El lector debe prepararse para asistir a las más siniestras escenas.
(E. Sue. Los misterios de París )
Me llamo Boris Balkan y una vez traduje La Cartuja de Parma . Por lo demás, las críticas y recensiones que escribo salen en suplementos y revistas de media Europa, organizo cursos sobre escritores contemporáneos en las universidades de verano, y tengo algunos libros editados sobre novela popular del xix. Nada espectacular, me temo; sobre todo en estos tiempos donde los suicidios se disfrazan de homicidios, las novelas son escritas por el médico de Rogelio Ackroyd, y demasiada gente se empeña en publicar doscientas páginas sobre las apasionantes vivencias que experimenta mirándose al espejo.
Pero ciñámonos a la historia.
Conocí a Lucas Corso cuando vino a verme con El vino de Anjou bajo el brazo. Corso era un mercenario de la bibliofilia; un cazador de libros por cuenta ajena. Eso incluye los dedos sucios y el verbo fácil, buenos reflejos, paciencia y mucha suerte. También una memoria prodigiosa, capaz de recordar en qué rincón polvoriento de una tienda de viejo duerme ese ejemplar por el que pagan una fortuna. Su clientela era selecta y reducida: una veintena de libreros de Milán, París, Londres, Barcelona o Lausana, de los que sólo venden por catálogo, invierten sobre seguro y nunca manejan más de medio centenar de títulos a la vez; aristócratas del incunable para quienes pergamino en lugar de vitela, o tres centímetros más en el margen de página, suponen miles de dólares. Chacales de Gutenberg, pirañas de las ferias de anticuario, sanguijuelas de almoneda, son capaces de vender a su madre por una edición príncipe; pero reciben a los clientes en salones con sofá de cuero, vistas al Duomo o al lago Constanza, y nunca se manchan las manos, ni la conciencia. Para eso están los tipos como Corso.
Se descolgó del hombro una bolsa de lona y la puso en el suelo, junto a sus zapatos Oxford sin lustrar, antes de quedarse mirando el retrato enmarcado de Rafael Sabatini que tengo sobre la mesa de despacho, junto a la estilográfica que utilizo para corregir artículos y pruebas de imprenta. Eso me gustó, pues las visitas suelen dedicarle poca atención; lo toman por un viejo pariente. Yo acechaba su reacción y observé que sonreía a medias al sentarse: una mueca juvenil, de conejo al cabo de la calle; de esas que captan de inmediato la benevolencia incondicional del público en cualquier película de dibujos animados. Con el tiempo supe que también era capaz de sonreír como un lobo despiadado y flaco, y que podía componer uno u otro gesto según lo exigieran las circunstancias; pero eso fue mucho más tarde. En aquel momento resultaba convincente, así que resolví arriesgar un santo y seña:
– Nació con el don de la risa -cité, señalando el retrato-… y con la sensación de que el mundo estaba loco …
Lo vi mover despacio la cabeza, con gesto lento y afirmativo, y experimenté por él una simpatía cómplice que, a pesar de todo cuanto ocurrió después, aún conservo. Había sacado de alguna parte, escamoteando el paquete, un cigarrillo sin filtro tan arrugado como su viejo gabán y sus pantalones de pana. Le daba vueltas entre los dedos, observándome a través de las gafas de montura de acero torcidas sobre la nariz; con el pelo, que le encanecía un poco, despeinado sobre la frente. La otra mano la mantenía, del mismo modo que si empuñase una pistola oculta, en uno de los bolsillos: fosos enormes deformados por libros, catálogos, papeles y -también lo supe más tarde- una petaca llena de ginebra Bols.
– …Y ese fue todo su patrimonio -completó sin dificultad la cita, antes de arrellanarse en la butaca y sonreír de nuevo-. Aunque, si he de serle sincero, me gusta más El capitán Blood .
Levanté la estilográfica en el severo aire para amonestarlo.
– Hace mal. Scaramouche es a Sabatini lo que Los tres mosqueteros a Dumas -hice un breve gesto de homenaje en dirección al retrato-. Nació con el don de la risa… No hay en la historia del folletín de aventuras dos primeras líneas comparables a ésas.
– Quizá sea cierto -concedió tras aparente reflexión, y entonces puso el manuscrito sobre la mesa, en su carpeta protectora con fundas de plástico, una por página-. Y es una coincidencia que haya mencionado a Dumas.
Empujó la carpeta hasta mí, volviéndola de modo que yo pudiese leer su contenido. Todas las hojas estaban escritas en francés por una sola cara y había dos clases de papel: uno blanco, ya amarillento por el tiempo, y otro azul pálido con fina cuadrícula, envejecido también por los años. A cada color correspondía una escritura distinta, aunque la del papel azul -trazada con tinta negra- figuraba en las hojas blancas a modo de anotaciones posteriores a la redacción original, cuya caligrafía era más pequeña y picuda. Había quince hojas en total, y once eran azules.
– Curioso -levanté la vista hacia Corso; me observaba con tranquilas ojeadas que iban de la carpeta a mí y de mí a la carpeta-. ¿Dónde ha encontrado esto?
Se rascó una ceja, calculando sin duda hasta qué punto la información que iba a pedirme lo obligaba a corresponder con este tipo de detalles. El resultado fue una tercera mueca, esta vez de conejo inocente. Corso era un profesional.
