Y yo, que había forjado sobre él una pequeña novela, me equivoqué por completo.
(Souvestre y Allain. Fantomas )
Ha llegado el momento de situar nuestro punto de vista narrativo. Fiel al viejo principio de que en los relatos de misterio el lector debe poseer la misma información que el protagonista, he procurado ceñirme a los hechos desde la óptica de Lucas Corso, excepto en dos ocasiones: los capítulos primero y quinto de esta historia, donde no tuve otro remedio que plantear mi propia aparición. En ambos casos, como ahora me dispongo a hacer por tercera y última vez, recurrí a la primera persona del pretérito imperfecto por razones de coherencia; resulta absurdo citarme a mí mismo como él , truco publicitario que, si bien aportó rentas de imagen a Cayo Julio César en su campaña de las Galias, en mi caso habría sido calificado, y con razón, de pedantería injustificable. También hay otra causa, quizá relativamente perversa: contar la historia a la manera de un doctor Sheppard frente a Poirot se me antojaba, más que ingenioso -ahora esas cosas las hace todo el mundo-, un truco divertido. Y a fin de cuentas, la gente escribe por diversión, para vivir más, para quererse a sí misma o para que la quieran otros. Yo incluyo algunos de tales propósitos. Citando al viejo Eugenio Sue, los malvados de una sola pieza, si me permiten la expresión, son fenómenos muy raros. Suponiendo -tal vez sea mucho suponer- que yo sea de verdad un malvado.
El caso es que quien suscribe, Boris Balkan, estaba allí en la biblioteca, aguardando a nuestro invitado, y de pronto vi entrar a Corso navaja en mano, con un peligroso brillo justiciero en los ojos. Observé que aparecía sin escolta y eso me inquietó un poco, aunque procuré mantener la máscara imperturbable compuesta para la ocasión. Por lo demás tenía bien planificado el efecto: la biblioteca en penumbra, luz de candelabros en la mesa ante la que me encontraba sentado, un ejemplar de Los tres mosqueteros en las manos… Incluso vestía -era puro azar en lo tocante a Corso, pero que ni pintado al caso- una chaqueta de terciopelo rojo que resultaba fácilmente asociable a la púrpura cardenalicia.
Mi gran ventaja era que yo esperaba al cazador de libros con o sin compañía, pero él a mí no; por lo que decidí aprovechar el factor sorpresa. Aquella navaja en la mano, en combinación amenazadora con la expresión de sus ojos, me causaba inquietud. Así que antepuse las palabras a los hechos.
– Lo felicito-dije, cerrando el libro como si su llegada hubiera interrumpido mi lectura-. Ha sido capaz de seguir el juego hasta el final.
Se me quedó mirando desde el otro extremo de la habitación, y he de añadir que disfruté muchísimo con la incredulidad que veía en su cara.
– ¿Juego? -articuló con voz ronca.
– Sí, juego. Tensión, incertidumbre, destreza, habilidad… Acción libre, según reglas obligatorias, que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y de la alegría de actuar de otro modo que en la vida corriente… -Aquello no era mío, pero Corso no tenía por qué saberlo-. ¿Le parece una definición adecuada?… Ya lo dice el segundo libro de Samuel: «Que aparezcan los niños y jueguen ante nosotros…» . Los niños son jugadores y lectores perfectos: todo lo hacen con la mayor seriedad. En el fondo, el juego es la única actividad universalmente seria; ahí no vale el escepticismo, ¿no cree?… Por muy incrédulo y descreído que uno sea, si se quiere participar no hay más opción que atenerse a las reglas. Sólo quien respeta esas reglas, o al menos las conoce y utiliza, puede vencer… Ocurre lo mismo al leer un libro: hay que asumir la trama y los personajes para disfrutar la historia -me detuve, suponiendo que el caudal de palabras habría hecho sobre él un adecuado efecto sedante-. Por cierto, usted no vino solo. ¿Dónde está el otro?
