Apenas llegué a mi casa -y para no dejarme, creo, la posibilidad de arrepentir-me- les anuncié a mis padres mi propósito de ingresar en la Universidad al año siguiente. Esto significaba, bien lo sabían ellos, que me iría quizás para siempre de Puente Viejo. Mi madre, que se debatía entre el orgullo y la tristeza, trató débilmente de disuadirme para que me quedara un año más. A mi padre, que me conocía mejor, debió llamarle la atención que no me inclinara por una carrera humanística, pero no me hizo preguntas; tal vez aquel rué, aunque entonces no supe verlo, uno de los primeros indicios de ese desinterés progresivo con que se fue poco a poco apartando de todo. Cristina, que suponía en aquel tiempo que cualquier cosa que yo intentara me saldría bien, se interesó mucho más por averiguarlo todo sobre la casa donde vivía Roderer, sobre el lugar exacto del encuentro en la playa y sobre los mínimos detalles de la visita. En los días siguientes noté que desaparecía furtivamente por la tarde y una vez, sin poder contenerme, le hice una broma sobre las huellas de arena que dejaba al volver. Enrojeció de golpe y me miró de un modo tan dolorido que me callé de inmediato. Nunca había visto a mi hermana así, pero evité acercarme, preguntarle nada: prefería no enterarme, no saber. Ella, a su vez, se volvió reservada y me eludía, como si temiera de mí una advertencia, o un juicio. Inmerso en el libro de Holdein, respirando el aire venenoso que parecía extenderse más allá de las páginas, alzaba los ojos cuando ella abría la puerta al volver de la playa y en su cara grave, transfigurada, asistía a los estragos del amor.
Volví a la casa de Roderer una tarde de agosto, una de las tardes más extrañas de mi vida. Las calles del pueblo estaban desiertas y el viento, helado, cortaba los labios y hacía atronar el mar. La madre dio al verme una exclamación de alegría y me hizo señas para que me apresurara a entrar.
– Hijo, con este tiempo se animó a venir.
Me llevó hasta la cocina, donde había una gran estufa, y me ayudó a quitarme el sobretodo y la bufanda.
– Vaya a golpearle la puerta, que yo le preparo un buen café. Vaya, vaya: a Gustavo le va a dar mucha alegría verlo.
Golpeé dos veces, no muy seguro de que Roderer estuviera de acuerdo con ella. Lo encontré sentado frente al escritorio con el pelo revuelto y la cara desencajada, como si hubiera pasado la noche sin dormir. Había junto al sofá una salamandra encendida, que en la visita anterior no había visto; las llamas proyectaban sobre la pared unas inquietas figuras rojizas que no conseguían calentar el cuarto. Entró la madre con una bandeja y dos tazas.
– No entiendo -murmuró- por qué hace siempre tanto frío aquí. -Se inclinó a subir el fuego y sirvió luego el café.- Quería felicitarlo -me dijo sorpresivamente-: su mamá me contó que piensa ir a la Universidad el año que viene.
– Mi madre, ¡ya estuvo hablando! -dije alarmado-. No es nada seguro todavía, tengo que rendir muchos exámenes. No imaginaba que ustedes se conocían -añadí.
– La encuentro a veces en el almacén. -Movió a medias la cabeza hacia su hijo, sin decidirse a enfrentarlo.- Cómo quisiera yo que Gustavo también siguiese una carrera, tantas veces se lo dije… -Me tocó el brazo.-Capaz usted pueda convencerlo.
Miré a Roderer; sus ojos ardían de impaciencia y por un momento temí que fuera a gritarle, pero cuando nos quedamos solos volvió sobre el asunto, como sí de veras le interesara.
– Bueno -me preguntó-, ¿cuál fue la señalada?
– Decidí hacerte caso -le dije-: Matemática.
Roderer tomó mi frase, creo, en un sentido textual.
– Eso está bien, eso está muy bien -repetía pensativo, como si una pieza importante se hubiera colocado en el sitio justo. Contra lo que yo había supuesto la noticia parecía darle auténtica alegría. Extendió la mano sobre los libros amontonados en el escritorio.
– Esto se complica cada vez más, se está haciendo demasiado difícil como para que no necesite, en algún momento, también de la matemática. Y entonces tendría a quién recurrir: lo humano, después de todo, puede acudir a lo humano. Eso es -dijo entusiasmado, como si hubiese llegado a una resolución-: vas a ser mis ojos y mis oídos.
Lo miré, dudando de que hablara en serio; por primera vez se me ocurrió que el enclaustramiento quizá lo estuviera trastornando. Se había quedado absorto, con la taza de café a mitad de camino, como si estuviese verificando un último cabo suelto. De pronto me preguntó, en un tono inesperadamente cordial, qué me había parecido el libro de Holdein. Pensé con buen humor que si contestaba bien tal vez me convirtiera de siervo en aliado y hablé, con mi pedantería de entonces, un buen rato yo solo. Roderer asentía con aire atento a cada uno de mis juicios y a mis expresiones de entusiasmo pero esperaba, me di cuenta, que yo mencionara otra cosa, algo más; toda su atención estaba en realidad centrada en saber si yo diría aquello, fuera lo que fuere, y a medida que me escuchaba se iba decepcionando. Me detuve, algo ofendido. Hubo un silencio.
– Sí -dijo-, todo eso es cierto. -Y para animarme a seguir repitió una o dos de mis frases. Dichas por él, sin ningún énfasis ni calor, sonaban como elogios más o menos pueriles. Comprendió, creo, que estaba empeorando aun más las cosas y empezó de nuevo, en un tono cuidadoso.
