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– Lo que te escribí en la carta. Lo que intentaron Spinoza y De Quincey, la gran visión que persiguió Nietzsche: el nuevo entendimiento humano.

– Pensé que ya habías abandonado… eso -dije. Estuve a punto de decir "esa locura", pero aquella nota nueva de orgullo otra vez me había hecho dudar; era una debilidad, sí, pero también podía ser una prueba.

– ¿Abandonarlo? No entiendo. -Y me miró verdaderamente extrañado. Sentí al hablar que me deslizaba a otra derrota.

– Cristina me contó que vendiste los libros.

– Ah, los libros. -Y sonrió, como si le causara gracia mi interpretación.- Sólo seguí el camino hasta el final: ya los había cargado encima a todos y después, los había derrotado a todos. Inocencia y olvido; el que perdió el mundo quiere ganar su mundo.

Vine aquí y dejé de pensar; me senté a esperar a que hiciera su juego secreto la última revelación, a que cerrara por sí sola la gran figura. Tardó, es cierto; tardó quizás demasiado. Pero ahora -dijo-, sólo falta escribirlo.

– Cómo -pregunté sorprendido-: ¿quiere decir que no tenes nada escrito?

– No -dijo Roderer-; y no creo que pueda escribirlo; pero no te preocupes, estaba seguro de que vendrías y lo estuve pensando bien: voy a contártelo y vos lo vas a escribir por mí. -Sonrió, como si quisiera compartir un viejo chiste.- Grande y sin embargo simple, simple y sin embargo grande. No voy a precisar más de dos o tres días, pero deberíamos empezar cuanto antes.

– Pero… ¿no te dijo Cristina? Me voy mañana al mediodía.

Vi que se demudaba; por un instante se quedó suspendido en un silencio angustioso y luego, como en un reflujo, apareció en su cara una expresión sombría y fanática.

– No importa -dijo-; tenemos la noche. Podemos empezar ahora y quedarnos hasta la madrugada.

– ¿Esta noche? -Y la idea apareció ante mí, clara y terrible, como si me sonriera. Miré el reloj.- Imposible -dije-. Me esperan a cenar.

– ¿Una cena? -dijo Roderer, como si tratara con desesperación de buscar en la palabra algún otro sentido o de penetrar un significado oculto. Me levanté tranquilamente.

– Una cena, sí: gente que come alrededor de una mesa y dicen frases célebres como "Alcánzame la sal" o "Qué rico está el pollo".

Salí sin mirarlo; sabía que, sobre todo, no debía mirarlo. Bajé la escalera en dos saltos y caminé de regreso a grandes pasos, escuchando cómo galopaba en mí una alegría rítmica y maligna. Alcánzame la sal. Qué rico está el pollo.

– Aquí estás, por fin -dijo mi madre-. ¿Por qué te demoraste tanto? Suerte que Aníbal todavía no llegó.

– Fui hasta el Club Olimpo -dije- y me encontré con Gustavo Roderer.

Mi hermana apareció desde la cocina, con unos cubiertos en la mano.

– ¿Qué dijiste? -me preguntó y cuando repetí que habla estado con Roderer dio un grito.

– ¡No podía levantarse! -gimió y salió desesperada, soltando los cubiertos sobre la mesa. Mi madre y yo quedamos por un instante en silencio. Vi que se acercaba a la mesa y repartía lentamente los cubiertos.

– Está muy enfermo -dijo de pronto.

– Yo… no pensé que fuera nada grave.

– Es una enfermedad muy rara. Lupus. Casi siempre es mortal. Pero no dejó que lo llevaran al hospital.

– Y Cristina lo está cuidando.

Mi madre asintió y fue hacia la cocina. Entré en el baño a ducharme, con la esperanza de que el chorro de agua me aturdiera, de que pudiese, por un minuto, dejar de pensar. Cuando estaba por salir escuché que golpeaban suavemente en el vidrio esmerilado. Entreabrí la puerta; era otra vez mi madre.

– Llegó Aníbal -me dijo-: está en el living. Y tu hermana todavía no volvió. Le dije que habían salido los dos juntos; por favor -me pidió.

