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Roderer, confundido, miró en torno; también a nosotros parecía vernos por primera vez.

– ¿O es que somos demasiado pueblerinos para usted?

– No, no es eso.

– ¿Qué es, entonces?

Hubo otro silencio; Roderer se debatía angustiosamente, sin conseguir hablar.

– Es… el tiempo -dijo por fin-. No tengo tiempo -y como si hubiera dado por accidente con la única formulación posible repitió, con voz más firme-. No tengo tiempo.

– Ya veo: no es que nos desprecie; sólo que no tiene tiempo para nosotros.

Alguien rió y luego todos rieron. Roderer miró con un asombro dolorido el efecto que habían causado sus palabras, pero a Marisa Brun, creo, la venció el despecho, porque dijo todavía, para que lo abrumaran las carcajadas:

– Siéntese, por favor: no le hacemos perder más tiempo.

Cuando salimos al recreo, al dar vuelta en uno de los pasillos, prácticamente me choqué con él. Ya nos habíamos cruzado en otras ocasiones, pero esta vez me pareció bien hablarle. Le reproché, en broma, que no hubiera vuelto al Club para darme la revancha al ajedrez.

– Es que el ajedrez… -dudó, como si fuera a encogerse de hombros-. Nunca me interesó demasiado. Era sólo un experimento; un modelo. En pequeña escala, por supuesto.

No alcancé a entender aquello, pero me sonó irritante, igual que cuando había dicho antes: No sé si voy a ir al colegio. El debería haber contemplado que el ajedrez podía ser importante para mí. No es que hubiera exactamente en sus palabras afectación, o pedantería; incluso había tenido casi una nota de modestia al reconocer que la escala era pequeña. Pero esta es sin duda la maldición de la inteligencia, que aun cuando se propone ser modesta resulta ofensiva. Por otro lado, me daba cuenta, sin Roderer como adversario aquel año podría ganar el Torneo Anual. Esto me hizo recobrar el buen humor. Mientras bajábamos la escalera hacia el patio miré la tapa del libro que Roderer llevaba bajo el brazo: era La figura en el tapiz. Me acordaba borrosamente de haberlo leído. Se lo dije y tuve la impresión de que se alegraba; me preguntó qué me había parecido. Traté inútilmente de hacer memoria: apenas recordaba algo del principio, el diálogo en que el escritor famoso desafía al crítico a descubrir la intención general de toda su obra, la figura formada por el conjunto de sus libros. Los demás personajes y el resto de la trama se me habían olvidado por completo; no conseguía recordar siquiera si me había gustado o no, pero decidí tomarme una pequeña venganza. Dije, en tono condescendiente, que el tema era interesante, pero que el estilo incurablemente evasivo de James había acabado por malograrlo. Roderer no pareció demasiado herido sino solamente algo extrañado. -Es que hay que leerlo como un texto filosófico -dijo-. Es, en el fondo, como El camino a la sabiduría: absorberlo todo, rechazarlo todo y luego, olvidarlo todo.

Habíamos desembocado en el patio. Escuché desde una de las esquinas un murmullo de risas ahogadas. Mi hermana se había separado de su grupo de amigas y venía hacia nosotros. Sentí ese indefinible orgullo que me daba siempre mirarla: era verdaderamente bonita. Me preguntó algo que, por supuesto, no esperaba que yo respondiera.

– Bueno -me dijo, alzando hacia Roderer sus grandes ojos-: ¿no nos vas a presentar?

Dije los nombres y Cristina extendió a Roderer su cara como para que le diera un beso. Lo hizo de un modo absolutamente natural y encantador y Roderer, contagiado por aquel gesto, dio un paso para besarla, pero algo lo detuvo, como si lo hubiera aniquilado un pensamiento espantoso y se quedó inmóvil y aun retrocedió un poco. Hubo un momento de terrible incomodidad. Mi hermana sonrió con heroísmo.

– ¿Ya no se dan besos en la ciudad?

El nos miró a los dos, consternado.

– Estoy enfermo -dijo.

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