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El número Tres

Sospechaban de él que no tenía corazón.

(R. Sabatini. Scaramouche)

Corso era de esos individuos que poseen una rara virtud: son capaces de encontrar aliados incondicionales en el acto, a cambio de una propina o una simple sonrisa. Ya vimos antes que había algo en él -su torpeza calculada a medias, la mueca resabiada y simpática, conejil, el aire ausente y desvalido que no lo era en absoluto- que ponía al interlocutor de su parte. Ése fue el caso de algunos de nosotros, al conocerlo. Y también el de Grüber, conserje del Louvre Concorde, a quien Corso trataba desde quince años atrás. Grüber era seco e imperturbable, con el cogote rapado y una permanente expresión de jugador de poker en las comisuras de la boca. Durante la retirada de 1944, cuando era un voluntario croata de dieciséis años en la 18ª . Panzergrenadierdivision Horst Wessel , una bala rusa le había tocado la columna, dejándole una cruz de hierro de segunda clase y tres vértebras rígidas para toda la vida. Ahí estaba la causa de que se moviera tras el mostrador de recepción envarado y tieso, igual que si le sostuviera el torso un corsé de acero.

– Necesito un favor, Grüber.

– A sus órdenes.

Casi escuchó un taconazo al cuadrarse el conserje. La impecable chaqueta color burdeos con llaves doradas en las solapas acentuaba el aire militar del viejo exiliado, muy del gusto de los clientes centroeuropeos que, tras el derrumbe del comunismo y la división de las hordas eslavas, llegaban a París mirando de reojo los Campos Elíseos y soñando con el Cuarto Reich.

– La Ponte, Flavio. Nacionalidad española. También Herrero, Liana; aunque puede registrarse como Taillefer o De Taillefer… Quiero saber si están en un hotel de la ciudad.

Escribió los nombres en una tarjeta, y al entregársela a Grüber añadió quinientos francos. Corso siempre daba propinas o sobornaba a la gente con una especie de encogimiento de hombros, algo del tipo hoy por ti mañana por mí, que convertía su gesto en una forma de intercambio amistoso, casi cómplice, donde resultaba difícil establecer quién hacía el servicio a quién. Grüber, que ante españoles de Eurocolor Iberia, italianos de corbatas infames y norteamericanos con bolsita de la TWA y gorra de béisbol murmuraba un cortés merci m'sieu al recibir diez miserables francos, deslizó el billete en un bolsillo sin pestañear ni dar las gracias, con elegante movimiento semicircular de la mano y su característica gravedad de croupier impasible, reservada a los pocos que, como Corso, aún conocían las reglas del juego. Para Grüber, que aprendió el oficio cuando un cliente sabía enarcar una ceja para hacerse entender por los empleados, la querida y vieja Europa de los hoteles internacionales empezaba a reducirse a unos escasos iniciados.

– ¿El señor y la señora se alojan juntos?

– No lo sé -Corso perfiló una mueca; imaginaba a La Ponte saliendo del cuarto de baño con albornoz bordado y a la viuda Taillefer recostada en la colcha, en camisón de seda-. Pero también me interesa ese detalle.

Grüber se inclinó apenas unos milímetros:

– Llevará unas horas, señor Corso.

– Lo sé -miró hacia el pasillo que comunicaba el vestíbulo con el restaurante; la chica estaba allí, su trenca bajo el brazo y las manos en los bolsillos de los tejanos, mirando una vitrina con perfumes y pañuelos de seda-. En cuanto a ella…

El conserje extrajo una ficha de bajo el mostrador. -Irene Adler -leyó-. Pasaporte británico, expedido hace dos meses. Diecinueve años. Domiciliada en 221 b de Baker Street, Londres.

– No me tome el pelo, Grüber.

– Nunca me tomaría la libertad, señor Corso. Eso dice el pasaporte.