– Por ahí. Un cliente de un cliente.
– Comprendo.
Hizo una corta pausa, cauto. Además de precaución y reserva, cautela significa astucia. Y eso lo sabíamos ambos.
– Claro que -añadió- le diré nombres si usted me los pide.
Respondí que no era necesario y eso pareció tranquilizarlo. Se ajustó las gafas con un dedo antes de pedir mi opinión sobre lo que tenía en las manos. Sin responder en seguida, pasé las páginas del manuscrito hasta llegar a la primera. El encabezamiento estaba en mayúsculas, con trazos más gruesos: LE VIN D'AN]OU .
Leí en voz alta las primeras líneas:
Aprés de nouvelles presque désespérées du rol, le bruit de sa convalescence commenéçait á se répandre dans le camp…
No pude evitar una sonrisa. Corso hizo un gesto de asentimiento, invitándome a pronunciar veredicto.
– Sin la menor duda -dije- esto es de Alejandro Dumas, padre. El vino de Anjou : capítulo cuarenta y tantos, creo recordar, de Los tres mosqueteros .
– Cuarenta y dos -confirmó Corso-. Capítulo cuarenta y dos.
– ¿Es el original?… ¿El auténtico manuscrito de Dumas?
– Para eso estoy aquí. Para que me lo diga.
Encogí un poco los hombros, a fin de eludir una responsabilidad que sonaba excesiva.
– ¿Por qué yo?
Era una pregunta estúpida, de las que sólo sirven para ganar tiempo. A Corso debió de parecerle falsa modestia, porque reprimió una mueca de impaciencia.
– Usted es un experto -repuso, algo seco-. Y además de ser el crítico literario más influyente de este país, lo sabe todo sobre novela popular del xix.
– Olvida a Stendhal.
– No lo olvido. Leí su traducción de La Cartuja de Parma .
– Vaya. Me halaga usted.
– No crea. Prefiero la de Consuelo Berges.
Sonreímos ambos. Seguía cayéndome bien, y yo empezaba a perfilar su estilo.
– ¿Conoce mis libros? -aventuré.
– Algunos. Lupin, Raffles, Rocambole, Holmes , por ejemplo. O los estudios sobre Valle-Inclán, Baroja y Galdós. También Dumas: la huella de un gigante . Y su ensayo sobre El conde de Montecristo .
– ¿Ha leído todos esos títulos?
– No. Que yo trabaje con libros no significa que esté obligado a leerlos.
Mentía. O exageraba, al menos, el aspecto negativo de la cuestión. Aquel individuo pertenecía al género concienzudo; antes de ir a verme le echó un vistazo a cuanto sobre mí pudo encontrar. Era uno de esos lectores compulsivos que devoran papel impreso desde la más tierna infancia; en el caso -poco probable- de que en algún momento la infancia de Corso mereciera calificarse de tierna.
– Comprendo -respondí, por decir cualquier cosa.
Frunció un momento el ceño, comprobando si olvidaba algo, y después se quitó las gafas, echó aliento a los cristales y se puso a limpiarlos con un pañuelo muy arrugado que extrajo de los insondables bolsillos del gabán. Bajo la falsa apariencia de fragilidad que le daba aquella prenda demasiado grande, con sus incisivos de roedor y el aire tranquilo, Corso era sólido como un ladrillo obstinado. Tenía unas facciones afiladas y precisas, llenas de ángulos, enmarcando unos ojos atentos, siempre dispuestos a expresar una ingenuidad peligrosa para quien se dejara seducir por ella. A veces, sobre todo cuando estaba quieto, daba la impresión de ser más desmañado y lento de lo que era en realidad. Pertenecía a esa clase de tipos desamparados a quienes los hombres ofrecen tabaco, los camareros invitan a una copa extra y las mujeres sienten deseos de adoptar en el acto. Después, cuando caías en la cuenta de lo que estaba ocurriendo, era demasiado tarde para echarle el guante. Galopaba en la distancia añadiendo muescas a su navaja.
– Volvamos a Dumas -sugirió mientras señalaba con las gafas el manuscrito-. Alguien capaz de escribir quinientas páginas sobre él, debería reconocer un aire familiar ante sus originales… ¿No le parece?
Puse una mano sobre las páginas protegidas en fundas de plástico, con la unción que un sacerdote emplearía respecto a los ornamentos del oficio.
– Temo decepcionarlo, mas no siento nada.
Nos echamos a reír los dos. Corso tenía una risa peculiar, casi entre dientes: la de quien no está seguro de que su interlocutor y él rían de lo mismo. Una risa atravesada y distante, con algo de insolencia por medio; de esas que quedan flotando en el aire mucho tiempo, hasta cuando se desvanecen. Incluso cuando su propietario hace rato que se ha ido.
– Vamos por partes… -precisé-. ¿Es suyo el manuscrito?
– Ya le dije que no. Un cliente acaba de adquirirlo, y le sorprende que hasta ahora nadie haya oído hablar de este capítulo original e íntegro de Los tres mosqueteros … Desea una autentificación en regla, y trabajo en eso.
– Me extraña que se ocupe con asuntos menores -era cierto; también yo había oído hablar de Corso, antes-. A fin de cuentas Dumas, hoy en día…
Lo dejé en el aire, sonriendo del modo apropiado, con amargura cómplice; mas Corso no aceptó la oferta y se mantuvo a la defensiva: