Un tiempo más tarde, a principios de invierno, fui por primera vez a la casa de Roderer. Había leído por entonces las dos novelas de Heinrich Holdein que había en mi casa y todas las que encontré en la biblioteca municipal, pero no conseguía dar con la que había sido su obra magna y a la vez su testamento literario: La visitación. En la librería del pueblo también me desalentaron; Holdein, me dijeron, estaba pasado de moda; las dos únicas ediciones del libro en castellano no se habían vuelto a imprimir. Se me ocurrió entonces que tal vez Roderer lo tuviera y decidí ir a verlo.
La casa era una de las pocas que quedaban en pie de la época en que Puente Viejo era el balneario donde veraneaba el gobernador y aun arruinada como estaba no había perdido un aire de majestad que hacía difícil adivinar si habría costado unas monedas o una fortuna. Tenía al frente un jardincito muy cuidado, con un camino de grava que desembocaba en un porch tapizado de enredaderas. Me abrió la puerta la madre; mi hermana me la había señalado una vez por la calle: era una mujer bajita y descolorida, que había abandonado su cuerpo al paso de los años y no parecía desear ya nada para sí. Cuando le dije que quería ver a su hijo la cara se le iluminó y me hizo pasar con una cordialidad tan entusiasta que tuve la incómoda sensación de que yo era no sólo el primero que los visitaba en Puente Viejo sino la primera visita que jamás habían recibido. Me guió a través de un corredor desierto; nuestras pisadas levantaron de los listones de madera un eco desolado. Cruzamos una sala que estaba también sin amoblar y nos detuvimos frente a una puerta. La madre de Roderer golpeó suavemente. Nadie contestó. Volvió a golpear y me dijo en tono de disculpa:
– Está siempre encerrado aquí, pero a veces baja un rato a la playa.
Se decidió por fin a abrir la puerta. El cuarto estaba vacío; era, obviamente, un cuarto de estudio, aunque había en un rincón un sofá con una manta. El ventanal corredizo, que daba a los médanos, había quedado a medio abrir y se escuchaba, muy cercano, el ruido del mar. El escritorio estaba puesto no junto a este ventanal sino contra la pared de enfrente, una pared desnuda. Había algunos libros abiertos boca abajo y muchos otros apilados de cualquier manera, que dejaban apenas un cuadrado libre frente a la silla. La madre me hizo pasar y vi entonces la biblioteca. Ocupaba la pared más grande del cuarto y los estantes, repletos, subían hasta dar casi con el techo. Era inmensa y sin embargo yo sentí una bienhechora sensación de alivio: allí estaban por fin los libros de Roderer todos juntos y podían abarcarse de una sola mirada. Sonó en algún lugar de la casa un reloj cucú; la madre miró por la ventana, indecisa.
– Creo que voy a ir a buscarlo -dijo-; no debe estar muy lejos.
– No, no -me apresuré a decir -: voy yo.
Descorrí el ventanal. Las pisadas de Roderer estaban marcadas en la arena; rodeaban los médanos y descendían a la playa. Lo encontré sentado en uno de los reparos de tamariscos, con los ojos fijos en el mar. Se sorprendió, creo, al verme.
– Tu madre me dijo que estabas aquí.
Me senté a su lado y me quedé mirando también un momento el mar, el mar de toda mi vida. No logré que me pareciera distinto.
– ¿Se piensa mejor acá? -le pregunté.
– No sé -dijo-: yo vengo para dejar de pensar.
Pareció arrepentirse de su tono seco; me miró gravemente y señaló con la cabeza hacia la ventana.
– Aquello… a veces se vuelve intolerable. Crece y lo absorbe todo, todo lo quiere para sí. Eso está bien: tiene que ser obsesionante. Pero después, no hay cómo detenerlo, no puedo cerrar los libros y decir tranquilamente: sigamos mañana. Venir aquí es lo único que me queda, lo único que todavía… funciona.
Calló, como si lo avergonzara estar hablándome de aquello. Le pregunté entonces por el libro.
– La visitación -dijo-, qué curioso. Lo tengo, sí.
Se levantó sin decir más nada y volvimos en silencio; daba grandes pasos y yo debía apurarme para seguirlo. Sacó el libro no de la biblioteca sino de una de las pilas sobre el escritorio. Pensé que tal vez todavía lo necesitara.
– No -me tranquilizó-, ya no.
Estaba en un solo tomo, una edición que nunca volví a ver: en la tapa había un caballete con una tela en blanco, sobre la que se proyectaba con fuertes líneas geométricas, como un bosquejo cubista, la sombra del Diablo.
