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Nueve

Durante el tiempo que viví en Buenos Aires mi hermana me escribió sólo tres cartas. En las dos primeras -una para cada cumpleaños-, se advertía dolorosamente, bajo el tono ligero y los comentarios graciosos, un esfuerzo a duras penas sostenido por no mencionar un nombre. La última la recibí en un día particularmente decisivo para mí. Cavandore estaba otra vez en Buenos Aires; habían pasado casi casi tres años desde la guerra, estaban por restablecerse las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña y lo habían enviado, como muestra de buena voluntad, a ofrecer un programa de becas en Cambridge para los alumnos a punto de graduarse. Yo estaba asistiendo a los seminarios que dictaba y aquel día, en uno de los intervalos, me había llamado aparte.

– ¿Por qué no se inscribió todavía en el programa? Usted es una de las personas en las que yo pensaba; estuve hablando con sus profesores: todos lo recomendaron.

Cavandore me examinaba con unos ojos serenos y amables. Me sentí avergonzado: sabía bien que cualquier cosa que dijera -sobre todo la verdad- sonaría pueril.

– Si fuera otro lugar, otro país; pero justo Inglaterra…

– ¿Qué quiere decir? Si piensa estudiar lógica es un lugar inmejorable; el mismo Seldom está invitado para el primer semestre. -Me miró como si lo asaltara de pronto una idea demasiado absurda como para que se le hubiera ocurrido antes.- ¿O usted me está planteando una cuestión de patriotismo?

– No, no es patriotismo; pero yo… estuve en las islas -dije.

Cavandore se quedó un momento callado.

– Discúlpeme, no lo sabía. -Y pareció reflexionar como ante un problema que se hubiera puesto levemente más difícil.- Entiendo, no crea que no lo entiendo. Pero tómelo así: el lugar es Cambridge, no Inglaterra. El país de un matemático son las universidades de todo el mundo. -Y agregó con un gesto serio:- Prométame que va a pensarlo.

Se lo prometí, pero mi tono no debió convencerlo.

– Le voy a decir algo duro, para asegurarme de que lo piense bien: usted cree que es joven, cree que tiene mucho tiempo por delante y todas las posibilidades para elegir. Pero eso no es cierto: ya no es tan joven y las puertas que cierre ahora no se le van a volver a abrir…

Volví de la Facultad a pie, por el camino más largo; quería mirar el río y seguí por la costanera hasta la zona de dársenas. Cada tanto atronaban en el aire, enormes y violentos, los aviones que despegaban del aeroparque. Cuando atravesé los bosques y llegué a Plaza Italia ya era casi de noche; en la puerta del edificio el portero me alcanzó la carta de Cristina. Empezaba con el mismo tono que las otras, pero en la segunda página había agregado abajo de su nombre una posdata que parecía escrita en un arrebato y que acababa de un modo inesperadamente comercial, como si se hubiera arrepentido en la mitad del impulso.

Tampoco va a ser este año el casamiento. No sé qué me pasa. O en realidad, sí lo sé. No puedo dejar de verlo. Pero creo que ahora él también me necesita. Desde que murió la madre la casa es una ruina; a duras penas tiene para comer, hay días en que toma nada más que té. Hace un tiempo pude convencerlo de que vendiera algunos muebles, pero ese dinero ya se acabó. El mismo me propuso después que vendiésemos los libros; yo también lo había pensado pero nunca me hubiera animado a sugerírselo. Como en el Apocalipsis, dijo, la devoración del libro. Aunque no lo creas estaba de buen ánimo, parecía incluso contento. Igualmente, no los voy a necesitar más, me dijo cuando los poníamos en las cajas, ya fui el camello en el desierto y el león; sólo me queda la transformación en niño y los niños no precisan tantos libros. ¿Tiene esto algún sentido? Sé que ahora va todos los días al Club Olimpo; me dijeron que llega a eso de las siete de la tarde, que pide un café y que se queda solo, sentado en una mesa, hasta que cierran. En fin, pensé que podía interesarte la colección de epistemología, o los libros de Bertrand Russell. No dejes de avisarme en todo caso.

Llevé la carta a la cocina y mientras me calentaba la cena volví a leer este último párrafo. Roderer lo había abandonado todo. ¿Qué otro significado podía tener la decisión de deshacerse de sus libros? Y sin embargo no podía creer que Cristina se equivocara respecto de su estado de ánimo y mucho menos que él fuera capaz de fingir un sentimiento. ¿A qué se debía entonces su alegría? La frase sobre leones y camellos tampoco me daba ninguna luz. Debe ser cierto que hay para cada deseo una mortificación o tal vez, simplemente, cosas que no se dejan ver antes de tiempo, pequeños misterios enloquecedores que esperan en la sombra su ocasión exacta. Saber aquello -si Roderer se había dado por vencido- era lo único que en ese momento me hubiera importado, la noticia que había estado esperando todos esos años, pero la carta de mi hermana, con ironía ejemplar, se negaba a darme una confirmación definitiva.

Me acosté muy tarde esa noche y dormí con un sueño breve, acosado, pero al día siguiente me desperté con mi buen humor de siempre, guardé la carta sin releerla, y con el ánimo despejado y resuelto fui hasta la Facultad y anoté en la lista de Cavandore mi nombre al pie. Este acto mínimo echó sobre mí, como la advertencia de que irme no me sería tan fácil, la carga más intrincada de trámites y papeles a la que jamás debí enfrentarme. Faltaban apenas dos meses para el inicio del año académico en Cambridge y Cavandore insistía en que estuviésemos allí desde el primer día. Yo había escrito unas líneas a mi casa anunciando mi decisión; por teléfono tuve que jurarle a mi madre que viajaría a Puente Viejo para despedirme: en esos años había espaciado cada vez más mis visitas, y en las últimas vacaciones, amparándome en el estudio, había evitado regresar. Esto me había valido, por supuesto, una infinidad de reproches, ruegos, inquisiciones, y finalmente un largo silencio ofendido que esta llamada suya quebraba por primera vez. Prometí pasar diez días en Puente Viejo pero a partir de entonces, como en un perfecto castigo de fábula, las fechas empezaron a encadenarse contra mi voluntad, de un modo inmanejable, y me obligaron a postergar este viaje de semana en semana hasta que apenas me quedaron libres los dos días anteriores al vuelo. De ese período caótico, del ir y venir de oficinas, de las gestiones arbitrarias, ridículas, del increíble entorpecimiento que me enredaba a cada paso, recuerdo sobre todo la aguda impresión de extrañeza cuando dejé por fin cerradas sobre la cama, en el departamento ya vacío, las dos valijas que iba a llevar en el avión y me puse a preparar el bolso con la muda de ropa que usaría en Puente Viejo. Fue como una sensación del futuro anticipada en el tiempo: la sensación de no pertenecer a ningún lado.

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