinaba en el quirófano desapareció repentinamente.
– ¡Se viene abajo! -replicó con sequedad el doctor Cobbler, aumentando el flujo de oxígeno.
Lauren se sintió impotente. Miró a Fernstein y comprendió por la expresión del profesor que el momento era crítico.
– Cójale la mano -le murmuró el médico.
– ¿Qué hacemos? -le preguntó Lalonde a Fernstein.
– ¡Continuamos! Adam, ¿qué dice la ecografía?
– Poca cosa por ahora -contestó el médico.
– Tengo un principio de arritmia -indicó Norma, al ver el parpadeo en el electrocardiógrafo.
Richard Lalonde golpeó rabiosamente el aparato con la palma de la mano.
– ¡Disección de la arteria cerebral posterior! -ordenó secamente.
Todos los miembros del equipo se miraron. Lauren contuvo el aliento y cerró los ojos. Eran casi las cinco y media. Al cabo de un minuto, el tabique dañado de la arteria que irrigaba la parte posterior del cerebro de Marcia se desgarró dos centímetros. Bajo la presión de la sangre que brotaba a chorros, el desgarro se amplió aún más. La ola desencadenada por la herida abierta invadió la cavidad craneal. A pesar del drenaje que Fernstein implantó de inmediato, el nivel no dejó de aumentar en el interior del cráneo, ahogando al cerebro a gran velocidad.
Cinco minutos después, bajo la mirada impotente de cuatro médicos y varias enfermeras, Marcia dejó de respirar para siempre. La mano de la pequeña, que Lauren retenía en la suya, se abrió como para liberar un último aliento de vida oculto en la palma.
En silencio, el equipo salió del quirófano y se dispersó por el pasillo. Nadie pudo hacer nada. El tumor, en su malignidad, había escondido a los más sofisticados aparatos de la medicina moderna el aneurisma de una pequeña arteria en el cerebro de la niña.
Lauren se quedó sola, reteniendo aún aquellos deditos inertes. Norma se acercó y los separó de la mano de la joven neurocirujana.
– Vamonos.
– Se lo había prometido -murmuró Lauren.
– Pues es el único error que ha cometido hoy.
– ¿Dónde está Fernstein? -preguntó.
– Debe de haber ido a hablar con los padres de la niña.
– Hubiera querido hacerlo yo.
– Creo que ya ha tenido suficientes emociones por hoy. Y si me permite un consejo, antes de volver a su casa, dé un paseo por unos grandes almacenes.
– ¿Para qué?
– ¡Para ver vida, vida a montones!
Lauren acarició la frente de Marcia y cubrió los ojos de la niña con la sábana verde. Luego, abandonó la sala.
Norma la vio alejarse por el pasillo. Sacudió la cabeza y apagó los focos del quirófano. La estancia se sumió en la penumbra.
Arthur encontró lo que buscaba en la tercera planta de los grandes almacenes: una correa extensible que haría las delicias de la señora Morrison. En los días grises, podría quedarse bajo la marquesina del edificio al abrigo de la lluvia, mientras Pablo iría a su aire.
Se alejó de la caja central, donde acababa de pagar su compra. Por el camino, una mujer que estaba eligiendo un pijama para hombre le dirigió una sonrisa. Arthur se la devolvió y fue hacia la escalera mecánica.
Ya en los peldaños, una mano delicada se posó sobre su hombro. Arthur se dio la vuelta y la mujer descendió un escalón para acercarse.
De todos sus líos amorosos, sólo había uno que lamentaba haber vivido…
– ¡No me digas que no me has reconocido! -exclamó Carol-Ann.
– Perdóname, estaba en otra parte.
– Lo sé, me enteré de que vivías en Francia. ¿Estás mejor? -preguntó su ex con aire compasivo.
– Sí, ¿por qué?
– También me enteré de que esa chica por la que me dejaste… en fin, supe que te habías quedado viudo, qué cosa más triste…
– ¿De qué estás hablando? -replicó Arthur, perplejo.
– Me encontré con Paul en un cóctel el mes pasado. Lo siento muchísimo, de veras.
– Me ha encantado verte, pero tengo prisa -contestó Arthur.
Quiso bajar unos peldaños más, pero Carol-Ann se aferró a su brazo y le mostró orgullosamente la sortija que brillaba en su dedo.
– La semana que viene celebramos nuestro primer año de casados. ¿Te acuerdas de Martin?
– No mucho -contestó Arthur, rodeando la baranda para coger la escalera que bajaba a la primera planta.
