Milady sonreía, y d'Artagnan sentía que se condenaría por aquella sonrisa.
(A.Dumas. Los tres mosqueteros )
Hay viudas inconsolables, y viudas a las que cualquier varón adulto brindaría con gusto el consuelo oportuno. Liana Taillefer figuraba, sin duda, en la segunda categoría. Era alta y rubia, de piel blanca y movimientos lánguidos. El tipo de mujer que emplea una eternidad entre extraer un cigarrillo y expulsar la primera bocanada de humo, y lo hace mirando a los ojos del interlocutor masculino con el tranquilo aplomo que proporcionan cierto parecido con Kim Novak, unas medidas anatómicas generosas, casi excesivas, y una cuenta bancaria -heredera universal del finado Taillefer Editor S.A.- respecto a la que el término solvente resulta un tímido eufemismo. Es asombrosa la cantidad de dinero que se puede amasar, valga el estúpido juego de palabras, publicando libros de cocina. Los mil mejores postres manchegos , por ejemplo. O las quince ediciones, agotadas, de un clásico; Los secretos de la barbacoa .
La casa estaba en un antiguo palacio, el del marqués de los Alumbres, reconvertido en apartamentos de gran lujo. En cuanto a la decoración, el gusto de sus propietarios parecía de los que se fraguan a base de poco tiempo y mucho dinero. Sólo así se justificaba la coexistencia de una porcelana de Lladró -una niña con un pato, pudo apreciar desapasionadamente Lucas Corso- en la misma vitrina que unos pastorcillos de Sajonia por los que, sin duda, algún avispado anticuario había sangrado en debida forma al finado Enrique Taillefer o a la señora de. Había un secreter Biedermeier, por supuesto, y un piano Steinwood cerca de una alfombra oriental y carísima. También un inmenso sofá tapizado en piel blanca y de aspecto confortable sobre el que Liana Taillefer cruzaba, en aquel momento, dos piernas extraordinariamente bien torneadas que la falda negra, adecuada para el luto, justo un palmo por encima de la rodilla en posición sedente, pero dejando adivinar voluptuosas líneas camino arriba, hacia la sombra y el misterio -diría Lucas Corso más tarde, al recordar la escena-, situaba y enmarcaba de modo apropiado. Conviene precisar que el comentario de Corso no debe ser pasado por alto, porque, en apariencia, era uno de esos tipos equívocos que uno imagina fácilmente viviendo con una madre anciana que teje calceta y los domingos le lleva al hijo la taza de chocolate caliente a la cama; hijo al que en las películas se ve a veces caminando solo tras un féretro, bajo la lluvia, con los ojos enrojecidos y musitando mamá con desconsuelo de huérfano desvalido. Pero Corso no había estado desvalido en su vida. Tampoco tenía madre. Y cuando uno llegaba a conocerlo un poco, terminaba preguntándose si la había tenido alguna vez.
– Lamento molestarla en estas circunstancias -dijo Corso. Estaba sentado frente a la viuda, con el gabán puesto y la bolsa de lona sobre las rodillas. Se mantenía rígido en el borde del asiento mientras los ojos de Liana Taillefer -azul acero, grandes y fríos- lo estudiaban de arriba abajo, empeñados en catalogarlo dentro de alguna especie conocida de ejemplar masculino. Consciente de las dificultades que entrañaba aquello, se sometió al examen sin esforzarse en causar una impresión determinada. Conocía el procedimiento, y en ese instante sus acciones se cotizaban a la baja en la bolsa de valores de Taillefer S.A. viuda de. Eso limitaba la cuestión a una especie de desdeñosa curiosidad, tras hacerle esperar diez minutos en el salón previa escaramuza con una doncella que, tomándolo por un vendedor, estuvo a punto de darle con la puerta en las narices. Pero ahora la viuda observaba de vez en cuando la carpeta que Corso había sacado de la bolsa, y las cosas comenzaban a cambiar. En cuanto a él, procuró sostener a través de sus gafas torcidas la mirada de Liana Taillefer, evitando los rugientes escollos -Scylla y Caribdis: Corso era de Letras- constituidos por las piernas, a meridión, y el busto -exuberante era la palabra, se dijo; llevaba un rato dándole vueltas- que el suéter de angora negra moldeaba de forma devastadora, a septentrión.
– Sería de mucha ayuda -precisó por fin- saber si usted conocía la existencia de este documento.
Puso la carpeta en sus manos, y al hacerlo rozó de modo involuntario los dedos de uñas largas, lacadas en rojo sangre. O quizá los dedos lo rozaron a él. De un modo u otro, el levísimo contacto indicó que las acciones Corso estaban en alza; así que aparentó el apropiado embarazo rascándose el pelo sobre la frente, con la torpeza justa para que ella comprobara que incomodar a viudas hermosas no era su especialidad. Ahora los ojos azul acero no miraban la carpeta, sino a él, y lo hacían con un destello de interés.
– ¿Por qué había de conocerlo? -preguntó la viuda. Tenía la voz grave, un poco ronca. El eco de una mala noche. Aún no había separado las tapas de plástico y continuaba atenta a Corso, como si aguardase algo más antes de satisfacer su curiosidad abriendo la carpeta. Éste se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y compuso un gesto grave, de circunstancias. Estaban en la fase protocolaria, así que reservó la eficaz sonrisa de conejo honesto para el momento oportuno.
– Hasta hace poco, era de su marido -dudó un segundo antes de redondear la frase-. Que en paz descanse.