– ¿Rochefort?… -Corso torcía la boca de un modo muy poco simpático-. Tuvo un accidente.
– ¿Le llama Rochefort?… Es gracioso y apropiado. Veo que es de los que asumen las reglas, naturalmente. No sé por qué habría de sorprenderme.
Corso me obsequió con una risita poco tranquilizadora.
– Él sí parecía sorprendido la última vez que lo vi. -Me alarma usted -sonreí, cínico; pero estaba de verdad alarmado-. Espero que no haya ocurrido nada grave.
– Se cayó por la escalera.
– Qué me dice.
– Lo que oye. Pero tranquilícese. Cuando lo dejé, su esbirro aún respiraba.
– Menos mal -recompuse un poco la sonrisa, procurando disimular mi incomodidad; todo rebasaba en exceso los límites previstos. ¿Así que ha hecho un poco de trampa?… Bueno -abrí las manos, magnánimo-. No se preocupe.
– No me preocupo. Es usted quien debería estarlo.
Aparenté no haber oído aquello.
– Lo importante es llegar -proseguí, aunque perdiendo un segundo el hilo del asunto-. En materia de hacer trampas hay ilustres precedentes… Teseo salió del laberinto merced al hilo de Ariadna, Jasón robó el vellocino gracias a Medea… Los Kauraba ganaron con subterfugios el juego de dados del Mahabharata, y los aqueos dieron jaque mate a los troyanos moviendo un caballo de madera… Su conciencia está a salvo.
– Gracias. Pero mi conciencia es cosa mía.
Extrajo del bolsillo, doblada en cuatro, la carta de Milady, y la arrojó sobre la mesa. Reconocí sin dificultad mi propia letra, siempre algo afectada en las mayúsculas. Es por orden mía y por razones de Estado por lo que el portador de la presente, etc.
– Espero -dije, acercando el papel a la llama de un candelabro- que el juego fuese, al menos, divertido.
– A ratos.
– Lo celebro -ambos mirábamos arder la carta en el cenicero donde yo la había puesto-. Cuando hay literatura por medio, el lector inteligente puede disfrutar hasta con la estrategia que lo convierte en víctima. Y soy de los que creen que la diversión es un móvil excelente para jugar. También para leer una historia, o escribirla.
Me levanté con Los tres mosqueteros en las manos, y di unos pasos por la habitación mirando el reloj de pared con disimulo; aún faltaban veinte largos minutos para las doce. Los dorados en el lomo de las antiguas encuadernaciones relucían alineados en sus estantes. Los contemplé un momento, aparentando haber olvidado a Corso, y después me volví hacia él.
– Ahí los tiene -hice un gesto que abarcaba la biblioteca-. Se dirían quietos y silenciosos pero hablan entre sí, aunque parezcan ignorarse unos a otros… Utilizan a los autores para comunicarse entre ellos, igual que el huevo recurre a la gallina para producir otro huevo. Devolví Los tres mosqueteros a su estante. Dumas estaba en buena compañía: entre Los Pardellanes de Zevaco y El caballero del jubón amarillo , de Lucus de René. Como era tiempo lo que sobraba, abrí este último por la primera página y me puse a leer en voz alta:
Dando las doce de la noche en Saint Germain l'Auxerrois, bajaban por la calle de Astruces tres caballeros embozados en sendas capas, al parecer tan seguros de sí mismos como el trote de sus caballos…
– Primeras líneas -dije-. Siempre esas extraordinarias primeras líneas… ¿Recuerda nuestro diálogo en torno a Scaramouche?: «Nació con el don de la risa…» . Hay frases iniciales que a veces marcan toda una vida, ¿no cree?… «Canto a las armas y al héroe», por ejemplo. ¿Nunca practicó ese juego con alguien de su confianza?… «Un modesto joven se dirigía en pleno verano…» , o aquella otra: «He estado mucho tiempo acostándome temprano…» . Y por supuesto: «El 15, de mayo de 1796, el general Bonaparte hizo su entrada en Milán» .