– Todo lo que dijiste… lo sentí yo también, exactamente igual, en la primera lectura. Son, digamos, los aciertos, lo que está acabado. Pero en una gran obra también es revelador lo que quedó incompleto, o malogrado, las inconsecuencias, la parte de materia que no pudo ser dominada, los puntos de dificultad extrema en que para seguir adelante se debe perder algo. Es inevitable -siguió-, porque toda obra, aun la más compleja, es una simplificación, una reducción. Del infinito caótico, acribillado de hechos y relaciones y sólo a medias coherente que tiene delante de sí el escritor, a la finitud del libro, los pocos elementos con los que puede quedarse y que debe disponer del mejor modo posible para crear la ilusión, apenas una ilusión, de las magnitudes reales. Eso es lo acabado en el fondo: una simulación racional, un artificio. Pero en las equivocaciones, a través de las grietas, uno puede asomarse a veces al verdadero abismo, a la visión original.
– ¿Sí? -dije, todavía resentido-. ¿Y en qué se equivocó el pobre Holdein?
Roderer pasó por alto mi tono irónico.
– ¿No te llamó la atención, por ejemplo, el tema de las pasiones? Lindstróm está descrito al principio como alguien para quien ningún sentimiento existe. Apenas percibía, se dice en las primeras páginas, en qué compañía estaba: un halo de frialdad lo rodeaba. Y cuando le preguntan si existe para él una pasión más fuerte que el amor responde sin dudar: Sí, la curiosidad del espíritu. Holdein fue valiente en escribir esto, en formular un héroe así, enteramente cerebral. Pero después, en el primer encuentro con la primera pasión real, ¿no cae Lindstróm demasiado pronto, demasiado fácilmente? Ese romance con la prostituta, ¿no es un poco decepcionante? Por lo menos, hay que reconocer, es extraño. Extraño, por supuesto, respecto de la personalidad de Lindstróm, la aventura en sí es muy vulgar, casi un lugar común de la literatura; se nota incluso que a Holdein le incomoda contarla: está narrada, y no por puritanismo, del modo más indirecto posible, y como no puede justificarla termina hablando de una "transformación química" en la naturaleza de Lindstróm. Toda la historia parece insertada. ¿Pero por qué necesitaba incluirla?
– Se explica más adelante -dije yo-: representa la perdición, el acto en que Lindstróm sacrifica su salvación.
– Se dice eso, es cierto; pero no deja de sonar como una justificación a posteriori, un esfuerzo de astucia para no retroceder ante lo escrito, para salvarlo yendo más allá, y en el fondo sólo consigue empeorar las cosas. Porque el amor puede provocar mil caídas pero no la perdición. Es un terreno demasiado resguardado por lo divino; en todo abrazo, aun en el que pueda parecer más depravado, hay un vestigio religioso, un eco de la comunión. -No necesito decir lo desconcertantes, lo insólitas que sonaban en su boca palabras como "amor" o "abrazo". Y sin embargo yo no dejaba de sentirme algo impresionado, porque Roderer, que después de todo tenía la misma edad que yo, parecía saber hondamente de qué estaba hablando.- La perdición -dijo y su voz vibró por un instante, antes de recuperar la frialdad de siempre-se supone que es un acto solitario, a espaldas de todos los hombres; un acto, además, que debe ser tan terrible como para desafiar una misericordia infinita. Hay en realidad una sola ofensa a Dios sin retorno: el intento de suplantarlo.
– El asesinato, como en Dostoievski -dije yo.
– O el conocimiento -y debió advertir en mí un gesto de sorpresa porque añadió secamente-. No por supuesto las cuatro o cinco leyes con que se entretienen los hombres; no las sobras, la cuota de sabiduría tolerada, sino el verdadero conocimiento, el logos, que resguardan juntos el Diablo y Dios.
Sus ojos se habían endurecido, como si por un momento hubiera dejado de hablar en sentido figurado; parecía estar viendo realmente delante de sí a dos enemigos alzados en su contra. Se dirigió otra vez a mí con una sonrisa tensa.
– En todo caso, ya ves que el idilio de Lindstróm con esa María Magdalena no podría escandalizar al Señor.
– Puede ser -arriesgué- que haya incluido la historia no porque fuera importante en sí misma sino porque la necesitaba luego en la trama. Justamente -recordé-: en esa relación contrae la enfermedad venérea, el foco febril que le permite después percibir al Diablo.
– No -dijo Roderer, como si ya hubiera considerado esa posibilidad-. Si fuera sólo cuestión de percepciones, hay otro medio más efectivo que cualquier enfermedad venérea, mucho más acorde con la personalidad de Lindstróm.
Se detuvo, como si no estuviera muy seguro de que debiera seguir hablando.
– ¿Cuál? -pregunté. Quería oírselo decir. Me miró, imperturbable.
– El que utilizó Magritte y sobre el que tanto nos ilustró el doctor Rago. Concuerda perfectamente con la época y hubiera sido menos artificioso. Holdein tiene que asesinar a dos médicos para impedir que curen a Lindstróm; dos asesinatos, sólo para hacer verosímil el grado de avance de esa sífilis.
Se me ocurrió que la razón también podía ser trivial.
– ¿No será simplemente una aventura que el propio Holdein vivió y no pudo resistirse a escribir? Al fin y al cabo, en todos sus otros libros y aquí mismo, en mil lugares, usa su biografía: Lindstróm es él.