– Ya tendrá noticias mías -dijo.
Supo que había tirado el dado; que avanzaba la primera casilla en un peligroso juego de la oca y que era tarde para echarse atrás. Pero le apetecía jugar. Bajó por la escalera dejando a la espalda el eco de su propia risa seca, entre dientes. Varo Borja estaba equivocado. Ciertas cosas no podían pagarse con dinero.
La escalera de la puerta principal daba a un patio interior, con brocal de pozo y dos leones venecianos de mármol, que una verja separaba de la calle. Del Tajo subía una humedad desagradable que detuvo a Corso bajo el arco mudéjar de la entrada para subirse el cuello del gabán. Caminó por las callejas estrechas y silenciosas, de irregular empedrado, hasta una pequeña plaza donde había un bar con mesas de hierro y algunos castaños de ramas desnudas bajo el campanario de una iglesia. Escogió un rectángulo de sol tibio y se instaló en la terraza mientras sus miembros, entumecidos, recobraban un poco de calor. Dos vasos de ginebra a palo seco, sin hielo, contribuyeron a normalizar la situación. Sólo entonces abrió el dossier sobre Las Nueve Puertas y le dedicó el primer vistazo serio.
Había un informe de cuarenta y dos páginas mecanografiadas, con todos los antecedentes históricos del libro, tanto en la supuesta versión original, el Delomelanicon o Evocación de la Oscuridad , como en la de Torchia, Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras , impresa en Venecia en 1666. Varios apéndices aportaban bibliografía, fotocopias de citas en textos clásicos y datos sobre los otros dos ejemplares conocidos: propietarios, restauraciones, fechas de adquisición, direcciones actuales. Se incluía también una transcripción de las actas del proceso de Aristide Torchia, con la narración de un testigo ocular, un tal Gennaro Galeazzo, consignando los últimos momentos del infortunado impresor:
… Subió al cadalso sin aceptar reconciliarse con Dios y guardaba silencio obstinado. Cuando prendieron fuego el humo empezó a sofocarlo. Desorbitó los ojos con grito terrible, encomendándose al Padre. Muchos presentes santiguábanse porque pedía clemencia a Dios en la muerte. Otros dicen que gritó al suelo, o sea a las entrañas de la tierra…
Un coche pasó al otro lado de la plaza, perdiéndose en una de las esquinas que conducían a la catedral. El motor sonó un poco tras la esquina, igual que si el conductor se hubiera detenido un momento, antes de alejarse calle abajo. Corso apenas prestó atención, ocupado como estaba en las páginas del libro. La primera contenía la portada y la segunda estaba en blanco. La tercera, iniciada con una bella N capitular, era la primera del texto propiamente dicho y empezaba con una críptica introducción:
Nos p.tens. L.f.r, juv.te Stn. Blz.b, Lvtn, Elm, atq Ast.rot. ali.q, h.die ha.ems ace.t pct fo.de.is c.mt. qui no.st; et h.ic pol.icem am.rem mul. flo.em virg.num de.us mon. hon v.lup et op. For.icab tr.d.o, eb.iet i.li c.ra er. No.is of.ret se.el in ano sag. sig. s.b ped. cocul.ab sa Ecl.e et no.s. r.gat i.sius er.t; p.ct v.v.t an v.q fe.ix in t.a hom. et ven.os.ta int. nos ma.et D:
Fa.t in inf int co.s daem.
Satanas. Belzebub, Lcfr, Elimi, Leviathan, Astaroth
Siq pos mag. diab. et daem. pri.cp dom.
Tras la introducción, cuya supuesta autoría era evidente, comenzaba el texto. Corso leyó las primeras líneas:
D. mine mag. que L. fr, te D.um m. Et.pr ag.sco. et pol.cor t ser.ire, a.ob.re quam.d p. vvre; et rn.io al.rum d. et js.ch.st. et a.s sn.ts tq.e s.ctas e. Ec.les. apstl. et rom. et om. i sc.am. et o.nia ips. s.cramen. et o.nes atio et r.g. q.ib fid. pos.nt int.rcd. p.o me; et t.bi po.lceor q. fac. qu.tqu.t m.lum pot., et atra. ad mala p. omn. Et ab. rncio chrsm. et b.ptm et omn…
Levantó la vista hacia el pórtico de la iglesia, cuyas arquivoltas ocupaban imágenes del juicio Final gastadas por la lluvia y la intemperie. Bajo éstas, partiendo la puerta en dos, un nicho sobre una columna cobijaba un pantocrátor de aspecto airado cuya mano derecha, alzada, sugería más castigo que clemencia. En la siniestra sostenía un libro abierto, y Corso no pudo sustraerse a la inevitable asociación de ideas. Miró alrededor, la torre de la iglesia y los edificios circundantes; las fachadas conservaban escudos de armas episcopales, y se dijo que también esa plaza vio arder, en otro tiempo, hogueras de la Inquisición. Después de todo, aquello era Toledo. Crisol de cultos subterráneos, de misterios iniciáticos, de falsos conversos. Y de herejes.