Dije que no, pero cuando vi su gesto abatido terminé de vestirme con una sensación de fatalidad y salí por la puerta de atrás. La casa de Roderer estaba a más de diez cuadras, casi en el extremo oeste del pueblo. El nuevo alumbrado de mercurio de la costanera no había llegado hasta allá. Había en cada calle sólo un farol; oscilaban en el viento con un chirrido y arrojaban sobre el centro círculos movedizos y amarillentos. Vi junto a un cordón a un grupo de perros que devoraban los restos destripados de una bolsa de basura. Aunque estaban todavía lejos aminoré el paso; ellos también me habían visto y se desplazaban lentamente para ocupar la calle. Escuché el rumor contenido de las gargantas. Perros, los perros de siempre, pensé, pero cuando pasé entre ellos, tenso y vacilante, no me animé a mirarlos.

Me costó, en la oscuridad, reconocer la casa de Roderer. El jardín de la entrada con el camino de grava que la madre había cuidado tanto había desaparecido y las cortaderas empezaban a invadir el porch. Oí de pronto un grito desgarrado, el grito de alguien que estaba sufriendo una agonía inhumana. Me quedé inmóvil donde estaba, escuchando aterrado en el silencio; aguardaba otro sonido, un lamento, alguna señal de que la vida continuaba. Vi entonces que se abría la puerta; una figura que al principio no reconocí dio un paso y se detuvo bajo la arcada del porch, buscando algo en los bolsillos. Hubo un chasquido y distinguí, iluminada apenas por el fósforo, la cara del doctor Rago, que encendía su pipa. Me acerqué a él, ansiosamente; no pareció sorprenderse al verme.

– ¿Cómo está Gustavo?

– Creo que ahora va a estar… mejor -dijo-. ¿Recuerda usted sobre el lupus hepático? ¿No? Yo lo mencionaba siempre: el ejemplo clásico de dolor ambulatorio. Supplicium extremus, la devoración de uno mismo. Los anticuerpos dejan de reconocer a los propios órganos y simplemente los fagocitan. El dolor que eso produce no se parece a ningún otro; en los casos que me tocó ver siempre encontré a los enfermos así, caminando de pared a pared y afónicos de gritar. Lo único que puede calmarlos es la morfina; cuando su hermana vino a buscarme fue lo primero que puse en el maletín. Pero aquí -se detuvo y dio una bocanada-había una complicación. El muchacho tenía, digámoslo así, una tolerancia muy alta a la morfina y, a la vez, el hígado destruido. La dosis necesaria para dormirlo lo mataría. Por otro lado, si no lo inyectaba, podía sobrevivir dos o tres horas, hasta que hiciera el paro cardíaco por extenuación. Dos o tres horas más, absolutamente lúcido, ¿entiende? -Rago me miró fijamente, con sus ojos escrutadores.- No, no puede entender todavía. Había un detalle: el muchacho quería decir algo. Mientras lo atendía, me agarraba del saco y abría la boca para hablarme; el dolor, por supuesto, no lo dejaba articular. Pero estaba totalmente consciente y luchaba. Luchaba de un modo conmovedor. Quizás hubiera logrado decirlo.

– ¿Qué hizo usted?

– Lo consulté con su hermana. -Rago se llevó la pipa a la boca y por un instante la lumbre del tabaco iluminó su cara con un resplandor rojizo; me pareció ver que sonreía.- Por supuesto, estaba absolutamente seguro de que coincidiríamos. Era lo humano, después de todo. Y ahora -dijo, alzando el maletín- comprenderá que debo irme.

Entré en la casa; solamente había una luz al fondo del corredor. Crucé a tientas las habitaciones vacías, dirigido en la oscuridad por el vago recuerdo de las otras visitas. Abrí la puerta del cuarto; Roderer estaba tendido boca arriba, respirando afanosamente. Tenía los ojos entornados, como si en un último esfuerzo inconsciente se obstinaran en no cerrarse. Mi hermana estaba arrodillada a su lado; cuando me vio no hizo ningún gesto, ninguna señal, pero advertí que se ponía tensa, que todo en ella parecía rechazar mi presencia allí, como si yo no debiera asistir a ese último ritual que estaba oficiando.

Me acerqué, tratando de no hacer ruido.

– Cris… -la llamé suavemente-. Cristina…

Mi hermana me hizo un gesto de silencio; Roderer parecía murmurar algo confuso, como si hubiera visto una última luz y se debatiera por emerger de un sopor invencible. Nos inclinamos sobre él. Sus ojos se abrieron de una manera lenta, impresionante. No me miraban a mí, ni a mi hermana; miraban más arriba. Sus manos se extendieron con las palmas abiertas y como si estuviera tocando no sé qué altas puertas, susurró, con una voz que ya no era de este mundo: Abránme, soy el primero.

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