Corso hizo una mueca.
– Olvida la que me trajo hasta aquí: «El primer lunes del mes de abril de 16-25, el burgo de Meung, donde nació el autor del Roman de la Rose, parecía estar en revolución tan completa…» .
– Capítulo primero, en efecto -confirmé-. Usted lo ha hecho verdaderamente bien.
– Eso dijo Rochefort antes de caerse por la escalera. Se hizo un silencio, roto por las campanadas del reloj marcando los tres cuartos de las once. Corso señaló la esfera:
– Faltan quince minutos, Balkan.
– Sí -asentí; aquel tipo tenía una intuición endiablada-. Quince minutos para el primer lunes de abril.
Puse El caballero del jubón amarillo en su estante y di unos pasos por el cuarto. Corso seguía observándome, inmóvil, aún con la navaja en la mano.
– Podría guardar eso -aventuré.
Dudó un segundo antes de cerrar la hoja, metiéndosela en el bolsillo sin dejar de mirarme. Le brindé una sonrisa de aprobación mientras volvía a señalar la biblioteca.
– Nunca se está solo con un libro cerca, ¿no cree?… -dije, por decir algo-. Cada página nos recuerda un día pasado, revive las emociones que lo llenaron. Horas felices señaladas con tiza, sombrías con carbón… ¿Dónde estaba yo entonces? ¿Qué príncipe me llamó su amigo, qué mendigo su hermano…? -dudé un momento, buscando nuevos términos para redondear la retórica del asunto.
– ¿Qué hijo de puta su compadre? -sugirió Corso. Lo miré con censura. Aquel aguafiestas se empeñaba en fastidiar el tono elevado que yo pretendía dar a la cuestión.
– No necesita ponerse desagradable.
– Me pongo como me da la gana. Eminencia.
– Detecto retintín en ese Eminencia -respondí sinceramente picado-. De ello deduzco, señor Corso, que se deja vencer por sus prejuicios… Fue Dumas quien convirtió a Richelieu en el malvado que no era, falseando la realidad por razones novelescas… Creo habérselo explicado cuando nuestra última entrevista en el café de Madrid.
– Sucio truco -opuso Corso, sin precisar si hablaba de Dumas o de mí.
Alcé un enérgico dedo índice, dispuesto a puntualizar.
– Un recurso legítimo -objeté- inspirado por la astucia y el genio del novelista más grande que ha existido. Y sin embargo… -en ese punto sonreí amargamente, con sincera tristeza-. Sainte-Beuve le tenía respeto, mas no lo aceptaba como literato. Victor Hugo, su amigo, se limitaba a alabar la capacidad de Dumas para la acción dramática, pero nada más. Abundante y prolijo, decían. Con poco estilo. Lo acusaban de no hurgar en las angustias del ser humano, de falta de sutileza… ¡Falta de sutileza! -toqué los tomos de Los mosqueteros alineados en su estante-. Coincido con el buen padre Stevenson: no hay un canto a la amistad tan largo, accidentado y hermoso como éste. En Veinte años después , los protagonistas reaparecen distanciados al principio; son hombres maduros, egoístas, con las mezquindades que la vida impone, que incluso militan en bandos opuestos… Aramis y d'Artagnan se mienten y fingen, Porthos teme que le pidan dinero… Al citarse en la plaza Real acuden armados, están a punto de batirse. Y en Inglaterra, cuando la imprudencia de Athos los pone a todos en peligro, d'Artagnan se niega a estrechar su mano… En El vizconde de Bragelonne , con la intriga de la máscara de hierro, son Aramis y Porthos quienes se enfrentan a sus viejos camaradas… Eso ocurre porque están vivos; porque son personajes contradictorios y humanos. Mas siempre, en el momento supremo, la amistad vence de nuevo. ¡Gran cosa, la amistad!… ¿Tiene usted amigos, Corso?