Bebió un largo trago de ginebra antes de volver al libro. El texto, latín en clave abreviada, proseguía a lo largo de otras ciento cincuenta y siete páginas, con la última en blanco. Las nueve restantes eran las famosas láminas inspiradas, según la leyenda, por el propio Lucifer. Cada xilografía estaba encabezada por un numeral latino, hebreo y griego, incluyendo una frase en latín, abreviada de forma críptica igual que el resto. Corso pidió una tercera ginebra mientras les pasaba revista. Recordaban las figuras del Tarot o los viejos grabados medievales: el rey y el mendigo, el ermitaño, el ahorcado, la muerte, el verdugo. En la última lámina, un dragón cabalgado por una hermosa mujer. Demasiado hermosa, apreció, para la moral eclesiástica de la época.
Encontró idéntica ilustración en una página fotocopiada de la Bibliografía Universal de Mateu; aunque en realidad no era la misma. Corso tenía en las manos el ejemplar Terral-Coy, mientras que el grabado reproducido pertenecía, según el viejo erudito mallorquín consignó en 1929, a otro de los libros:
Torchia (Aristide). De Umbrarum Regni Novem Portas. Venetiae, apud Aristidem Torchiam. MDCLXVI. In folio. 160 págs. incl. portada. 9 viñetas madera fuera de texto. De excepcional rareza. Sólo 3 ejempls. conocidos. Biblioteca Fargas, Sintra, port. (ver ilustración), Biblioteca Coy, Madrid, esp. (falto de lámina 9), Biblioteca Morel, París, fr.
Falto de lámina 9. Aquello era incorrecto, comprobó Corso. La xilografía número nueve estaba intacta en el ejemplar que tenía en las manos, antes biblioteca Coya después Terral-Coy, y ahora propiedad de Varo Borja. Sin duda se trataba de un error de tipografía, o del propio Mateu. En 1929, cuando se editó la Bibliografía Universal , las técnicas de impresión y difusión no estaban tan extendidas; buena parte de los eruditos mencionaban libros que sólo conocían a través de terceros. Tal vez el ejemplar falto fuese uno de los otros. Corso hizo una anotación al margen. Era preciso comprobarlo.
Un reloj dio tres campanadas y las palomas levantaron el vuelo desde la torre y los tejados. Corso tuvo un ligero sobresalto, cual si volviera lentamente en sí. Se palpó la ropa, extrajo un billete del bolsillo y se puso en pie tras dejarlo sobre la mesa. La ginebra le daba una grata sensación de distanciamiento, acolchaba sonidos e imágenes del exterior. Metió libro y dossier en la bolsa de lona, se la colgó al hombro y permaneció unos instantes mirando el airado pantocrátor del pórtico. No tenía prisa y deseaba despejarse, por lo que decidió ir andando a la estación de ferrocarril.
Al llegar a la catedral fue por el claustro, a fin de acortar camino. Pasó junto al quiosco de recuerdos para turistas, cerrado, y se entretuvo un momento observando los andamios vacíos ante las pinturas murales en restauración.
El lugar se veía desierto, y sus pasos resonaban bajo la bóveda. Una vez creyó escuchar algo a su espalda. Algún cura llegaba tarde al confesionario.
Salió por la verja de hierro que comunicaba con una calle angosta y oscura, de paredes desconchadas por el roce de los vehículos. Entonces oyó un motor en marcha fuera de su vista, a la izquierda, al torcer en dirección contraria. Había una señal de tráfico, un triángulo que avisaba del estrechamiento de la calle, y cuando estaba ante él hubo un inesperado acelerón del motor. Luego el sonido fue acercándose por la espalda. Demasiado rápido, pensó, mientras iniciaba el gesto de volver el rostro; mas sólo pudo hacerlo a medias, con tiempo de percibir una masa oscura que se le vino encima. Tenía los reflejos entumecidos por la ginebra, pero su atención aún estaba, casualmente, en la señal de tráfico. El instinto lo empujó hacia ella, buscando la estrecha protección entre el postre metálico y la pared. Adosó el cuerpo a los pocos centímetros de aquel improvisado burladero, de forma que el automóvil, al pasar, sólo le golpeó una mano. El impacto fue seco y doloroso, haciéndole doblar las rodillas. Cayó sobre los irregulares adoquines, y pudo ver que el automóvil se perdía calle abajo entre rechinar de neumáticos.
Frotándose la mano magullada, Corso siguió camino a la estación. Pero ahora se volvía de vez en cuando a mirar atrás, y la bolsa con Las Nueve Puertas le quemaba el hombro. Habían sido tres segundos de visión fugaz, aunque suficiente: esta vez no llevaba un jaguar sino un Mercedes negro, pero quien estuvo a punto de atropellarlo era un individuo moreno, con bigote y una cicatriz en la cara. El tipo del bar de Makarova. El mismo al que había visto, con uniforme de chófer, leyendo el periódico ante la casa de Liana Taillefer.