– Déjeme adivinar -me dijo y puso una cómica cara de embeleso-: carta para una novia.
Admití, riendo, que era algo así. Nos miramos con afecto.
– Se dejó el pelo largo. Y está más flaco. ¿Su novia no sabe cocinar?
– Y usted se cambió el peinado -dije.
– Sí que es observador. -Se tocó ligeramente el pelo.- No me quedó más remedio: tengo un quiste aquí y últimamente creció un poco. Nada serio, dicen los médicos. Pero feo de ver. A mi edad -suspiró- nada se hace por simple coquetería.
– ¿Cómo está Gustavo? -pregunté.
– Igual que siempre -dijo desalentada-. Encerrado. Pero escúcheme: si usted sigue tan caballero como lo recuerdo, podría ayudarme con este paquete y hablar un rato con él. Son frascos de dulce de leche. ¿Estaba enterado de mi nueva ocupación? Le voy a hacer probar mis alfajores.
Durante el camino me siguió hablando con ese entusiasmo casi juvenil que me hacía sentir vagamente culpable; yo la escuchaba sólo a medias: estaba pensando cómo sería volver a entrar en esa casa, ver otra vez a Roderer. Elogié mecánicamente un cantero de azaleas en el jardín de entrada.
– Me habían dicho que no iban a crecer aquí -dijo, orgullosa, y se detuvo un instante a contemplarlas-. Pero ya ve. -Se inclinó para arrancar un yuyo, las miró otra vez y me sonrió, algo avergonzada:- Será porque yo les hablo.
Me ayudó con el paquete en los escalones del porch y se adelantó para abrir la puerta.
– ¡Gustavo! -escuché que llamaba. Entré y dejé los frascos en la cocina-. ¡Gustavo! -volvió a gritar la madre-: Una sorpresa.
Roderer se asomó a la puerta del cuarto y me saludó apenas con un gesto. No había cambiado nada. Forzando la atención me pareció que tal vez sus ojos estaban algo más brillantes y que sus manos tenían un ligero temblor nervioso que yo no recordaba. También el cuarto estaba intocado, como si el tiempo no hubiera transcurrido allí adentro. Saqué por mi cuenta la pila de libros de una de las sillas, decidido esta vez a no tomármelo en serio.
– ¿Sigues encadenado a este montón de libros cubiertos por el polvo que envuelve desde el viejo papel hasta lo alto de las bóvedas?
Roderer sonrió a su pesar; yo seguí, entusiasmado, imitando el tono grandilocuente de las representaciones universitarias.
– ¡Sal al ancho mundo! En vano es esperar que una árida reflexión te explique los signos sagrados.
– El ancho mundo… como trampa es demasiado vieja; así tentó a Cristo en la cima del monte. Todas estas cosas te daré: los reinos y la gloria de este mundo. Con tal de que cediera a la vida, de hacerlo vivir una vida humana. Ese es su juego: extinguirnos en el mundo. Pero el mundo es sólo un ejemplo, los reinos de este mundo son los reinos de lo accidental.
– Puede ser, pero tenes que reconocer que hay accidentes muy admirables.
Roderer siguió mi mirada. Dos chicas que volvían de la playa se habían detenido casi frente al ventanal. Esperaban a otras dos que venían algo más atrás, con una loneta y una sombrilla. Cuando cruzaron, una de ellas señaló, riendo, hacia nosotros y antes de desaparecer las dos últimas se dieron vuelta y alzaron la mano para saludarnos. Me di cuenta de que tenía en ese momento una leve ventaja: Roderer no podía saber cuánto había cambiado yo en aquel ano. Esto me dio una repentina sensación de impunidad.
– Esa tentación -dije- no vas a poder resistirla.
– Claro que sí -me respondió, molesto; y luego, como arrepintiéndose de su brusquedad, me dijo en otro tono-: Si algo sé es que lo que no se reveló hasta ahora a nadie no lo voy a tener por menos de la vida entera. Y eso es lo que estoy pagando, no lo dudes, por conocer la respuesta.
– Pero ¿y si no hubiera respuesta? ¿Si pudiera demostrarse, por ejemplo, que la solución está fuera de los límites de la razón humana?
– Si te referís a los argumentos kantianos…
– No. Estaba pensando en un resultado de la lógica matemática que se probó hace muy poco, un teorema absolutamente irrefutable. Se lo escuché mencionar a Cavandore, un matemático argentino que está en Cambridge y dio en Buenos Aires una serie de conferencias. Dijo que los alcances no están todavía del todo aclarados, pero que puede ser el último clavo para enterrar la filosofía. Lo que demuestra el teorema, básicamente, es la insuficiencia de todos los sistemas conocidos hasta ahora. De todos: desde las cosmogonías más antiguas y los grandes sistemas del siglo diecinueve hasta los últimos intentos del estructuralismo y el Círculo de Viena. Esto solo, aunque ya es bastante impresionante -dije, tratando de repetir las palabras de Cavandore- no sería tan nuevo, porque después de todo la sensación de ese fracaso ya está, de mil modos, y desde hace más de un siglo, en el espíritu de la época; está, incluso, dentro de la filosofía, desde Kant en adelante. Que ahora los matemáticos lo pongan en fórmulas no debería sobresaltar a nadie. Pero lo que si es nuevo, lo que hace al teorema verdaderamente extraordinario, es que en la demostración se logra abstraer la noción exacta de sistema filosófico y entonces el resultado central, por lo que parece, podría aplicarse no sólo hacia atrás, como hasta ahora, para invalidar los sistemas conocidos, sino también hacia adelante, lo que liquidaría la posibilidad de cualquier pensamiento filosófico futuro.
