Estaba sentado tal y como lo había dejado en su sillón, colocado delante de la chimenea.
(A.Christie. El asesinato de R. Ackroyd )
Es aquí donde entro en escena por segunda vez, pues fue entonces cuando Corso recurrió a mí de nuevo. Y lo hizo, creo recordar, unos días antes de irse a Portugal. Según me confió más tarde, a esas alturas sospechaba ya que el manuscrito Dumas y Las Nueve Puertas de Varo Borja eran sólo puntas de iceberg, y que para su comprensión era necesario conocer antes las otras historias que se anudaban entre sí del mismo modo que aquella corbata en las manos de Enrique Taillefer. Eso no era fácil, llegué a decirle, pues en literatura nunca hay lindes nítidos; todo se apoya en algo, las cosas se superponen unas a otras, y terminan siendo un complicado juego intertextual a base de espejos y muñecas rusas, donde establecer un hecho preciso, una paternidad concreta, implica riesgos que sólo ciertos colegas muy estúpidos o muy seguros de sí mismos se atreven a correr. Es como decir que a Robert Graves se le nota Quo Vadis y no Suetonio, o Apolonio de Rodas. En cuanto a mí, sólo sé que no sé nada. Y cuando quiero saber busco en los libros, a los que nunca falla la memoria.
– El conde de Rochefort es uno de los más importantes personajes secundarios de Los tres mosqueteros -expliqué a Corso cuando vino otra vez en mi busca-. Es agente del cardenal y amigo de Milady; el primer enemigo que se hace d'Artagnan. Puedo establecer la fecha exacta: primer lunes de abril de 1625, en Meung-sur-Loire… Me refiero al Rochefort de ficción, por supuesto, aunque existió un personaje similar que Gatien de Courtilz, en las supuestas Memorias del verdadero d'Artagnan, describe bajo el nombre de Rosnas… Pero el Rochefort de la cicatriz no tuvo existencia real. Dumas tomó ese personaje de otro libro, las Memoires de MLCDR (Monsieur le comte de Rochefort ), posiblemente apócrifas y atribuidas, también, a Courtilz… Hay quien dice que podrían referirse a Henri Louis de Aloigny, marqués de Rochefort, nacido hacia 1625; pero eso ya es hilar muy fino.
Miré hacia las luces del tráfico vespertino que discurría por los bulevares al otro lado de la ventana del café donde tengo mi tertulia. Nos acompañaban algunos amigos en torno a la mesa cubierta de periódicos, tazas y ceniceros humeantes: un par de escritores, un pintor en baja, una periodista en alza, un actor de teatro y cuatro o cinco estudiantes de los que se sientan en un rincón y mantienen la boca cerrada todo el tiempo, mirándote como quien mira a Dios. Entre ellos, con el gabán puesto y el hombro apoyado en el cristal de la ventana, Corso bebía ginebra y tomaba notas de vez en cuando.
– Por cierto -añadí-. El lector que pasa los sesenta y siete capítulos de Los tres mosqueteros esperando el duelo que enfrente a Rochefort con d'Artagnan, queda decepcionado. Dumas zanja la cuestión en tres líneas y escamotea el lance, o los lances; porque cuando reencontramos al personaje en Veinte años después, d'Artagnan y él se han batido tres veces y Rochefort lleva otras tantas cicatrices de estocadas en el cuerpo. Sin embargo ya no queda entre ellos odio, sino ese retorcido respeto que sólo es posible entre dos viejos enemigos. De nuevo los azares de la aventura hacen que ambos militen en bandos distintos; mas en la complicidad amistosa de dos gentileshombres que se conocen desde hace veinte años… Rochefort cae en desgracia con Mazarino, escapa de la Bastilla, participa en la evasión del duque de Beaufort, conspira en la Fronda y fallece en brazos de d'Artagnan, que lo atraviesa con su espada sin reconocerlo en un tumulto… «Era mi estrella» , le dice al gascón, más o menos. «Sané de tres estocadas vuestras, pero no sanaré de la cuarta.» Y se muere. «Acabo de matar a un antiguo amigo» , le contará d'Artagnan a Porthos… Ése es todo el epitafio por el viejo agente de Richelieu.
Aquello inició una animada discusión a varias bandas. El actor, un viejo galán que interpretó el Montecristo en un serial televisivo y que esa tarde no le quitaba ojo a la periodista, se lanzó a exponer con brillantez sus recuerdos sobre los personajes, jaleado por el pintor y los dos escritores. Así pasamos de Dumas a Zevaco y Paul Féval, y terminamos situando una vez más el indiscutible magisterio de Sabatini frente a Salgari. Recuerdo que alguien mencionó tímidamente a Julio Verne, pero fue objeto de abucheo general. En aquel contexto apasionado de capa y espada, Verne y sus héroes fríos, desprovistos de alma, no eran de recibo.
En cuanto a la periodista, una de esas chicas de moda con columna en el dominical de un diario importante, su memoria literaria empezaba en Milan Kundera. Así que se mantuvo casi todo el rato en prudente expectativa, asintiendo con alivio cada vez que algún título, anécdota o personaje -el Cisne Negro, Yáñez, la estocada de Nevers- le removía el recuerdo de una película entrevista en la tele. Mientras tanto, Corso, paciente como el cazador tranquilo que era, no me quitaba ojo por encima de su vaso de ginebra, atento a la ocasión de centrar otra vez el tema. Así lo hizo, en efecto, aprovechando el silencio embarazoso que se instaló en torno a la mesa cuando la periodista estableció que, de todos modos, ella encontraba los relatos de aventuras demasiado ligeros, ¿no? Superficiales, no sé si me explico. O sea.
