De dónde viene, no lo sé. Pero a dónde va, puedo decíroslo: va al infierno.
(A. Dumas. El conde de Montecristo )
Anochecía cuando Corso llegó a su casa, sintiendo el doloroso latido de la mano magullada en el bolsillo del gabán. Fue al cuarto de baño, recogió del suelo el pijama arrugado y una toalla, y mantuvo la muñeca cinco minutos bajo un chorro de agua fría. Después abrió un par de latas en conserva para cenar de pie, en la cocina.
Había sido un día extraño, y peligroso. Reflexionaba sobre ello, confuso por la sucesión de acontecimientos, aunque con menos inquietud que curiosidad. Desde tiempo atrás, su actitud ante lo inesperado se reducía al desapasionado fatalismo de quien espera que la vida dé el siguiente paso. Esa ausencia de compromiso, esa neutralidad ante los acontecimientos, excluía todo protagonismo. Hasta aquella mañana en la callejuela de Toledo, su papel había sido siempre de ejecutor. Las víctimas eran otros. Cada vez que mentía o negociaba con alguien, el hecho se producía de modo objetivo, sin nexo moral con las personas o cosas que eran sólo materia de su trabajo. Lucas Corso quedaba al margen, mercenario no comprometido salvo en el beneficio formal; tercer hombre indiferente. Quizás esa actitud le permitió sentirse siempre a salvo, del mismo modo que, cuando se quitaba las gafas, las personas y objetos lejanos se diluían en contornos imprecisos, desenfocados, cuya existencia podía ignorar al privarlos de su envoltura formal. Ahora, sin embargo, el dolor concreto en la mano lastimada, la sensación de amenaza, dispuesta a irrumpir en su vida con violencia específica de la que él, y no otros, era objeto, sugerían inquietantes cambios en el panorama. Lucas Corso, que tantas veces ofició como verdugo, no tenía el hábito de considerarse víctima de nadie. Y eso lo desconcertaba.
Además del dolor en la mano, sentía los músculos crispados por la tensión y la boca seca. Así que destapó una botella de Bols y buscó aspirinas en su bolsa de lona. Siempre llevaba una buena provisión encima, con los libros, lápices y bolígrafos, libretas de apuntes a medio llenar, navaja suiza de múltiples usos, pasaporte y dinero, una abultada agenda telefónica y libros propios y ajenos. Con eso podía, en todo momento, desaparecer sin dejar nada tras de sí, igual que un caracol con su concha. Aquella bolsa le ayudaba a improvisar una casa, un lugar de residencia en cualquier sitio a donde lo condujesen el azar o sus clientes: aeropuertos, estaciones de ferrocarril, polvorientas librerías europeas, habitaciones de hotel fundidas en su recuerdo cual una sola estancia de límites cambiantes, con despertares desprovistos de referencia, sobresaltado en la oscuridad, buscando el interruptor de la luz para tropezar con el teléfono, desorientado y confuso. Momentos en blanco arrancados a la vida y a la consciencia. Nunca estaba muy seguro de nada, ni de sí mismo, al abrir los ojos, durante los primeros treinta segundos, cuando el cuerpo amanecía con más rapidez que el pensamiento o la memoria.
Se situó frente al ordenador colocando a un lado, sobre la mesa y a la izquierda, sus cuadernos de notas y varios libros de consulta. A la derecha puso Las Nueve Puertas y el dossier de Varo Borja. Luego se echó hacia atrás en la silla, con un cigarrillo que durante cinco minutos dejó consumir entre sus dedos, sin apenas llevárselo a los labios. En ese tiempo no hizo nada salvo beber a sorbos el resto de la ginebra, mirando la pantalla vacía del ordenador y el pentáculo que decoraba las tapas del libro. Por fin pareció despertar. Aplastó la colilla en un cenicero y, ajustándose las gafas torcidas sobre la nariz, empezó a trabajar. El dossier de Varo Borja coincidía con la Enciclopedia de impresores y libros raros y curiosos, de Crozet:
TORCHIA, Aristide. Impresor, grabador y encuadernador veneciano. (1620-1667). Marca tipográfica: una serpiente y un árbol desgajado por el rayo. Se formó como aprendiz en Leyden (Holanda), en el taller de los Elzevir. A su regreso a Venecia realizó una serie de obras de tema filosófico y hermético en pequeño formato (in-12, in-16), que fueron muy apreciadas. Destacan Los secretos de la Sabiduría de Nicolas Tamisso (3 vol, in-12, Venecia 1650) y una curiosa Llave de los pensamientos cautivos (1 vol,132 x 75 mm, Venecia 1653). Los tres libros del Arte de Paolo d'Este (6 vol, in-8, Venecia 1658), Explicación curiosa de arcanos y figuras jeroglíficas (1 vol, in-8, Venecia 1659), una reimpresión de La palabra perdida de Bernardo Trevisano (1 vol, in-8, Venecia 1661) y Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras (1 vol, infolio, Venecia 1666). La impresión de este último le costó caer en manos de la Inquisición. Su taller fue destruido con todo el material impreso o por imprimir que había en él. Torchia siguió la misma suerte que su obra. Condenado por magia y brujería, murió en la hoguera el 17 de febrero de 1667.
