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Se puso en pie con uno de esos gestos en los que invertía una eternidad, y se alisó la falda mirando alrededor como si de pronto hubiera olvidado el objeto de su movimiento. Era bastante más alta que Corso, a pesar de que calzaba tacón bajo. Lo precedió hasta un gabinete contiguo. Mientras la seguía, él observó su espalda ancha lo mismo que la de una nadadora, y la cintura ceñida, y justo en el límite. Le calculó treinta años. Parecía camino de convertirse en una de aquellas matronas nórdicas, con caderas en las que nunca se pone el sol, hechas para parir sin esfuerzo rubios Eriks y Sigfridos.

– Ojalá sólo fuera Dumas -dijo ella, indicando el interior del gabinete-. Mire esto.

Obedeció Corso. Las paredes estaban cubiertas de estantes de madera que se curvaban bajo el peso de gruesos volúmenes encuadernados. Sintió que sus glándulas segregaban saliva, por reflejo profesional. Dio unos pasos hacia los estantes mientras se tocaba las gafas: La condesa de Charny , A. Dumas, ocho tomos, ediciones La Novela Ilustrada, director literario Vicente Blasco Ibáñez. Las dos Dianas , A. Dumas, tres tomos. Los tres mosqueteros , A. Dumas, ediciones Miguel Guijarro, grabados de Ortega, cuatro tomos. El conde de Montecristo, A. Dumas, cuatro tomos de Juan Ros editor, grabados de A. Gil… También cuarenta tomos de Rocambole , por Ponson du Terrail. Los Pardellanes de Zevaco, completos. Y más Dumas, junto a nueve tomos de Victor Hugo y otros tantos de Paul Feval, cuyo Jorobado figuraba en encuadernación de lujo, tafilete rojo y cantos dorados. Y el Pickwick de Dickens, en traducción de Benito Pérez Galdós, flanqueado por varios Barbey d'Aurevilly y por Los misterios de París , de Eugenio Sue. Todavía más Dumas -Los Cuarenta y Cinco , El collar de la reina , Los compañeros de Jehú - y Venganza corsa , de Merimée. Quince tomos de Sabatini, varios de Ortega y Frías, Conan Doyle, Manuel Fernández y González, Mayne Reid, Patricio de la Escosura…

– Impresionante -comentó Corso-. ¿Cuántos títulos hay aquí?

– No lo sé. Dos mil y pico. Tres mil. Casi todos folletines en primeras ediciones, tal como fueron encuadernados después de publicarse por entregas… Otros son tomos ilustrados. Mi marido los coleccionaba con frenesí, pagando lo que pidieran por ellos.

– Un verdadero aficionado, por lo que veo. -¿Aficionado? -Liana Taillefer esbozó una sonrisa indefinible-. Lo suyo fue auténtica pasión.

– Yo pensaba que la gastronomía…

– Los libros de cocina eran su forma. de ganar dinero. Enrique tenía algo de rey Midas: cualquier recetario barato se convertía en éxito editorial en sus manos. Pero lo suyo era esto. Le gustaba encerrarse aquí y manosear esos viejos folletines. Suelen estar impresos en mal papel, y su obsesión era conservarlos. ¿Ve el termómetro y el indicador de humedad?… Podía recitar páginas enteras de sus obras favoritas. Incluso se le escapaban exclamaciones como voto a tal, diantre y cosas así. Los últimos meses los pasó escribiendo.

– ¿Una novela histórica?

– Un folletín. Ateniéndose a todos los lugares comunes del género, por supuesto -fue hacia un estante y cogió un pesado manuscrito, folios cosidos a mano. Estaban escritos con letra redonda y grande, por una cara-. ¿Qué le parece el título?

– La mano del muerto o el paje de Ana de Austria -leyó Corso en voz alta-. Sin duda es, bueno… -se pasó un dedo por el arco de una ceja, en busca del término apropiado a las circunstancias-. Sugerente.

– Y plúmbeo -añadió ella, devolviendo el manuscrito a su lugar-. Y lleno de anacronismos. Y absolutamente estúpido, se lo aseguro. Crea que sé de qué le hablo: al final de cada sesión de escritura me leía folio a folio, de principio a fin -dio unos golpecitos rencorosos sobre el título, caligrafiado con mayúsculas-. Dios mío. Le aseguro que llegué a odiar a ese paje y a la zorra de su reina.

– ¿Tenía intención de publicarlo?

– Claro que sí. Y con seudónimo. Supongo que habría elegido Tristán de Longueville, Paulo Florentini o algo por el estilo. Era muy propio de él hacer una cosa así.

– ¿Y ahorcarse? ¿También era propio de él?

Con la mirada fija en las paredes cubiertas de libros, Liana Taillefer guardó silencio. Un silencio incómodo, se dijo Corso; tal vez algo forzado, con el aire absorto como recurso. Igual que una actriz a la espera de proseguir su diálogo de modo convincente.

– Nunca sabré lo que pasó -respondió por fin, y de nuevo su aplomo era perfecto-. La última semana estuvo huraño y deprimido; apenas salía de este gabinete. Luego, una tarde, dio un portazo y se fue a la calle. Regresó de madrugada; yo estaba en la cama y oí cerrar la puerta. Por la mañana me despertaron los gritos de la doncella: Enrique se había colgado de la lámpara.

Ahora miraba a Corso, atenta al efecto. No parecía apesadumbrada en exceso, meditó el cazador de libros recordando la foto del mandil y el cochinillo. En algún momento pudo sorprender en sus ojos un parpadeo, cual si éstos se resistiesen a verter una lágrima, pero siguieron irreprochablemente secos. Eso no significaba nada. Generaciones de maquillaje deleble a las emociones han enseñado a las mujeres a controlar sus sentimientos. Y el maquillaje de Liana Taillefer, una sombra clara que acentuaba el tono de su mirada, era perfecto.