Ya estaba por despedirme cuando Roderer me preguntó por el Colegio. En realidad, me di cuenta, no le interesaba en absoluto lo que pudiera contarle: era apenas una muestra de cortesía, torpe, a destiempo, como si hubiese recordado a último momento una regla de urbanidad. Aquello me irritó y le revelé, como si fuera cosa resuelta, una idea que había considerado una vez vagamente y que ni siquiera había hablado con mis padres. Le dije que a mí también me había hartado el colegio, que había decidido rendir en las vacaciones el último año libre y que me iría del pueblo al año siguiente, a estudiar en la Universidad. Me detuve, anonadado por la seguridad con que acababa de exponer aquel plan que un minuto antes no existía. Roderer, sin embargo, no pareció impresionarse mucho; me preguntó, con la misma indiferencia de antes, si ya tenía decidido qué carrera seguiría. Tuve que confesar que no había pensado todavía en eso.
– Tal vez Filosofía -dije, y espié en su cara si había acertado el golpe-, ¿no se supone acaso que es la ciencia más alta?
Roderer señaló el libro que me llevaba bajo el brazo.
– Lindstróm diría que es la teología. Aunque no hay que hacerle mucho caso, en el capítulo siguiente abandona el monasterio y se consagra exclusivamente a pintar: en el fondo Holdein creía, como buen escritor, que el modo de conocimiento más profundo es el arte. Igualmente -dijo en tono escéptico-, en esta época, ¿qué sentido tiene esa discusión? La teología está muerta y enterrada y la filosofía, tal como se entendió hasta ahora, le sigue los pasos: en la Universidad te llevarían a dar vueltas por el museo, a visitar los viejos sistemas embalsamados. Quedan, es cierto, las ciencias: la física, o alguna de las ciencias naturales, pero a uno tiene que interesarle en algo el mundo, que no deja de ser sólo un ejemplo: y aun así, debería estar dispuesto a contentarse con lo real, menos todavía, con lo comprobable. No -dijo-: creo que en todo caso yo elegiría la matemática, el único campo donde la inteligencia logró llegar lo bastante lejos como para quedar a solas consigo misma.
– ¿Y no pensaste en seguir la licenciatura? -pregunté.
– Sí pensé. Como un adiestramiento. Hubiera sido un modo formidable de disciplinar las fuerzas. -Hizo un gesto dolorido, como si todavía le costara desechar la idea.-Voy a estudiar lo que pueda, pero no en la Universidad: una carrera podría consumirme todo el tiempo y no puedo correr ese riesgo. Debo dedicarme cuanto antes… a lo otro. -Sus ojos se desviaron al escritorio y quedó en silencio. Pero yo tampoco estaba dispuesto a dejarme impresionar.
– ¿Lo otro? -pregunté en tono irónico-. Qué estudios tan extraordinarios serán.
Roderer me miró con frialdad; su voz sonó neutra pero había en sus ojos algo tenso y cortante.
– Sí -dijo-, esa es exactamente la palabra. Son extraordinarios.
Noté que se había replegado, como si viera en mí un posible enemigo.
– Bueno -le dije algo arrepentido, del modo más amistoso que pude-, supongo que ya me contarás.
Le agradecí otra vez el libro y le aseguré que sabría llegar solo a la puerta de calle. En el pasillo me salió al encuentro la madre, que debió escuchar mis pasos; tenía puesto un delantal en el que se secaba nerviosamente las manos.
– Cómo, ya se va. Dios mío, y veo que Gustavo ni lo acompañó a la puerta. -Movió la cabeza, avergonzada. Le dije que yo había insistido en salir por mi cuenta y que su hijo había estado muy amable.
– ¿De veras? ¿Y va a venir otra vez?
Le contesté, riendo, que sí y me miró con un agradecimiento que volvió a incomodarme.
– Yo sé que no debería meterme -dijo-, pero no puede ser sano que se pase los días encerrado, sin hablar con nadie. Por eso quería yo que fuera un tiempo más al colegio. Conmigo casi no conversa y tampoco tiene ningún amigo. Y yo que tenía la esperanza de que en un pueblo iba a ser distinto. No sé, me da miedo que esté tanto tiempo pensando.
Me miró con una expresión angustiada, como si su hijo estuviera ya fuera de su alcance.
– Señora -me animé a preguntarle-, ¿Gustavo tiene alguna enfermedad?
– No… no -me contestó desorientada-, ¿qué le dijo a usted?
– No, nada en realidad -dije con cautela-. Pero a veces habla como si no pudiera perder ni un momento, como si le fuera a faltar el tiempo.
– Ah, eso -suspiró-. Sí, cree que tiene un plazo; una vez cuando discutíamos me lo dijo. No sé qué significa. Pero enfermo no está -dijo, como si defendiera un último bastión-: eso al menos yo lo sabría.
Abrió la puerta casi con pesar.
– ¿Va a volver entonces? Alcé la mano, sonriendo.
– Prometido-dije.