Había un ápice de sonrisa, una levísima insinuación casi inapreciable en la boca del viejo waffen SS . Corso lo había visto sonreír de verdad sólo una vez: el día que cayó el muro de Berlín. Observó el pelo blanco cortado a cepillo, el cuello rígido, las manos simétricas apoyadas sobre el mostrador exactamente en el borde, por las muñecas. La antigua Europa, o lo que quedaba de ella. Demasiado mayor para arriesgarse a volver a casa y comprobar que nada era como recordaba; ni el campanario de Zagreb, ni las campesinas rubias y acogedoras oliendo a pan tierno, ni las llanuras verdes con ríos y puentes que había visto volar dos veces; en su juventud, cuando se retiraba ante los guerrilleros de Tito, y por la televisión, otoño del 91, en las narices de los chetniks serbios. Lo imaginó en su cuarto, quitándose la chaqueta burdeos con llavecitas doradas en las solapas igual que si se quitara la guerrera del uniforme austrohúngaro, ante un apolillado retrato del emperador Francisco José en la pared. Seguro que ponía en el tocadiscos la marcha Radetzky, brindada con montenegrino de Vranac y se masturbaba viendo vídeos de Sissí.

La chica había dejado de mirar la vitrina y observaba a Corso. 221 b de Baker Street, repitió él mentalmente, y estuvo a punto de echarse a reír sin remedio. No le habría sorprendido lo más mínimo que en ese momento apareciese un botones con una invitación de Milady de Winter para tomar el té en el castillo de If, o en el palacio de Ruritania con Richelieu, el profesor Moriarty y Rupert de Hentzau. Ya que de literatura se trataba, aquello podía ser lo más natural del mundo.

Pidió una guía telefónica para buscar el número de la baronesa Ungern. Luego, ignorando la mirada de la chica, fue hasta la cabina del vestíbulo y concertó una cita para el día siguiente. También marcó otro teléfono, el de Varo Borja en Toledo. Pero no obtuvo respuesta.

En el televisor había una película sin sonido: Gregory Peck entre focas, pelea en la sala de baile de un hotel, dos goletas navegando borda con borda, todo el trapo desplegado y el agua saltando sobre la amura, rumbo al norte, hacia la verdadera libertad que sólo empieza a diez millas de la costa más próxima. A este lado de la pantalla del televisor, sobre la mesa de noche, una botella de Bols con el nivel por debajo de la línea de flotación montaba guardia, cual viejo y alcohólico granadero en vísperas de batirse el cobre, entre Las Nueve Puertas y la carpeta del manuscrito Dumas.

Lucas Corso se quitó las gafas para frotarse los ojos enrojecidos por el humo de tabaco y la ginebra. Sobre la cama, ordenados con esmero arqueológico, estaban los fragmentos del número Dos rescatados de la chimenea en casa de Victor Fargas. No gran cosa: las tapas, protegidas por la piel de la encuadernación, se habían quemado menos que el resto, casi todo márgenes chamuscados con algunos párrafos apenas legibles. Cogió uno de ellos, amarillento y quebradizo por la acción del fuego:… si non obig.nem me. ips.s fecere, f.r q.qe die, tib. do vitam m.m si cut t.m… Pertenecía a un ángulo inferior de hoja, así que tras estudiarlo unos instantes buscó en el ejemplar número Uno la página gemela. Se trataba de la 89, y se correspondían dos párrafos idénticos. Intentó lo mismo con cuantos fragmentos pudo identificar, consiguiéndolo con dieciséis de ellos. Había otros veintidós imposibles de situar, demasiado pequeños o estropeados, y once más eran fragmentos de márgenes en blanco de los que sólo uno, merced a un 7 torcido en la tercera y única cifra legible del número de página, identificó como de la 107.

La brasa del cigarrillo le quemaba los labios, y Corso lo aplastó en el cenicero. Después, alargando la mano, acercó la botella para beber directamente del gollete un largo trago. Estaba en mangas de camisa, una vieja prenda de algodón caqui con grandes bolsillos, vuelta sobre los codos, con la corbata hecha un guiñapo. En la tele, el hombre de Boston abrazaba a una princesa rusa junto a la rueda del timón, y ambos movían los labios sin palabras, felices de amarse bajo un cielo en technicolor. El único sonido de la habitación era el suave trepidar de los cristales en la ventana por el tráfico que, dos pisos más abajo, discurría hacia el Louvre.

