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– Mi cliente es amigo -puntualizó, neutro-. Se trata de un servicio personal.

– Comprendo, pero no sé si voy a serle útil. He visto algunos originales, y éste podría ser auténtico; aunque certificarlo es otra cosa. Para eso necesita un buen grafólogo… Conozco uno excelente en París: Achille Replinger. Tiene una librería especializada en autógrafos y documentos históricos cerca de Saint-Germain des Prés… Experto en autores franceses del xix, hombre encantador y buen amigo mío -señalé uno de los marcos colgados en la pared-. Esa carta de Balzac me la vendió él hace años. Carísima, por cierto.

Saqué la agenda a fin de copiar la dirección, y añadí una tarjeta para Corso. La guardó en una gastada billetera llena de notas y papeles, antes de extraer del gabán un bloc y un lápiz de los que tienen una goma de borrar en el extremo. La goma estaba mordisqueada, igual que la de un escolar.

– ¿Puedo hacerle unas preguntas?

– Claro que sí.

– ¿Conocía la existencia de algún capítulo autógrafo completo de Los tres mosqueteros ?

Negué con la cabeza antes de responder, mientras volvía a ponerle el capuchón a la Montblanc.

– No. Esa obra apareció por entregas en Le Siécle , entre marzo y julio de 1844… Una vez compuesto el texto por un tipógrafo, el original manuscrito iba a la papelera. Sin embargo, quedaron algunos fragmentos; puede consultarlos en un apéndice de la edición Garnier de 1968.

– Cuatro meses es poco -Corso mordía el extremo del lápiz, pensativo-. Dumas escribió rápido.

– En esa época todos lo hacían. Stendhal compuso su Cartuja en siete semanas. De todas formas, Dumas utilizaba colaboradores: negros , en jerga del oficio. El de Los mosqueteros se llamó Augusto Maquet… Trabajaron juntos en la continuación, Veinte años después , y en El vizconde de Bragelonne , que cierra el ciclo. También en El conde de Montecristo y en algunas novelas más… Ésas sí las habrá leído usted, supongo.

– Claro. Como todo el mundo.

– Como todo el mundo en otros tiempos, querrá decir… -hojeé con respeto las páginas del manuscrito-. Está lejos la época en que una firma de Dumas multiplicaba tiradas y enriquecía editores. Casi todas sus novelas aparecieron así, por entregas, con el continuará en el próximo número a pie de página, y el público se quedaba con el alma en vilo hasta el siguiente capítulo… Aunque usted ya sabe todo eso.

– No se preocupe. Continúe.

– ¿Qué más quiere que le diga? En el folletín canónico, la clave del éxito es simple: el héroe, la heroína, tienen virtudes o rasgos que obligan al lector a identificarse con él… Si eso ocurre hoy con las telenovelas, imagínese el efecto, en aquella época sin radio ni televisión, sobre una burguesía ávida de sorpresas y entretenimiento, poco exigente en cuanto a calidad formal o buen gusto… Así lo comprendió el genio de Dumas, y con sabia alquimia fabricó un producto de laboratorio: unas gotas de esto, un poco de aquello, y su talento. Resultado: una droga que creaba adictos -me señalé el pecho, no sin orgullo-. Que aún los crea.

Corso tomaba notas. Puntilloso, desaprensivo y letal como una mamba negra, lo definiría después uno de sus conocidos, cuando salió el nombre a colación. Tenía un modo singular de situarse frente a otros, de mirar a través de las gafas torcidas y asentir despacio con cierta duda razonable y bienintencionada; igual que una furcia al encajar, tolerante, un soneto sobre Cupido. Como dándote oportunidad de rectificar antes de que todo aquello fuera definitivo.

Al cabo de un momento se detuvo y levantó la cabeza.

– Pero usted no limita su trabajo a la novela popular. Es un crítico conocido por otras actividades… -pareció dudar, buscando el término-. Más serias. Y el propio Dumas definía sus obras como literatura fácil… Eso suena a desdén hacia el público.

Aquella finta situaba bien a mi interlocutor; era una de sus firmas, como la sota de Rocambole en el lugar de autos. Planteaba las cosas desde lejos, en apariencia sin tomar partido, pero incomodando con pequeños golpes de guerrilla. Alguien que se irrita habla, esgrime argumentos y justificaciones, lo que equivale a más información para el adversario. Aún así, o tal vez por eso, porque no nací ayer y comprendía la táctica de Corso, me sentí irritado:

– No caiga en lugares comunes -respondí, impaciente-. El folletín produjo mucho papel deleznable, pero Dumas estaba por encima de eso… En literatura, el tiempo es un naufragio en el que Dios reconoce a los suyos; lo desafío a que cite héroes de ficción que sobrevivan con la salud de d'Artagnan y sus compañeros, salvo, quizás, el Sherlock Holmes de Conan Doyle… El ciclo de Los mosqueteros constituye una novela de capa y espada indudablemente folletinesca; encontrará ahí todos los pecados propios de su clase. Pero es también un folletín ilustre, más allá de los niveles habituales del género. Una historia de amistad y aventuras que permanece fresca a pesar del cambio de gustos y del estúpido descrédito en que ha caído la acción. Parece que, desde Joyce, debamos resignarnos a Molly Bloom y renunciar a Nausicaa tras el naufragio, en una playa… ¿Nunca leyó mi opúsculo Viernes o la aguja de marear ?… Si de un Ulises se trata, me quedo con el de Homero.

Alcé un punto el tono al llegar ahí, acechando la reacción de Corso. Sonreía a medias sin soltar prenda, pero yo recordaba la expresión de sus ojos cuando cité a Scaramouche, y me sentía en buen camino.

