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Dos

Según lo que recuerdo Roderer fue al Mariano Moreno durante menos de tres meses; ya no estaba cuando entregaron el primer boletín y no figura tampoco en la foto anual de la división, que se tomaba en julio. Desde que apareció en el aula, en el disgusto con que parecía llevar el blazer, en el nudo descuidado de la corbata, en la expresión hosca y reconcentrada con que se sentó sin mirar a nadie, sin querer ver nada, en todo se notaba que cualquiera fuese la batalla que libraba en su casa, había sido derrotado, o bien -y después de conocer a su madre esto me pareció lo más posible- había vencido quizás en los argumentos, esa victoria transitoria que suelen conceder las mujeres, pero le había sido arrancada luego con ruegos y lágrimas una promesa que ahora, penosamente, trataba de cumplir.

A mí su llegada no me produjo alarma, sino más bien cierto alivio: es verdad que se me consideraba el mejor alumno de la división pero no era tan necio, ni siquiera entonces, como para creer que eso significara gran cosa; y como mis compañeros me hacían pagar bastante duro mis calificaciones, hubiera estado muy dispuesto a ceder mi posición. Pronto me di cuenta de que Roderer no tenía ningún interés por disputármela. A partir del segundo día dejó de prestar atención a lo que decían los profesores y se dedicó sólo a leer, ajeno a todo; a leer de un modo absorto, poseído, como si las horas de clase del día anterior hubieran significado una interrupción grave que no podía volver a permitirse. Traía los libros en un portafolios grande de cuero, con fuelles a los costados; su banco estaba cerca del mío y yo podía ver cómo los sacaba a medida que avanzaba, la mañana, sin preocuparse de que se fueran amontonando sobre el pupitre. Eran libros siempre distintos, libros de las disciplinas más diversas, como si Roderer estuviera lanzado al mismo tiempo sobre todo: filosofía, arte, ciencia, historia. Casi nunca empezaba por el principio; los hojeaba hacia adelante o hacia atrás y cuando daba con un párrafo que le interesaba podía quedarse abismado allí indefinidamente, hasta que parecía recordar alguna otra cosa, y buscaba en el portafolios y sacaba a la luz un nuevo libro. Yo, que acababa de leer La náusea, me preguntaba al principio si Roderer no sería como aquel personaje ridículo, el Autodidacto, que se proponía hacer manos a la obra por orden alfabético con toda la biblioteca de Bouville. Pero esa familiaridad con que se desplazaba de libro en libro y la rara precisión con que buscaba y encontraba, sólo podían significar una cosa: que ya los había leído a todos, quizá más de una vez, y que ahora volvía sobre ellos en busca de algo definido, algo que a mí, en el desorden de títulos, me resultaba imposible descifrar. Vi, subrayados y llenos de anotaciones, los dos volúmenes de la Lógica, de Hegel, que yo una vez habría tratado en vano de empezar; vi una Divina Comedia en italiano, con unos dibujos sombríos y terribles. Vi libros que sólo mucho después supe de qué trataban y otros que eran como dolorosos destellos, demasiado lejanos, libros que, lo presentía, siempre iba a desconocer.

Cada tanto -noté-, Roderer llevaba también alguna novela, aunque -y de esto me di cuenta con cierto malestar- las dejaba para leer en el patio, durante los recreos. ¿Debo decir lo humillante que era para mí, que aparte de ajedrecista me proponía ser escritor y creía haber leído más que cualquier otro a mi edad, ver sobre ese banco libros ante los cuales había retrocedido, libros que amargamente había dejado para más adelante o aun títulos y autores que ni siquiera conocía? Había sin embargo una humillación peor: de acuerdo con un trato al que había llegado con mi hermana, a cambio de cierta averiguación que ella me haría con una de sus amigas, yo debía contarle a la salida del Colegio, cuando nos íbamos a fumar juntos a la playa, todo lo referido al "nuevo". Nunca había, por supuesto, demasiado que decir, pero la curiosidad de Cristina era infatigable y cuando desesperaba de sonsacarme nada más me hacía repetir los títulos de los libros que había llevado Roderer y me preguntaba luego de qué trataba cada uno. Yo improvisaba teorías aproximadas y hacía equilibrios de imaginación para salir del paso, pero a veces no me quedaba otro remedio que confesar que no sabía. Esto parecía darle a ella una alegría incomparable; me miraba con incredulidad, abría los ojos, maravillada, y sin poder contenerse me decía, muerta de risa: ¡Es más inteligente que vos!

Los profesores tardaron en reaccionar más de lo que yo esperaba; tal vez -pienso ahora- la madre de Roderer hubiera hablado con ellos para que le tuvieran paciencia el primer tiempo. Sólo el doctor Rago, cuando paseaba entre las filas, se detenía a veces delante de su banco. Rago nos daba la clase de Anatomía. Tenía fama de ser la persona más culta de Puente Viejo y se lo había considerado en un tiempo un médico casi milagroso, pero le habían prohibido el ejercicio de la medicina luego de un incidente desgraciado en que se lo acusó de haber operado bajo la acción de una droga.

Desde entonces se ganaba a duras penas la vida dando clases en el Colegio y su humor se había ensombrecido más y más: daba la impresión de un hombre que estuviera ya, fuera del mundo, que hubiera abjurado de todo y sólo mantuviese vivo un resto amargo de su inteligencia. Más que sus sarcasmos, a mí me atemorizaba la impunidad que tenía sobre las palabras, la tranquilidad impávida con que podía pasar de un término científico a una palabra escatológica o directamente obscena. Cuando entraba en el aula bastaba que pronunciara el título de la clase para que se hiciera un silencio inquieto y temeroso.

