– ¿Y la impresión?
– Usted sabe muy bien que la xilografía sólo es un grabado en relieve: un taco de madera cortado en el sentido de la fibra, cubierto con un fondo blanco sobre el que se dibuja la composición. Después hay que tallarlo, y en las crestas o aristas se aplica la tinta para su transferencia al papel… Cuando reproducimos xilografías existen dos posibilidades: una es la copia del dibujo, esta vez mejor en resina. Aunque la alternativa, si se dispone de un buen artista grabador, es hacer otra xilografía auténtica, en madera, con la misma técnica que los originales de la época, y aplicarla directamente a la impresión… En mi caso, disponiendo de un buen grabador como mi hermano, yo recurriría a la impresión artesanal en madera. Siempre que sea posible, el arte debe emular al arte.
– Y es más limpio -matizó Pablo.
Corso le brindó su mueca cómplice.
– Como en el Speculum de la Sorbona.
– Quizás. Es posible que su autor, o autores, pensaran del mismo modo… ¿No te parece, Pablo?
– Sin duda eran unos románticos -asintió el otro, con sonrisa que no llegaba a cuajar del todo.
– Sin duda. -Corso señalaba el libro-. Y ahora, sentencien.
– Yo diría que es auténtico -respondió Pedro Ceniza sin vacilar-. Nosotros mismos seríamos incapaces de conseguir algo tan perfecto. Fíjese: calidad de papel, manchas de páginas, tonos idénticos, alteraciones de tinta, tipografía… No es imposible que haya en él hojas infiltradas; pero lo considero improbable. Si de una falsificación se trata, la única explicación es que también sea de época… ¿Cuántos ejemplares se conocen?… ¿Tres? Supongo que se ha considerado la posibilidad de que los tres sean falsos.
– La he considerado. ¿Qué me dice de las xilografías?
– Que son extrañas, desde luego. Con todos esos símbolos… Pero también son de época. El grado de presión de las planchas es idéntico. La tinta, los tonos del papel… Quizá la clave no esté en cómo y cuándo fueron impresos, sino en lo que hay dentro. Lamentamos no llegar más allá.
– Se equivoca. -Corso se dispuso a cerrar el libro-. En realidad hemos ido muy lejos.
Pedro Ceniza lo detuvo con un gesto.
– Todavía una cosa… Aunque imagino que habrá reparado en ello: las marcas de grabador.
Corso lo miró, confuso.
– No sé a qué se refiere.
– A las firmas microscópicas que hay al pie de cada ilustración… Enséñaselas, Pablo.
El hermano menor hizo ademán de frotarse las manos en el guardapolvo, para secar un sudor imposible. Después, acercándose a Las Nueve Puertas , le mostró a Corso algunas páginas a través de la lupa.
– Cada grabado -explicó- lleva las abreviaturas habituales: Inv . por invenit , con la firma del artista original, y Sculp . por sculpsit , el grabador… Observe. En siete de las nueve xilografías figura la abreviatura A. TORCH . como sculp . y como inv . Está claro que el mismo impresor dibujó y grabó siete láminas. Pero en las otras dos sólo aparece como sculp . Eso quiere decir que se limitó a grabarlas Y que el creador del dibujo original, el inv ., fue otro: alguien que respondía a las iniciales L. F .
Pedro Ceniza, que había seguido la explicación de su hermano con breves movimientos de cabeza aprobando sus palabras, encendió su enésimo cigarrillo.
– ¿No está mal, verdad? -se puso a toser entre el humo, con una lucecita maligna en los ojillos de ratón astuto, pendiente de la cara que ponía Corso-. Aunque lo quemaran a él, ese impresor no estaba solo.
– No -rubricó el hermano, soltando una risa lúgubre-. Alguien lo ayudó a encenderse la hoguera bajo los pies.
Aquella misma tarde, Corso recibió la visita de Liana Taillefer. La viuda se presentó en su casa sin avisar, a esa hora incierta en que, junto al mirador que da a poniente, vestido con descolorida camisa de algodón y un viejo pantalón de pana, el cazador de libros veía arder en rojos y ocres los tejados de la ciudad. Tal vez no fuera el momento idóneo, y muchas cosas de las que ocurrieron más tarde se habrían evitado, quizá, de presentarse ella a otra hora del día. Pero eso no se sabrá nunca. Los hechos que sí podemos establecer son éstos: Corso estaba frente al mirador, su mirada empezaba a enturbiarse a medida que el contenido del vaso de ginebra descendía de nivel, en ese momento sonó el timbre de la puerta, y Liana Taillefer -rubia, altísima, impresionante en una gabardina inglesa sobre traje sastre y medias negras-, apareció en el umbral. Se recogía el cabello en un moño bajo el sombrero Borsalino color tabaco y de ala ancha que llevaba un poco ladeado, con una gallardía que le iba muy bien; ese aire de mujer hermosa segura de serlo, dispuesta a que todos tomen nota de ello.
– ¿A qué debo el honor? -preguntó Corso. Era una frase estúpida, aunque a esa hora y con la Bols de por medio tampoco era justo exigir brillantez en el diálogo. Liana Taillefer daba ya unos pasos por la habitación y se detenía ante la mesa de trabajo, donde estaba la carpeta del manuscrito Dumas junto al ordenador y las cajas de disquetes.
– ¿Sigue trabajando en esto? -Claro.
