– Ya voy -dije para rescatarlo. Asintió con gratitud. Le devolví a Jeremías la caja con las piezas y lo alcance en la escalera. Cuando salimos le pregunte donde vivía; era una de las casas detrás de los medanos; podíamos caminar una cuadra juntos.
Ya se acababan las vacaciones y el aire tenia ese frío premonitorio, desconsolador, de los primeros días de otoño. Los veraneantes se habían ido; el pueblo estaba otra vez vacío y silencioso. Roderer escuchaba el rumor lejano del mar; no parecía dispuesto a volver a hablar. Ladraron de pronto unos perros al costado del camino. Me pareció que a mi lado Roderer se ponía tenso y trataba de ubicarlos en la oscuridad.
– Hay muchos perros sueltos aquí -dije-: la gente los abandona después de la temporada.
Roderer no hizo ningún comentario. Le pregunte a cual colegio pensaba ir.
– No se. -Lo dijo con un tono grave y cortante, como si fuese una cuestión que le hubiera traído ya demasiados problemas y quisiera apartarla de si.
– Igual, no hay mucho para elegir; esta el Mariano Moreno, donde voy yo, o si no el Don Bosco.
Roderer negó con la cabeza.
– No se si voy a ir al colegio -dijo.