Desde la llegada de Roderer se había verificado ampliamente en el sector femenino de nuestra división esa curiosa ley humana según la cual el más retraído se convierte en el más solicitado; el que se aparta de todos, en el que todos buscan. Entre las chicas que se habían fijado en él, hubo una que se enamoró de verdad, con esa pasión sin disimulos, algo penosa de ver, con que suelen amar las chicas sin gracia. Su nombre era Daniela, pero desde primer año la llamábamos Maceta Rossi. Tenía, en efecto, las pantorrillas muy gruesas, unas piernas macizas que parecían no pertenecerle, porque el cuerpo, de la cintura hacia arriba, era más bien flaco. La cara volvía a ser redonda y estaba resguardada por una expresión pudorosa, siempre a punto de sobresaltarse con cualquier palabra grosera; tenía con todo alguna belleza, esa belleza blanda que no sirve demasiado y que como un pobre consuelo suaviza las facciones de las chicas gordas. Para su desgracia estaba prohibido en el Colegio que las mujeres llevaran pantalones y las medias tres cuartos remarcaban aun más su defecto.
La devoción que tenía por Roderer era tan atolondrada que solamente a él, que no atendía a nada, le pasó inadvertida. A las demás chicas les causaba gracia y también alguna indignación que Maceta Rossi hubiera, como decían, apuntado tan alto. Fueron las primeras en notar que había empezado a ir pintada al Colegio y que se había puesto a régimen. Debía ser un régimen espartano; en poco tiempo la cara se le afinó notablemente y el cuerpo, que ya era delgado, se redujo todavía más y adquirió un aspecto quebradizo no muy agradable de ver. Pero las piernas se negaban a ceder en nada y se las veía ahora mucho más desproporcionadas, como dos apéndices grotescos. Maceta Rossi, valientemente, siguió adelgazando; las piernas se mantuvieron inconmovibles. Esto era cómico, por supuesto, muy cómico. En ruedas donde se cruzaban las miradas maliciosas las chicas le aseguraban que se estaba poniendo lindísima, aunque su cara al adelgazar se había revelado insulsa y los ojos, agrandados, tenían un brillo enfermizo.
– Ahora sólo faltan las piernas -le decían-: hay que hacer ejercicio. ¡Ejercicio! -y entre todas la convencieron de que lo mejor para reducir pantorrillas era subir y bajar escaleras. A partir de entonces, en todos los recreos, Maceta Rossi subía y bajaba obedientemente la doble escalinata de mármol de la entrada. Iba con la cabeza gacha, el cuerpo encorvado, sin detenerse un instante, contando en voz baja los escalones. Los varones, al pie de la escalera, le marcábamos el paso con un estribillo infame y ella nos miraba al pasar con unos ojos temerosos, algo extraviados, y movía más rápido los labios para no perder la cuenta. Cuando estaba por llegar arriba Cufré soltaba con su diente partido dos largos silbidos de admiración y conseguía que Maceta Rossi se apretara nerviosamente la pollera contra los muslos en un gesto de pudor que nos hacía llorar de risa. Muchas veces pensé después en esta risa y en las frases hechas sobre la adolescencia. La edad de los absolutos, la edad de la contaminación necesaria, la edad en que se llora cuando los demás ríen y se ríe cuando los demás lloran. Parece casi una broma que estas frases benévolas, razonables, adultas, con que se perdonan a coro las viejas atrocidades y se limpian en el tiempo las culpas, lo aludan sin saberlo, en cada palabra. Yo también creo a veces que estábamos espoleados y que otra risa más fuerte se alzaba a nuestra espalda.
Roderer, por supuesto, no reparó en ella más que antes. Durante esa única conversación que tuvimos en el colegio recuerdo que me preguntó cuando la cruzamos en la escalera, como si hubiera allá un misterio irritante, por qué aquella chica subía y bajaba todo el tiempo. Solté una carcajada involuntaria. Porgue está enamorada de vos, se me cruzó decirle. Me encogí de hombros:
– Quiere adelgazar -dije y él asintió sin mirarla más.
El día que Maceta Rossi se desmayó había llovido por la mañana y la escalera estaba cubierta de aserrín. Cayó de a poco, aferrándose al pasamanos, rodó dos escalones y quedó tendida boca abajo. Fueron a buscar al doctor Rago, que acababa de dar clase en la planta alta. Rago nos ordenó que nos apartáramos, se arrodilló, la dio vuelta y le limpió la boca y la frente de aserrín.
– Esta chica hace días que no come -dijo y nos miró de un modo amenazante. Dos celadores la llevaron semidesvanecida a la casa. Sólo tiene que comer, decíamos nosotros, sólo comer un poco y se recupera. Pero al otro día faltó y faltó también toda la semana siguiente. Empezó a circular en voz baja el nombre de la enfermedad: anorexia, anorexia nerviosa. Cuando nos dijeron que la habían llevado al hospital todos nos volvimos a acordar de que se llamaba Daniela y decíamos ahora la pobre Daniela.
Maceta Rossi murió a principios de junio; nos lo anunciaron una mañana a la salida del Colegio y nos llevaron desde allí a la casa, donde se hacía el velatorio. Era una de las casitas de monoblocks en el Camino de Cintura. La madre nos dio un beso a cada uno; parecía conocernos a todos. Pasamos a una galería muy estrecha; cuando entramos, sin poder evitarlo, nos encontramos rodeando el cajón. Apenas me animé a dar una mirada a lo que había quedado de ella: una cabeza de pájaro, con las órbitas oscuras y sobresalidas. Una sábana de hilo cubría piadosamente el cuerpo y cubría, sobre todo, las piernas. Nos miramos por encima del ataúd y en esas miradas despavoridas nos decíamos unos a otros, sin poder creerlo: fuimos nosotros.
A Roderer, que había entrado último, lo detuvo la madre junto a la puerta.
– Y usted debe ser Gustavo -escuché que le decía-. Daniela hablaba tanto de usted.
– ¿De mí? -dijo Roderer. Pareció comprender de a poco lo que eso significaba. Avanzó un paso hacia el cajón, se dio vuelta, abrumado, y como si no resistiera estar allí adentro abrió por su cuenta la puerta y se fue.
Faltaba una semana para que se tomaran los primeros exámenes. Roderer no volvió al Colegio.