– ¿Dejó alguna carta? -preguntó Corso-. Los suicidas suelen hacerlo.

– Decidió ahorrarse el trabajo. Ni una explicación, ni unas letras. Nada. Esa desconsideración me ha costado muchas preguntas de un juez y unos policías. Desagradable, se lo aseguro.

– Me hago cargo.

– Sí. Supongo que se lo hace.

Liana Taillefer había dado por terminada la entrevista. Fueron hasta la puerta y allí le tendió la mano. Con la carpeta bajo el brazo y la bolsa al hombro, Corso alargó la suya, sintiendo entre los dedos y la palma aquel contacto firme. Para sus adentros le atribuía buena calificación. Ni viuda alegre, ni estragada por el dolor, ni frialdad del tipo se fue un imbécil o al fin solos o ya puedes salir del armario, cariño. Que dentro del armario había alguien, eso era probable, pero no incumbía a Corso. Como tampoco el suicidio de Enrique Taillefer S.A., por extraño -y lo era mucho, pardiez, con el paje de la reina de por medio y el manuscrito volador- que pareciera. Pero, igual que la hermosa viuda, ésos no eran asuntos suyos. De momento.

Miró a Liana Taillefer. Me encantaría saber quién se te está beneficiando, pensó con tranquila curiosidad técnica. Mentalmente trazó un retrato robot: maduro, apuesto, culto, con dinero. Un ochenta y cinco por ciento de probabilidades a favor de que fuera amigo del finado. Después se preguntó si el suicidio del editor tendría algo que ver con aquello, antes de interrumpirse con disgusto. Deformación profesional o lo que fuera, a veces se abandonaba a la absurda costumbre de razonar como un policía. El pensamiento lo estremeció hasta la médula. Uno nunca sabe qué tenebrosos pozos de perversidad, o de estupidez, esconde en el fondo de su alma.

– Quiero agradecerle -dijo mientras extraía de su repertorio la más enternecedora sonrisa de conejo simpático que fue capaz de componer- el tiempo que me ha dedicado.

La sonrisa se perdió en el vacío; ella miraba el manuscrito Dumas.

– No tiene que agradecerme nada. Sólo un interés lógico por ver en qué termina todo esto.

– La mantendré al corriente… Otra cosa. ¿Tiene intención de conservar la colección de su marido, o piensa desprenderse de ella?

Lo miró, desconcertada. Corso sabía por experiencia que, tras el fallecimiento de un bibliófilo, a las veinticuatro horas de salir el féretro salía la biblioteca por la misma puerta. Le extrañaba que no hubiese caído por allí ninguno de los cuervos de la competencia. Después de todo, Liana Taillefer, según confesión propia, no compartía los gustos literarios de su marido.

– La verdad es que no he tenido tiempo de pensar en ello… ¿Quiere decir que le interesan esos folletines?

– Podría ser.

Ella dudó un momento. Quizás un par de segundos más de lo necesario.

– Es todo demasiado reciente -dijo por fin, con el suspiro adecuado-. Tal vez dentro de unos días.

Corso apoyó la mano en la barandilla y empezó a bajar la escalera. Arrastraba los pies, demorándose en los primeros peldaños con cierta desazón, igual que cuando uno abandona el lugar donde olvida algo sin saber muy bien de qué se trata. Pero él poseía la certeza de no olvidar nada. Cuando llegó al primer rellano levantó los ojos y vio que Liana Taillefer aún estaba en el umbral, observándolo. Tenía, o al menos así le pareció, un aire entre preocupado y curioso. Corso descendió unos escalones más y, como en un lento plano cinematográfico, el rectángulo de visión se desplazó hacia abajo. Tras perder de vista la inquisitiva mirada de los ojos azul acero, su última imagen se deslizó por el cuerpo de Liana Taillefer, busto y caderas, hasta las piernas de carne firme y blanca que asentaba un poco separadas, sugerentes y fuertes como las columnas de un templo.

Todavía le daba Corso vueltas a la cabeza cuando cruzó el portal y salió a la calle. Imaginaba al menos cinco preguntas que requerían respuesta, así que iba siendo necesario situarlas por orden de importancia. Se detuvo en la acera, frente a la verja del Retiro, y miró casualmente a su izquierda, en espera de un taxi. Había un enorme jaguar aparcado a pocos metros. El chófer, de uniforme gris oscuro, casi negro, leía un periódico apoyado en el capó. En ese momento alzaba la vista del diario, y sus ojos encontraron los de Corso. Fue sólo un segundo en que las miradas se cruzaron, y luego el chófer volvió a su lectura. Era moreno, con bigote, y una cicatriz pálida le surcaba una mejilla de arriba abajo. Su aspecto produjo en Corso una sensación familiar: se parecía a alguien. Tal vez, recordó, al hombre alto que jugaba con la tragaperras en el bar de Makarova. Aunque había algo más. Su aspecto removía en Corso un recuerdo remoto, impreciso; pero antes de tener tiempo para analizarlo apareció un taxi libre, al que un individuo con abrigo loden y maletín de ejecutivo hacía señas desde el otro lado de la calle. Aprovechó que el taxista miraba en su dirección, bajó del bordillo con rapidez y se hizo con el coche en las narices del otro.

Pidió al conductor que bajase el volumen de la radio mientras se acomodaba en el asiento trasero, mirando sin ver el tráfico a su alrededor. Le complacía la paz conseguida cada vez que cerraba la portezuela de un taxi. Era lo más parecido a una tregua con el mundo exterior: todo en suspenso, al otro lado de la ventanilla, durante el trayecto. Apoyó la cabeza en el respaldo, encantado con la perspectiva.

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