Dejó el ordenador para estudiar la primera página del volumen que le había costado la vida al veneciano. DE UMBRARUM REGNI NOVEM PORTIS era el título. Venía debajo la marca tipográfica, el sello que, simple monograma o complicada ilustración, representaba la firma del impresor. En el caso de Aristide Torchia, como citaba Crozet, la marca consistía en un árbol con rama desgajada por el rayo. Una serpiente se enroscaba en el tronco, devorando su propia cola. Al grabado lo acompañaba la divisa Sic Luceat Lux ; Así brille la luz. A pie de página, lugar, nombre y fecha: Venetiae, apud Aristidem Torchiam . Impreso en Venecia, en casa de Aristide Torchia. Debajo separado por un adorno: M.DC.LX.VI . Cum superiorum privilegio veniaque . Con licencia y privilegio de los superiores. Corso tecleó de nuevo:
Ejemplar sin exlibris ni anotaciones manuscritas. Completo según catálogo subasta colección Terral-Coy (Claymore, Madrid). Error en Mateu (8 por 9 láminas para este ejemplar). In folio. 299 x215 mm. 2 hojas de guarda en blanco, 160 páginas y 9 xilografías fuera de texto, numeradas de 1 a VIIII. Páginas: 1 de título con marca de impresor. 157 de texto. Última blanca, sin colofón. Láminas en recto de hoja, todas a página completa. Verso en blanco.
Estudió las ilustraciones una por una. Según Varo Borja, la leyenda atribuía el dibujo original a la mano del mismo Lucifer. Cada xilografía estaba acompañada por un ordinal romano, su equivalente hebreo y griego, y una frase latina en clave abreviada. Escribió de nuevo:
I . NEM. PERV.T QUI N.N LEG. CERT.RIT : Un caballero cabalga hacia una ciudad amurallada. Un dedo sobre la boca aconseja prudencia o silencio.
II . CLAUS. PAT.T. Un ermitaño ante una puerta cerrada. Una linterna en el suelo y dos llaves en la mano. Lo acompaña un perro. A su lado, un signo parecido a la letra hebrea Teth.
III . VERB. D.SUM C.S.T. ARCAN.: Un vagabundo, o peregrino, se dirige hacia el puente sobre un río. En cada extremo, fortificado, una puerta cierra el acceso. Sobre una nube, un arquero apunta hacia el camino que conduce al puente.
IIII . (El numeral latino figura así, no en su forma corriente IV). FOR. N.N OMN. A. QUE: Un bufón ante un laberinto de piedra. La entrada es también una puerta cerrada. Tres dados en el suelo muestran cada uno tres de sus caras, correspondiendo a los números 1, 2 y 3.
V . FR.ST.A. Un avaro, o mercader, cuenta un saco de oro. A su espalda, la muerte sostiene en una mano un reloj de arena y en la otra una horca de campesino.
VI . DIT.SCO M.R.: Un ahorcado como el del Tarot, colgado por un pie y con las manos atadas a la espalda. Pende de la almena de un castillo, junto a una poterna cerrada. Por la saetera asoma una mano con guantelete que empuña una espada ardiente.
VII . DIS.S. P.TI.R M.: Un rey y un mendigo juegan al ajedrez sobre un tablero de casillas blancas. A través de la ventana se ve la Luna. Bajo la ventana y junto a una puerta cerrada pelean dos perros.
VIII . VIC. I.T VIR.: Junto a la muralla de una ciudad, una mujer arrodillada en el suelo ofrece su cuello desnudo al verdugo. Al fondo hay una rueda de la fortuna con tres figuras humanas: una arriba, otra subiendo y otra en descenso.
VIIII . (También así, en vez del numeral común IX). N.NC SC.O TEN.BR. LUX: Un dragón de siete cabezas sobre el que cabalga una mujer desnuda. Sostiene un libro abierto, y una media luna le oculta el sexo. Al fondo, sobre una colina, un castillo en llamas cuya puerta, como en las otras ocho láminas, está cerrada.
Dejó de teclear, estirando los músculos entumecidos, y bostezó. Fuera del cono de luz de su lámpara de trabajo y la pantalla del ordenador, la habitación estaba en sombras; a través de los cristales del mirador ascendía la claridad débil de las farolas de la calle. Fue hasta allí para atisbar el exterior sin estar seguro de qué esperaba encontrar. Tal vez un coche detenido en la acera, las luces apagadas y una silueta oscura dentro. Pero nada llamó su atención. Sólo, un momento, la sirena de una ambulancia alejándose entre las moles sombrías de los edificios. Miró el reloj en la torre de la iglesia próxima: pasaban cinco minutos de la medianoche.