Finales felices. En otro tiempo, Nikon también había amado ese tipo de cosas. Corso la recordaba capaz de emocionarse como una chiquilla sentimental ante el beso con fondo de nubes y violines, cuando las palabras The End aparecían sobre las imágenes. A veces, en la butaca de un cine o sentada ante el televisor con la boca llena de ganchitos de queso, se apoyaba en el hombro de Corso y éste la sentía llorar larga y mansamente, en silencio, sin apartar los ojos de la pantalla. Podía ser Paul Henreid cantando La marsellesa en el café de Rick; Rutger Hauer inclinada la cabeza, moribundo, en los últimos planos de Blade Runner ; John Wayne con Maureen O'Hara ante la chimenea, en Innisfree; Custer con Arthur Kennedy la víspera de Little Big Horn; O'Toole-Jim engañado por el caballero Brown; Henry Fonda camino del O.K. Corral; o Mastroianni hundido hasta la cintura en el estanque del balneario para rescatar un sombrero de mujer, saludando a derecha e izquierda, elegante, imperturbable y enamorado de unos ojos negros. Nikon era feliz entre las lágrimas que le provocaba todo eso, y se enorgullecía de ellas. Será porque estoy viva, decía después riendo, aún húmedos los ojos. Porque soy parte del resto del mundo y me gusta que así sea. El cine es cosa de muchos: colectivo, generoso, con los niños aplaudiendo cuando llega el Séptimo de Caballería. Incluso mejora a través de la tele; las películas se ven entre dos, se comentan. En cambio tus libros son egoístas. Solitarios. Algunos ni siquiera pueden leerse y se rompen al abrirlos. Quien sólo se interesa por los libros no necesita a nadie, y eso me da miedo -Nikon masticaba el último ganchito y se lo quedaba mirando, atenta, entreabiertos los labios, acechando en su rostro el síntoma de una enfermedad que no tardaría en manifestarse-. A veces tú me das miedo.

Finales felices. Corso puso un dedo sobre el mando a distancia y la imagen desapareció en la pantalla. Ahora él estaba en París y Nikon fotografiaba niños de ojos tristes en algún lugar de África o de los Balcanes. Una vez, tomando una copa en un bar, creyó entreverla en la imagen confusa de un telediario: de pie en mitad de un bombardeo entre refugiados que corrían despavoridos, con el pelo recogido en una trenza, las cámaras colgando y un 35 mm pegado a la cara, su silueta recortada sobre un fondo de humo y llamas. Nikon. Entre las falacias universales que ella siempre asumió sin cuestionar su fundamento, la de los finales felices era la más absurda. Comieron perdices y siempre se amaron, y parecía que el resultado de la ecuación fuese indiscutible, definitivo. Nada de preguntas sobre cuánto dura el amor, la felicidad, en un siempre fraccionable en vidas, años, meses. Incluso días. Hasta el final inevitable, el de ellos dos, Nikon se negó a aceptar que tal vez el héroe se hundió con su barco dos semanas después, al chocar con un escollo en las Hébridas del Sur. O que la heroína fue atropellada por un automóvil tres meses más tarde. O que todo ocurrió quizás de otro modo, de mil formas distintas: alguien tuvo el primer amante, alguien sintió rencor o hastío, alguien deseó volver atrás. ¿Cuántas noches de lágrimas, de silencios, de soledad, se sucedieron tras aquel beso? ¿Qué cáncer lo mató a él antes de cumplir cuarenta? ¿De qué vivió ella antes de morir en un asilo a los noventa? ¿En qué despojo ruin se convirtió el apuesto oficial, con las heridas gloriosas convertidas en horribles cicatrices y sus batallas olvidadas que ya no interesaban a nadie? ¿Qué dramas vivieron ya ancianos, indefensos, sin fuerzas para pelear o defenderse, traídos de acá para allá por el vendaval del mundo, la estupidez, la crueldad, la miserable condición humana?

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