Teratomas. Del griego teratos: monstruo. Un nombre bastante injusto, son tumoraciones de células embrionarias, no pueden ser más monstruosas que nosotros mismos. Prefieren por lo general los lugares húmedos y cálidos -alzaba entonces un brazo-: una axila, por ejemplo. Con el tiempo crecen, como cualquier buen tumor. Y cuando chocan contra un hueso empiezan a roerlo. Entiéndase bien: es un desgaste lentísimo, que dura meses enteros. Son perforaciones infinitesimales, micro fracturas absolutamente inaudibles. Y sin embargo es común que el paciente escuche por la noche el ruido característico de la masticación. Crunch, crunch. Algo me está comiendo el hueso, dicen a la mañana y al principio, por supuesto, nadie les cree. Cuando llegan al hospital y se los arrancan, pueden pesar hasta un kilo. Tienen el tamaño de un pomelo; con formación capilar, un ocelo, o los dos, piezas dentarias. ¿Se entiende? -y paseaba una mirada impasible por los bancos-. Ojos, pelos, dientes: un feto a medio hacer; bajo el sobaco.

Cuando nos dictaba recorría las filas con las manos en la espalda y al llegar al banco de Roderer siempre se interrumpía, como si fuera el momento de su diversión.

– ¿A qué se dedica hoy nuestro Louis Lambert? Pero qué bien: Las flores mágicas, de mi ilustre antecesor. El intrépido muchacho se interna ahora en las delicias de la horticultura.

Hubo un día, sin embargo, en que tuvo un extraño gesto de emoción; había alzado un libro muy antiguo que Roderer tenía casi siempre sobre el banco, un libro con las letras de la tapa despintadas. Rago lo abrió con la expresión a medias sorprendida y a medias admirada de quien vuelve a ver algo que creía perdido para siempre.

– Bueno, bueno: el Fausto, de Goethe, en la edición renana. -Y aunque su voz recobró el timbre irónico sonaba curiosamente velada.- Así que también sabemos alemán… Eso está muy bien: conviene escuchar al Diablo en su idioma natal. -Volvió las páginas y pronunció en voz alta:

Grau, teurer Freund, ist alle Theorie.

Und grün des Lebens goldner Baum.

Dejó lentamente el libro sobre el banco.

– Sólo que no era verde el árbol de la vida, no por lo menos el verde rutilante, el verde festivo de la clorofila, sino en todo caso -dijo con amargura- el verde del moho subiendo por el tronco, el verde fungoso de la putrefacción.

Con todo, el doctor Rago no le dirigió nunca directamente la palabra; hablaba para la clase, sin mirarlo, o murmuraba para sí mismo. En realidad, la primera que intentó hablar con él fue la profesora de Literatura. Marisa Brun -ella insistía, con un énfasis cálido y apremiante en que la llamáramos simplemente Marisa- había estudiado Letras no en el Instituto de Puente Viejo sino en la Universidad del Sur. Tenía ojos azules, unos ojos intensos, rápidos, algo burlones, los ojos más perturbadores que yo haya visto, y unas piernas que mostraba bajo el escritorio con una despreocupada y feliz generosidad. Fácil, fácilmente, nos había enamorado a todos. En el primero de sus cambios había reemplazado la lectura obligatoria de El sí de las niñas por Verano y humo, de Tennessee Williams y nos hacía leer los diálogos de Alma y John en parejas que formaba al azar. La chica que me tocó, recuerdo, se avergonzó tanto que no pudo seguir el parlamento. Marisa Brun, sin mirar el libro, dio la vuelta al escritorio y clavó en mí sus ojos irresistibles.

– ¿Por qué no me dice nada? ¿Le ha comido la lengua el gato?

Repetí, enrojeciendo, las palabras de John.

– ¿Qué puedo decir, señorita Alma?

– Usted vuelve a llamarme "señorita Alma".

– En realidad nunca hemos franqueado ese límite.

Sentí entonces, sin atreverme a mirarla, que su mano rozaba mi cara torturada por el acné, y escuché el susurro de su voz.

– Oh, sí. ¡Estábamos tan próximos que casi respirábamos juntos!

Maravillosa mujer; era previsible, después de todo, que fuera ella la primera en hablarle, porque los acostumbrados a seducir, aun los más generosos, tienen este egoísmo de orgullo: el de no querer dejar a nadie fuera de su abrazo.

– Roderer -dijo un día, interrumpiendo una lectura, y volvió a pronunciar, en el silencio del aula, como un suave llamado-. Gustavo Roderer.

Roderer, sobresaltado, alzó la cabeza. Debía ser la primera vez que miraba verdaderamente a la mujer que tenía delante. Ella acentuó la sonrisa un poco más.

– Levántese, no tenga miedo -dijo, y a pesar del tono despreocupado, levemente irónico, noté que no había conseguido tutearlo, como hacía con todos.

Roderer se incorporó; no era demasiado alto y sin embargo, así, de pie, parecía dominarla; una vez más me causó impresión lo extraño que se veía en el aula. Ella se aproximó todavía un paso.

– Señor Roderer: ¿piensa usted ignorarnos cruelmente el resto del año? -Y sonreía de un modo tan imperioso que cualquiera de nosotros se hubiera abalanzado para responder por él: ¡No! ¡No!

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