Ella asintió lentamente, cual si eso lo explicara todo, y abrió la carpeta. Corso miraba sobre su hombro, hacia la pared. Allí, entre un Tapies correcto y otro óleo de firma ilegible, había enmarcada una labor infantil con florecitas de colores, nombre y fecha; Liana Lasauca. Curso 1970-1971 . Corso habría calificado aquello de enternecedor si las flores, los pajaritos bordados y las niñas con calcetines y trenzas rubias le produjesen humedades sensibles, del género que fueran. Pero no era su caso. Así que desplazó la mirada hacia otro marcó, más pequeño y de plata, donde el extinto Enrique Taillefer Editor S.A., con catavinos de oro al cuello y mandil que le daba un aire vagamente masónico, sonreía a la cámara en el momento de disponerse, con uno de sus éxitos editoriales abierto en la mano diestra, a cortar un cochinillo al estilo segoviano con un plato alzado en la siniestra. Tenía un aspecto plácido, rechoncho y tripón, feliz ante la perspectiva del animalito espatarrado en la fuente; y Corso se dijo que, al menos, su prematuro mutis le habría ahorrado innumerables problemas de colesterol y ácido único. También se preguntó, con fría curiosidad técnica, cómo se las arreglaba Liana Taillefer en vida de su esposo cuando necesitaba un orgasmo. Sólo con ese pensamiento dirigió otra breve ojeada al busto y las piernas de la viuda, antes de concluir de acuerdo consigo mismo. Parecía demasiada mujer para resignarse al cochinillo.
– Esto es lo de Dumas -dijo ella, y Corso se irguió un poco, alerta y lúcido. Liana Taillefer golpeaba con una de sus uñas rojas las fundas de plástico que protegían las páginas-. El capítulo famoso. Claro que lo conozco… -al inclinar el rostro, el cabello se le había deslizado sobre la cara; tras la cortina rubia observaba a su visitante con suspicacia-…¿Por qué lo tiene usted?
– Su marido lo vendió. Intento autentificarlo.
La viuda encogía los hombros.
– Que yo sepa, es auténtico -suspiró largamente, devolviendo la carpeta-. ¿Vendido, dice?… Qué raro -pareció reflexionar-. Enrique tenía estos papeles en mucho aprecio.
– Tal vez recuerde dónde pudo adquirirlos.
– No sabría decirle. Creo que alguien se los regaló. -¿Era coleccionista de documentos autógrafos? -El único que le conocí fue ése.
– ¿Nunca comentó su intención de venderlo?
– No. Usted trae la primera noticia. ¿Quién es el comprador?
– Un librero cliente mío. Lo sacará a subasta cuando entregue el informe.
Liana Taillefer decidió concederle algo más de interés; las acciones Corso experimentaban una nueva subida, moderada, en la bolsa local. Se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo arrugado. Sin ellas su aspecto era más vulnerable, y lo sabía de sobra. Todo el mundo experimentaba la necesidad de ayudarle a cruzar la calle cuando entornaba los ojos como un conejito miope.
– ¿Ése es su trabajo? -preguntó ella-. ¿Autentificar manuscritos?
Hizo un vago gesto afirmativo. La viuda estaba un poco desenfocada ante sus ojos, insólitamente más próxima.
– A veces. También busco libros raros, grabados y cosas por el estilo. Cobro por ello.
– ¿Cuánto cobra?
– Depende -se puso las gafas, y los contornos de la mujer se perfilaron de nuevo, nítidos, en su retina-. A veces mucho y otras poco; el mercado tiene sus altibajos.
– Una especie de detective, ¿no? -aventuró ella, en tono divertido-. Un detective de libros.
Era el momento de sonreír. Lo hizo mostrando los incisivos, con una modestia calculada al milímetro. Adóptenme en el acto, decía su sonrisa.
– Sí. Supongo que podríamos llamarlo así.
– Y me visita por encargo de su cliente…
– Eso es -ya podía permitirse aparentar mayor seguridad, así que golpeó el manuscrito con los nudillos-. A fin de cuentas, esto vino de aquí. De su casa.
Ella asintió despacio, observando la carpeta. Parecía reflexionar.
– Es raro -dijo al cabo de un momento-. No imagino a Enrique vendiendo ese original de Dumas. Aunque en los últimos días se comportaba de forma extraña… ¿Cómo ha dicho que se llama el librero? El nuevo propietario.
– No lo he dicho.
Lo miró de arriba abajo, con tranquila sorpresa. No parecía acostumbrada a conceder a los hombres más de tres segundos antes de verse complacida en sus deseos.
– Dígamelo, entonces.
Corso esperó un poco, lo necesario para que las uñas de Liana Taillefer iniciasen un tamborileo impaciente en el brazo del sofá.
– Se llama La Ponte… -declaró por fin. Era otro de sus trucos: hacer que los demás se atribuyeran triunfos que, en realidad, no eran sino concesiones triviales por su parte-. ¿Lo conoce?
– Claro que lo conozco; fue proveedor de mi marido -frunció el ceño con desagrado-. Venía por aquí de vez en cuando a traerle esos estúpidos folletines. Supongo que tendrá un recibo… Quisiera una copia, si no le importa.
Corso asintió vagamente mientras se inclinaba un poco hacia ella.
– ¿Era su marido muy aficionado a Alejandro Dumas?
– ¿A Dumas, dice? -Liana Taillefer sonrió. Se había echado el cabello hacia atrás y ahora sus ojos brillaban burlones-. Venga conmigo.