– ¡No puede ser que te hayas olvidado de Martin! ¡Era el capitán del equipo de hockey! -lo regañó Carol-Ann, orgullosa.
– ¡Ah, sí, un tipo alto y rubio!
– Muy moreno.
– Moreno, pero alto.
– Muy alto.
– ¿Lo ves? -dijo Arthur, mirándose la punta de los zapatos.
– Así que ¿sigues sin rehacer tu vida? -preguntó Carol-Ann con el mismo aire compasivo.
– ¡Pues sí! ¡Visto y no visto, así es la vida! -exclamó Arthur, cada vez más exasperado.
– No me digas que un chico como tú sigue soltero.
– No, no te lo digo porque seguramente lo habrás olvidado dentro de diez minutos y tampoco tiene gran importancia -masculló Arthur.
Nueva baranda y nuevas esperanzas de que Carol-Ann tuviera otras compras que hacer en aquella planta, pero le siguió hasta la baja.
– Tengo un montón de amigas solteras. Si vienes a nuestra fiesta de aniversario, te presentaré a la próxima mujer de tu vida. Soy una celestina extraordinaria, tengo un don especial para saber quién pega con quién. ¿Te siguen gustando las mujeres?
– ¡Me gusta una! Te lo agradezco, ha sido un placer volver a verte, dale recuerdos a Martin.
Arthur saludó a Carol-Ann y huyó a toda velocidad. Sin embargo, cuando pasaba por delante del puesto de una marca de cosméticos francesa, resurgió un recuerdo, tan dulce como aquel perfume del frasco que manipulaba una vendedora ante su dienta. Cerró los ojos y recordó el día en que paseaba fortalecido por un amor invisible y certero. Entonces era feliz, como no lo había sido nunca.
La puerta giratoria lo dejó en la acera de Union Square.
El maniquí del escaparate vestía un traje de noche, elegante y ceñido a la cintura. La fina mano de madera señalaba a los transeúntes con un dedo distraído. Bajo los reflejos anaranjados del sol, la calzada parecía ligera. Arthur permanece inmóvil, ausente. No oye la moto con sidecar que se le acerca por la espalda. El piloto ha perdido el control en la curva de Polo Street, una de las cuatro calles que bordean la gran plaza. La moto trata de evitar a la mujer que está cruzando, inclina, zigzaguea, el motor ruge, los transeúntes se asustan. Un hombre trajeado se arroja al suelo para esquivar el aparato, otro retrocede y tropieza hacia atrás, una mujer grita y se protege tras una cabina telefónica. La máquina prosigue su loca carrera, el asiento adosado franquea el parapeto, arranca un letrero, pero el parquímetro contra el que choca está sólidamente anclado al suelo y lo separa, con un corte limpio, de la moto. Ya nada lo detiene, su forma es la de un obús y casi va a la misma velocidad. Cuando alcanza las piernas de Arthur, lo levanta y lo proyecta al vacío. El tiempo transcurre despacio y, de pronto, se prolonga como si fuera un largo silencio. El morro fuselado de la máquina impacta contra el cristal. El inmenso escaparate estalla en una miríada de añicos. Arthur rueda por el suelo hasta el brazo de un maniquí que ahora está tumbado sobre la alfombra de cristales. Un velo le cubre los ojos, la luz es opaca, su boca tiene el sabor a óxido de la sangre. Sumergido en el sopor, querría decirle a la gente que no ha sido más que un estúpido accidente, pero las palabras se le atascan en la garganta.
Quiere levantarse pero aún es demasiado pronto. Sus rodillas tiemblan un poco, y una voz poderosa le grita que se quede tumbado, que vendrá una ambulancia. Paul se enfurecerá si llega tarde. Hay que sacar a pasear al perro de la señora Morrison, ¿hoy es domingo? No, quizá sea lunes. Tiene que pasar por el estudio para firmar los planos. ¿Dónde está el tique del aparcamiento? Seguro que se le ha desgarrado el bolsillo, porque tenía la mano dentro y ahora la tiene bajo la espalda y le duele un poco, no te frotes la cabeza, esos cristales cortan mucho. La luz es cegadora, pero los sonidos regresan poco a poco. El deslumbramiento se disipa. Abre los ojos. Ahí está el rostro de Carol-Ann. ¡Así que no piensa soltarle, pero él no quiere que le presente a la mujer de su vida, ya la conoce, maldita sea! Debería ponerse una alianza para que lo dejaran en paz. Ahora mismo volverá para comprarse una. Paul lo detestará, pero eso le divertirá mucho.