Corso mordía la gomita de su lápiz Faber:
– ¿Cómo interpreta usted, señor Balkan, el papel de Rochefort en la historia?
Me miraron todos y en especial los estudiantes, entre los que dos eran chicas. No sé por qué en determinados ambientes me consideran una especie de bonzo de las bellas letras, y cada vez que abro la boca la gente se queda en suspenso, dispuesta a oír dogmas de fe. Incluso un artículo mío, en la revista literaria adecuada, puede consagrar o hundir a un escritor que empieza. Absurdo, muy cierto; pero es la vida. Fíjense si no en el último premio Nobel, el autor de Yo, Onán, En busca de mí mismo y la archifamosa Oui, c'est moi . Fue mi firma la que lo puso en circulación hace quince años, con folio y medio en Le Monde el día de los Inocentes. No me lo perdonaré jamás, pero así funcionan estas cosas.
– Al principio, Rochefort es el enemigo -precisé-. Simboliza las fuerzas ocultas, la trama negra… Es el agente de la conspiración diabólica en torno a d'Artagnan y sus amigos; la intriga del cardenal que se anuda en la sombra, poniendo sus vidas en jaque…
Vi cómo una de las estudiantes sonreía; mas no pude adivinar si el gesto, absorto y algo burlón, era consecuencia de mis palabras o de secretas reflexiones ajenas a la tertulia. Me sorprendió, pues ya he dicho que los estudiantes suelen escucharme con el respeto que mostraría un redactor de L'Osservatore Romano al recibir en exclusiva el texto de una encíclica pontificia. Eso hizo que me fijase en ella con interés; aunque al principio, cuando se unió a nosotros con una trenca azul y un montón de libros bajo el brazo, ya había llamado mi atención a causa de sus inquietantes ojos verdes y el cabello castaño muy corto, como el de un chico. Ahora se mantenía sentada un poco aparte, sin integrarse en el grupo. Siempre hay jóvenes alrededor de nuestra mesa, alumnos de literatura a los que suelo invitar a café; pero aquella jovencita no había estado antes. Imposible olvidar sus ojos, cuya tonalidad muy clara, casi transparente, contrastaba con el rostro moreno y atezado de quien pasa mucho tiempo al sol y al aire libre. Era de esas chicas esbeltas y flexibles, con piernas largas que también se adivinaban morenas bajo los tejanos. Aún retuve de ella otro detalle: no llevaba anillos, reloj ni pendientes; los lóbulos de sus orejas estaban intactos, sin agujeros.
– … Rochefort es también el hombre entrevisto y nunca alcanzado -proseguí, no sin dificultad en recobrar el hilo del discurso-. La máscara del misterio marcada con su cicatriz. Resume la paradoja, la impotencia de d'Artagnan, que lo persigue y no lo alcanza, quiere matarlo y no puede hasta veinte años después, por error, cuando ya no es un adversario sino un amigo.
– Tu d'Artagnan es un poco gafe -apreció uno de mis contertulios, el escritor de más edad. De su última novela había vendido quinientos ejemplares, pero ganaba un dineral publicando historias policiacas bajo el perverso pseudónimo de Emilia Forster. Lo miré con reconocimiento, complacido por la oportunidad del comentario.
– No os quepa duda. Al amor de su vida lo envenenan. A pesar de sus hazañas y de los servicios que presta a la Corona de Francia, pasa veinte años como oscuro teniente de mosqueteros. Y cuando en las últimas líneas de El vizconde de Bragelonne consigue el bastón de mariscal, que le ha costado cuatro tomos y cuatrocientos veinticinco capítulos conseguir, lo mata una bala holandesa.
– Como al auténtico d'Artagnan -dijo el actor, que había logrado situar una mano en los muslos de la columnista prestigiosa.
Bebí un sorbo de café antes de asentir. Corso no me quitaba ojo de encima.
– Tenemos tres d'Artagnan -aclaré-. Del primero, Carlos de Batz Castlemore, sabemos, porque lo publicó en su momento la Gaceta de Francia , que murió el 23 de junio de 1673 de un balazo en la garganta, durante el sitio de Maestrich. La mitad de sus hombres cayó con él… Aparte ese detalle póstumo, en vida resultó sólo un poco más afortunado que su homónimo de ficción.
– También era gascón?
– Sí, de Lupiac. Aún existe ese pueblo, y una lápida lo recuerda: «Aquí nació hacia 1615 d'Artagnan, cuyo verdadero nombre fue Charles de Batz, muerto en el asedio de Maestrich en 1673» .
– Hay un desfase histórico -apuntó Corso consultando sus notas-. Según Dumas, d'Artagnan tenía dieciocho años al empezar la novela, hacia 1625. Pero en ese momento el verdadero d'Artagnan sólo contaba diez -sonrió como un conejo educado y escéptico-. Demasiado joven para manejar la espada.
– Sí -concedí-. Dumas arregló eso para que pudiese vivir la aventura de los herretes de diamantes con Richelieu y Luis XIII. Carlos de Batz debió de llegar a París muy joven: en 1640 su nombre figura como guardia en la compañía del señor Des Essarts, en documentos relativos al sitio de Arras, y dos años más tarde en la campaña del Rosellón… Mas nunca sirvió como mosquetero bajo Richelieu, pues ingresó en ese cuerpo de elite cuando ya Luis XIII había muerto. Su verdadero protector fue el cardenal julio Mazarino… Existe, en efecto, ese salto de diez o quince años entre ambos d'Artagnan; aunque Dumas, que tras el éxito de Los tres mosqueteros amplió la acción hasta abarcar casi cuarenta años en la historia de Francia, ajusta más en los siguientes tomos su ficción novelesca a los sucesos reales.