Apartó los ojos de El vino de Anjou para echar un tranquilo vistazo alrededor, a los libros que cubrían las paredes y se amontonaban por todas partes. Corso comprendió que buscaba fotos, recuerdos, indicios que permitieran calibrar al dueño de la casa. Enarcaba una ceja, incómoda y arrogante, al no conseguir su objetivo. Por fin terminó deteniéndose en el sable de la Vieja Guardia.
– ¿Colecciona espadas?
Inferencia lógica, se llamaba esa conclusión. De tipo inductivo. Al menos, pensó Corso con alivio, el ingenio de Liana Taillefer para normalizar situaciones embarazosas no figuraba a la altura de su apariencia. Salvo que estuviese tomándole el pelo. Así que sonrió un poco, esquinado y cauto.
– Colecciono ésa. Se llama sable.
La mujer asintió, inexpresiva. Imposible saber si era simple o buena actriz.
– ¿Herencia de familia?
– Adquisición -mintió Corso-. Pensé que estaría bonito en la pared. Tanto libro se hace monótono.
– ¿Por qué no tiene cuadros, ni fotos?
– No hay nadie a quien me apetezca recordar -pensó en la foto con marco de plata, el difunto Taillefer con mandil troceando el cochinillo-. Su caso es distinto, naturalmente.
Lo observó con fijeza, quizá para determinar el grado de insolencia de sus palabras; había un toque de acero en los ojos azules, tan helados que daban frío. Anduvo un poco más por la habitación deteniéndose ante algunos libros, el paisaje del mirador y, de nuevo, la mesa de trabajo. Deslizó un dedo con uña lacada en rojo sangre sobre la carpeta del manuscrito Dumas. Tal vez esperaba de Corso algún comentario, pero éste no dijo nada; se limitó a aguardar, paciente. Si ella pretendía algo, y saltaba a la vista que sí, la dejaría hacer su propio trabajo sucio. No estaba dispuesto a facilitar las cosas.
– ¿Me puedo sentar?
Aquella voz un poco ronca. El eco de una mala noche, recordaba Corso. Él permaneció de pie en mitad del cuarto, las manos en los bolsillos del pantalón, expectante. Liana Taillefer se quitó el sombrero y la gabardina, y tras mirar en torno con uno de aquellos movimientos lentos e interminables, escogió un viejo sofá. Después fue hasta allí para sentarse despacio -la falda del traje sastre resultaba muy corta en esa posición-, cruzando las piernas con un efecto que cualquiera, incluso el cazador de libros con media ginebra menos en el cuerpo, habría definido como demoledor.
– Vengo a hablar de negocios.
Evidente. Aquel despliegue no era desinteresado bajo ningún concepto. Corso poseía tanta autoestima como el que más, pero distaba de ser un bobo.
– Hablemos -dijo-. ¿Ha cenado ya con Flavio La Ponte?
No hubo reacción. Durante unos segundos siguió mirándolo imperturbable, con el mismo aire de seguridad desdeñosa.
– Aún no -respondió al fin, sin alterarse-. Primero deseaba verlo a usted.
– Pues ya me está viendo.
Liana Taillefer se recostó un poco más en el sofá. Una de sus manos descansaba sobre una grieta en la ajada tapicería de cuero, por donde se veía el relleno de crin.
– Usted trabaja por dinero -dijo.
– En efecto.
– Se vende al mejor postor.
– A veces -Corso mostró un colmillo en el ángulo de la boca; estaba en su territorio y podía desterrar la mueca de conejo simpático-. Por lo general lo que hago es alquilarme. Como Humphrey Bogart en las películas. O como las furcias.
Para una viuda que hacía bordaditos en el colegio cuando niña, Liana Taillefer no pareció escandalizada por el lenguaje:
– Quiero ofrecerle trabajo.
– Qué bien. Todo el mundo me ofrece trabajo últimamente.
– Le pagaré mucho dinero.
– Estupendo. También todo el mundo me paga mucho dinero estos días.
Ella había tirado de un cabo de crin de los que asomaban por el brazo roto del sofá. Lo enrollaba, distraída, en torno al dedo índice.
– ¿Qué le cobra a su amigo La Ponte?
– ¿A Flavio?… Nada. A ése no hay quien le saque un duro.
– ¿Por qué trabaja para él, entonces?
– Usted lo ha dicho. Es mi amigo.
La oyó repetir la palabra, pensativa.
– Suena rara en usted -dijo al cabo; apuntaba una sonrisa casi imperceptible, de curioso desdén-. ¿También tiene amigas?
Corso le miró las piernas sin prisa, desde los tobillos a los muslos. Con descaro.
– Tengo recuerdos. El suyo puede serme útil esta noche.
Soportó estoica la grosería. O tal vez, dudó Corso, no captaba la delicada referencia del asunto.
– Diga una cifra -propuso con frialdad-. Quiero el manuscrito de mi marido.
El negocio tomaba buen aspecto. Corso fue a sentarse en una butaca frente a Liana Taillefer. Desde allí la panorámica de sus piernas enfundadas en medias negras era mejor: se había quitado los zapatos y apoyaba los pies descalzos en la alfombra.
– La otra vez me pareció poco interesada.
– Lo he pensado más. Ese manuscrito tiene un carácter…
– ¿Sentimental? -apuntó Corso, zumbón.
– Algo así -su voz sonaba ahora desafiante-. Pero no en el sentido que supone.
– ¿Y qué está dispuesta a hacer por él?
– Ya lo he dicho. Pagarle.
Corso esgrimió una sonrisa desvergonzada.
– Me ofende. Yo soy un profesional.
– Usted es un mercenario profesional, y ésos cambian de bando; yo también leo libros.