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Ocho

No volví a Puente Viejo en las vacaciones siguientes; quería "ver mundo" y apenas terminaron las clases, con un dinero que había ahorrado durante el año, hice un viaje al Norte, sin planear demasiado el itinerario. Desde Salta crucé a Bolivia y cambiando dos veces de ómnibus seguí hasta Puno, en el Perú, y desde allí, siempre por tierra, hasta el Cuzco. En una tarde imborrable de enero, al día siguiente de mi llegada, hice el ascenso a pie al Machu Picchu; se había anunciado lluvia a la mañana y los contingentes turísticos no habían subido; me encontré al bordear la ciudadela absolutamente solo y, con la sensación de estar pisando suelo prohibido, me asomé, desde la roca funeraria, al valle sagrado de los incas. Estremecido, extático, sentí vacilar por primera vez mi orgulloso ateísmo, como si fuera a ser arrasado por ese silencio infinito. Y aunque me quedé luego en el Cuzco casi un mes entero, no volví a las ruinas; temía, sobre todo, que el flash de una cámara, la voz de los guías, o una exclamación en inglés, pudieran arruinar de algún modo ese recuerdo sobrecogedor. A fin de enero, cuando ya había decidido volver, conocí en una plaza de compra y venta a una estudiante árabe de Arqueología, que me convenció de acompañarla hasta Chancay, al norte de Lima, a las huaquerías en los cementerios preincaicos. Compré en una feria, con el dinero que había reservado para el pasaje, una mochila y unas ojotas de llanta; me sentía, por primera vez, aventurero, irresponsable, feliz, y me dejé arrastrar por ella, de pueblo en pueblo, hasta el fin del verano.

Encontré a mi regreso dos cartas bajo la puerta. La primera era una cédula del Ejército, con la citación para cumplir el servicio militar; la otra era una carta de Roderer. La guardé cuidadosamente todos estos años, sin conseguir formarme una opinión definitiva. La transcribo tal como la recibí, sin fecha ni encabezamiento.

Sé que no te agradecí como hubiera debido la lección del verano pasado. Todos estos meses estuve sobre esas hojas que me dejaste y a medida que pasa el tiempo mi deuda de gratitud no hace sino aumentar. Es verdad que tuve un primer momento de duda, incluso una vacilación. Pero cuando el pensamiento ha llegado suficientemente lejos, toda nueva oposición es sólo en apariencia oposición: en realidad señala la próxima altura a conquistar y la razón la recoge en sí al pasar, se alimenta de ella, y ala vez la suprime y la conserva. El teorema de Seldom no invalida la posibilidad de un sistema filosófico. No podía hacerlo por un motivo absurdamente sencillo: porque yo, como adivinaste, estaba desarrollando uno, un sistema que sin duda no era trivial y tampoco -esto lo sé ahora-tiene inaccesibles. Y sin embargo el resultado de Seldom es irreprochable y es cierto también que reduce a modestas especulaciones todos los sistemas filosóficos anteriores. Pero no alcanza al mío, que es de una naturaleza distinta. La razón de que esto sea así, como sucede en estos casos, es difícil de descubrir y fácil de explicar: ocurre que todo el pensamiento filosófico, hasta ahora, estuvo penetrado hasta las raíces por una lógica binaria. No podía ser de otro modo, porque la formación del pensamiento lógico es anterior a toda filosofía. No sólo los métodos de demostración, las formas de validación o las refutaciones; incluso las categorías están fraguadas en la única lógica que conocía el hombre, el rígido ser o no ser aristotélico. Y los que trataron luego de evadirse -Spinoza, Hegel, Lukasiewicz-, consiguieron imaginar, sí, cómo podrían ser las leyes o los fundamentos de una filosofía distinta, pero los concibieron desde esa limitación binaria que está incorporada a la matriz del pensamiento. Los imaginaron como imaginaría un círculo un hombre que sólo conociera las líneas rectas. El teorema de Seldom da cuenta de esa imposibilidad esencial, de ese error de origen. Se me ocurre para vos otro símil geométrico, quizás más preciso: si se piensa a la lógica binaria como un plano verdadero-falso, el teorema de Seldom alcanza a todas las figuras racionales que puedan dibujarse en ese plano, pero no a una que estuviera trazada en el espacio.

Sin saber nada de esto, yo había partido de una página olvidada de Nietzsche sobre la formación del pensamiento en la mente de los hombres, la descripción de la lógica como el resultado de una larga serie de simplificaciones, necesarias para la supervivencia, pero fatalmente ilógicas: la inclinación dominante a tratar las cosas parecidas como si fueran iguales, a desestimar lo cambiante y lo transitorio, a suprimir las fluctuaciones, a ceder en cada ocasión el triunfo al instinto animal, más rápido y activo, sobre la circunspección o la duda; la lógica, en fin, como un antiguo malentendido que el sopor de la costumbre no nos deja ver. En esas pocas líneas estaba condensada la sensación de extrañeza de toda mi vida. Por primera vez sentí que quizás no fuera yo el equivocado y me dediqué a repensar todo lo que hasta entonces había aprendido, a empezar desde "primeros principios" revisándolo todo. No podrías imaginarte, nadie podría hacerlo, la desesperante lentitud con que avanzaba, tratando de separar, una y otra vez, lo que la costumbre había igualado, esforzándome por recuperar todos los estados intermedios del pensamiento, los razonamientos precarios, los nexos perdidos u olvidados, las intuiciones primitivas, y sobre todo los contenidos, que estaban increíblemente arrasados, casi aniquilados, por la igualdad formal. Pero adquirí en estos años un método, una facultad para discernir que se eleva sobre lo humano, un nuevo entendimiento que abrirá las puertas de otro cielo, un cielo todavía vacío que espera a los hombres. Mi triunfo es, sin embargo, un triunfo a medias. Está amenazado. Ahora sé -vos me lo dejaste saber- hasta qué punto estoy solo. Lo que me queda por delante, el último problema, es quizás el más difícil. Hacer inteligible para la vieja razón humana esta nueva ciencia. ¿Te das cuenta de la dificultad maligna que hay en esto? No es lo mismo estar sano que saber curar al enfermo. ¿Cómo hacerle entender a la razón lo que ella nunca podrá entender? ¿Cómo lograr que se me comprenda? Hasta entonces estaré expuesto. Deséame suerte: llevo una llama del fuego más guardado, voy sobre regiones vedadas desde siempre al pensamiento humano.