– Sé a qué se refiere -dijo por fin-. Sus opiniones son conocidas y polémicas, señor Balkan.

– Mis opiniones son conocidas porque he procurado que lo sean. Y en cuanto a despreciar al público, como aseguraba usted hace un momento, quizá no sepa que el autor de Los tres mosqueteros se batió en la calle durante las revoluciones de 1830 y 1848 y proporcionó armas, pagándolas de su bolsillo, a Garibaldi… No olvide que el padre de Dumas era un conocido general republicano… Aquel hombre rezumaba amor al pueblo y a la libertad.

– Aunque su respeto por el rigor de los hechos fuese relativo.

– Eso es lo de menos. ¿Sabe qué respondía a quienes le acusaban de violar la Historia?… «La violo, es cierto. Pero le hago bellas criaturas. »

Puse la estilográfica sobre la mesa y me levanté, acercándome a las vitrinas llenas de libros que cubren las paredes de mi despacho. Abrí una para elegir un tomo encuadernado en piel oscura.

– Como todos los grandes fabuladores -añadí-, Dumas era un embustero… La condesa Dash, que lo conoció bien, dice en sus memorias que le bastaba contar una anécdota apócrifa para que esa mentira se diese por histórica… Fíjese en el cardenal Richelieu: fue el hombre más grande de su tiempo; pero después de pasar por las tramposas manos de Dumas, su imagen llega hasta nosotros deformada y siniestra, con la catadura de un villano… -me volví hacia Corso, el libro en las manos-. ¿Conoce esto?… Lo escribió Gatien de Courtilz de Sandras, un mosquetero que vivió a finales del siglo xvii. Son las memorias de Artagnan, el auténtico: Carlos de Batz-Castelmore, conde de Artagnan. Un gascón nacido en 1615 que, en efecto, fue mosquetero; aunque no vivió en la época de Richelieu, sino en la de Mazarino. Murió en 1673 durante el sitio de Maestrich cuando, igual que su homónimo de ficción, iba a recibir el bastón de mariscal… Como ve, las violaciones de Alejandro Dumas engendraron hermosas criaturas… Al oscuro gascón de carne y hueso, cuyo nombre había olvidado la Historia, el genio del novelista lo convirtió en gigante de leyenda.

Corso permanecía en su asiento, escuchando. Le puse en las manos el libro y lo hojeó con interés y cuidado. Pasaba despacio las páginas, rozándolas apenas con las yemas de los dedos, sin tocar más que el reborde en cada hoja. De vez en cuando se detenía en un nombre, o un capítulo. Tras los cristales de sus gafas los ojos actuaban seguros y rápidos. En cierto momento se detuvo para anotar los datos en el bloc: «Memoires de M. d'Artagnan , G. de Courtilz, 1704, P. Rouge, 4 volúmenes in-12, 4ª. edición». Después cerró el libro para dedicarme una larga mirada.

– Usted lo ha dicho: era un tramposo.

– Sí -concedí mientras me sentaba de nuevo-. Pero genial. Donde otros se hubieran limitado a plagiar, él construyó un mundo novelesco que aún se sostiene hoy… «El hombre no roba, conquista », repetía a menudo… «Hace de cada provincia que toma un anexo de su imperio: le impone sus leyes, la puebla de temas y personal es, extiende su espectro sobre ella… » ¿Qué otra cosa es la creación literaria?… En su caso, la historia de Francia suministró el filón. El truco era extraordinario: respetar el marco y alterar el cuadro, saquear sin escrúpulos el tesoro que se le ofrecía… Dumas convierte a los personajes principales en secundarios, los que fueron humildes segundones se vuelven protagonistas, y llena páginas con incidentes que en la crónica real ocupan dos líneas… Jamás existió el pacto de amistad entre d'Artagnan y sus compañeros, entre otras cosas porque algunos ni se conocieron entre ellos… Tampoco hubo ningún conde de la Fére, o más bien hubo muchos, aunque ninguno se llamó Athos. Pero Athos existió; se llamaba Armando de Sillegue, señor de Athos, y murió de una estocada en un duelo antes de que d'Artagnan ingresara en los mosqueteros del rey… Aramis fue Henri de Aramitz, escudero, abate laico en la senescalía de Oloron, enrolado en 1640 en los mosqueteros que mandaba su tío. Terminó retirado en sus tierras, con mujer y cuatro hijos. En cuanto a Porthos…

– No me diga que también hubo un Porthos.

– Lo hubo. Se llamó Isaac de Portau y tuvo que conocer a Aramis, o Aramitz, porque ingresó en los mosqueteros tres años después que él, en 1643. Según la crónica murió prematuramente: enfermedad, la guerra, o un duelo como Athos.

Corso tamborileó con los dedos sobre las Memorias de d'Artagnan y movió un poco la cabeza. Sonreía.

– De un momento a otro va a decirme que también existió una Milady…

– Exacto. Mas no se llamaba Ana de Brieul, ni fue duquesa de Winter. Tampoco llevaba una flor de lis marcada en el hombro, aunque sí era agente de Richelieu. Se llamaba condesa de Carlille, y le robó, en efecto, dos herretes de diamantes en un baile al duque de Buckhingam… No me mire con esa cara. Lo cuenta La Rochefoucauld en sus memorias. Y La Rochefoucauld era un hombre muy serio.

Corso me observaba con fijeza. No parecía de los que se admiran con facilidad, y mucho menos en cuestión de libros; pero se mostraba impresionado. Después, cuando lo conocí mejor, llegué a preguntarme si la admiración era sincera, o una de sus retorcidas argucias profesionales. Ahora que todo ha terminado, creo estar seguro: yo era una fuente más de información, y Corso le daba hilo a la cometa.

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