Esto último dio de lleno en el blanco. Roderer se demudó y dijo contra su voluntad:
– Parece interesante; me gustaría verlo.
– Sí, me imaginé que te interesaría; le pedí las referencias a Cavandore y lo estudié por mi cuenta: la matemática que se usa es bastante elemental. Puedo enseñártelo si querés -dije. Por primera vez estaba disfrutando-. Claro que hacer la demostración en detalle llevará su tiempo, hay algunas definiciones que deberías aprender; pero mañana o cualquier otro día podemos empezar.
– Hoy mismo; puedo decirle a mi madre que prepare algo de comer para más tarde. ¿O necesitas traer algún libro?
El tono imperioso de Roderer, que antes me hubiera sublevado, esta vez me hizo sonreír.
– No; me lo acuerdo bien. Sólo voy a precisar lápiz y papel.
Se trataba, por supuesto, del gran Teorema de Seldom, que estaba conmocionando al mundo de las matemáticas, el resultado más profundo que daba la lógica desde los teoremas de Gódel de los años treinta. Ya se sabía que Seldom había ido mucho más allá; sólo faltaba precisar cuánto. Existe ahora una versión aligerada de la demostración, debida, creo, a Liéger y Sachs; la prueba original de Seldom era larga y fatigosa y tuve, naturalmente, que empezar desde muy atrás: Roderer apenas recordaba la matemática del secundario. Me había dado unas hojas cuadradas, muy grandes, con los bordes amarillentos, que empecé a llenar con las primeras definiciones y con algunos ejemplos muy sencillos. Avanzábamos con una lentitud insólita: un momento, me decía casi a cada paso y se quedaba largo rato cavilando sobre la implicación más obvia, o bien, me hacía preguntas desconcertantes, preguntas que a cualquier otro le hubieran hecho sospechar que Roderer no entendía nada de nada. Pero yo me acordaba demasiado bien de cierta partida de ajedrez y no estaba dispuesto a subestimarlo. Al principio creí que trataba de comparar esos conceptos matemáticos que eran nuevos para él con las categorías filosóficas usuales; que quería, por así decirlo, asegurarse de estar entendiendo en toda su extensión los términos del lenguaje formal. Pero el recelo con que analizaba cada uno de los argumentos me hizo pensar luego algo mucho más descabellado, algo increíble, y que sin embargo se correspondía perfectamente con su modo de ser: que Roderer, con su media clase de matemática, estuviera tratando de detectar un error en la demostración de Seldom.
Fuera como fuere, demoré casi una semana en llegar al resultado crucial de la teoría. La madre me abría encantada la puerta cada tarde y nos preparaba sandwiches a la hora de cenar, o nos llevaba café cuando se hacía muy tarde. Siempre era yo el que proponía continuar al día siguiente; cuando me levantaba de mi silla, Roderer juntaba y numeraba las hojas escritas y al despedirme me quedaba la sensación de que apenas yo cerraba la puerta él volvía a sentarse y las seguía repasando toda la noche.
El último día, como si por fin se hubiese resignado, me escuchó sin interrumpirme, en un silencio hosco, casi desatento. Reuní uno a uno los hilos de la demostración, obligándolo a reconocer la justeza de cada uno, y tiré de ellos a la vez con el argumento simple y milagroso de Seldom. Roderer no hizo ningún gesto: su cara se mantuvo imperturbable, como si no lo hubiera alcanzado todavía la revelación que contenía el teorema.
– No se habla aquí de sistemas filosóficos -dije-, pero por supuesto, todo sistema filosófico es una teoría axiomática en el sentido de Seldom: las cosmogonías antiguas, el sistema aristotélico, las monadas de Leibniz, incluso la dialéctica hegeliana, o la marxista, todas son concepciones basadas en una cantidad finita de postulados. La idea misma de sistema filosófico precisa que se fije, aunque sea provisoriamente, alguna noción primitiva sobre la que pueda hacer pie la razón. Y como caen dentro de las hipótesis del teorema están condenados a la paradoja de Seldom: o bien son decidibles y en ese caso no pueden pretender un gran alcance, porque son demasiado simples, o bien, si tienen el mínimo necesario de complejidad, ellos mismos originan sus fórmulas inaccesibles, sus preguntas sin respuesta. En fin -dije, cobrándome una antigua cuenta-: o la escala es muy pequeña, o tienen agujeros insalvables.
Roderer guardó en silencio las últimas hojas con las demás y me despidió luego fríamente. Cuando abandoné la casa, cuando salí al aire tibio y sereno de la tarde, me invadió una euforia difícil de explicar, una alegría casi insana. Ya se había ido el sol pero persistía esa claridad extendida de los atardeceres de verano. Bajé a la playa, que estaba desierta, y corrí por la franja de arena húmeda junto a la orilla; corrí como un enloquecido, llevado en el aire por el estruendo profundo del mar, y en el vértigo de los pies sentí que la vida se bastaba de nuevo a sí misma.