Releí esta carta muchas veces a lo largo del tiempo; en un primer momento sólo quise ver en ella los signos declarados de algún tipo de locura, una especie de misticismo intelectual, o una triste y risible megalomanía. Aquello del nuevo cielo, ¿no revelaba por sí solo una perturbación mental? Llegué a pensar también que todo podía ser una fabulación ideada por Roderer para no reconocer su fracaso; una salida de ingenio: atribuirse la posesión de un secreto que por su misma naturaleza no podría develarse. Igualmente, no me decidí nunca a tirar la carta: el argumento central y el símil geométrico me resultaban, casi a mi pesar, convincentes; ¿por qué no podía ser cierto también lo demás? Sea como fuere, al leerla ahora, sólo consigo ver, agigantadas y patéticas, las dos palabras casi escondidas del final, las únicas que pueden justificar que Roderer haya realizado una acción tan extraña en él como caminar hasta el Correo para enviarme una carta. Deséame suerte, lo más parecido a un grito de auxilio que fue capaz de emitir.

En marzo de aquel año empecé el servicio militar, en el regimiento 7 de Infantería. Mi buena suerte no me había alcanzado para librarme en el sorteo y tampoco durante la revisación médica. Después de mucho pensarlo, había decidido no pedir la prórroga universitaria: imaginaba que todo sería cuestión de atravesar el período de instrucción y que apenas me dieran destino me las arreglaría de un modo u otro para recuperar el año. La realidad trajo algo mucho peor. Cuando aún no habíamos cumplido el primer mes de adiestramiento, nos despertaron un día de madrugada, nos reunieron en el patio de armas del batallón y nos anunciaron que el país entraba en guerra. Galvanizados de estupor, sacudidos por los gritos de los oficiales, preparamos febrilmente el equipo de campaña y antes del mediodía subimos a un tren militar con destino al Sur. La noticia de la guerra, como un golpe de efecto teatral, había levantado en vilo al país. En cada pueblo, en cada estación, la gente se agolpaba junto a las vías, con bombos y banderas; y en esas caras entusiasmadas, en el desfile incesante de manos que nos despedían entendí por primera vez la frase de Roderer: el mundo es un ejemplo.

Muy entrada la noche llegamos al cruce de Urpila, a siete kilómetros de Puente Viejo. La gente del pueblo había ido hasta allí con linternas y faroles y habían encendido una gran fogata para esperarnos. Noté con desesperación que el tren no aminoraba la marcha. Saqué la cabeza y los brazos por la ventanilla y escuché en la oscuridad gritar mi nombre. Distinguí a mis padres, que corrían torpemente a la par del tren y vi, más atrás, a mi hermana. Estaba detenida junto al fuego, con los brazos en alto; alguien la abrazaba por la cintura, alguien que también me saludaba: era Aníbal Cufré.

Nuestro batallón fue asignado a la defensa de Monte Harriet, en la isla Soledad. Son curiosos los registros del tiempo; se supone que estuvimos allí apenas un mes y medio. El día de la rendición, por la noche, caímos prisioneros y durante casi una semana, hasta que terminaron las negociaciones, estuvimos encerrados en la iglesia de Puerto Argentino; luego, nos embarcaron en el Canberra con los restos de los demás destacamentos. Allí en cubierta, por primera vez en setenta días pudimos bañarnos, pero tuvimos que ponernos la misma ropa destrozada. Nos desembarcaron a la altura de Puerto Madryn, donde nos esperaba un equipo de enfermería con comida caliente y ropa limpia. Recién entonces sentí que todo había terminado. Yo, que no estaba herido, volví por tierra, en uno de los camiones de Gendarmería. A la altura de Puente Viejo pedí permiso para visitar a mi familia y me concedieron veinticuatro horas, con la obligación de reportarme a mi unidad al día siguiente. El camión me dejó en la ruta, a la entrada del pueblo. Era una mañana fría y luminosa; las calles, los árboles, el aire, todo parecía intocado, y brillaba débilmente con la primera luz del sol. La puerta de mi casa estaba, como siempre, sin llave, y desde la cocina llegaba, como un perfecto milagro, el olor a café del desayuno. Dieron al verme una exclamación de sorpresa.

– Soy yo -dije, y hubiera querido gritar: soy el mismo, el mismo.

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