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– Quiere que lo lleve yo. Es más seguro.

Milady asintió, hosca. Saltaba a la vista que no era ése el papel que tenía previsto desempeñar aquella noche; pero igual que su trasunto novelesco, era una sicaria disciplinada. A cambio del arma entregó a Rochefort el manuscrito Dumas. Después estudió a Corso, inquieta.

– Espero que no te cause problemas.

Rochefort sonrió tranquilo, con seguridad, y sacó del bolsillo una navaja automática de grandes dimensiones para mirarla reflexivo; parecía que hasta ese momento no hubiera recordado bien si la llevaba consigo. La blancura de sus dientes contrastaba sobre la piel del rostro surcado por la cicatriz.

– No creo -repuso, guardando la navaja que ni siquiera había abierto, mientras dirigía a Corso un ademán al tiempo amistoso y siniestro. Después cogió su sombrero de encima de la cama, hizo girar la llave en la cerradura e indicó el pasillo con una reverencia exagerada, del mismo modo que si agitara en la mano un chambergo emplumado.

– Su Eminencia aguarda, caballero -dijo. Y soltó una carcajada perfecta, breve y seca, de esbirro cualificado.

Antes de abandonar la habitación, Corso observó a la chica. Había vuelto la espalda a Milady, que los encañonaba a ella y a La Ponte, desinteresándose de cuanto allí ocurría. Apoyada en la ventana miraba hacia afuera, absorta en el viento y la lluvia, recortada a contraluz en los relámpagos que iluminaban la noche.

Salieron a la calle, en la tormenta. Rochefort había puesto la carpeta con el manuscrito Dumas bajo el impermeable para protegerla de la lluvia, y guiaba a Corso por las callejuelas que conducían a la parte vieja del pueblo. Ráfagas de agua agitaban las ramas de los árboles, repiqueteando ruidosamente en los charcos y sobre los adoquines; gruesas gotas le caían a Corso por el pelo y la cara. Se levantó el cuello del gabán. El pueblo estaba a oscuras y no se veía un alma; sólo el resplandor de la tempestad iluminaba las calles a intervalos, recortando tejados de edificios medievales, el perfil sombrío de Rochefort bajo el ala goteante del sombrero, las siluetas de los dos hombres en el suelo mojado, quebradas en violentos zigzags con las descargas eléctricas que sonaban igual que truenos del diablo al golpear, semejantes a latigazos, la agitada corriente del Loira.

– Hermosa noche -dijo Rochefort, vuelto hacia Corso para hacerse oír sobre el estruendo.

Parecía conocer bien el pueblo. Caminaba con seguridad, girándose a medias de vez en cuando para comprobar si el acompañante continuaba a su lado. Gesto innecesario, pues en ese momento Corso lo hubiera seguido hasta las mismas puertas del infierno; parada y fonda que, por otra parte, no descartaba en absoluto encontrar al término de tan funesto recorrido. Sucesivamente, los relámpagos alumbraron un arco medieval, un puente sobre un antiguo foso, un cartel de Boulangerie-patisserie , una plaza desierta, una torre cónica y una verja de hierro con un cartel: Cháteau de Meung sur Loire. XIIéme-XIIIéme siécles .

Había una ventana con luz a lo lejos, al otro lado de la verja, pero Rochefort torció a la derecha y Corso lo hizo tras él. Siguieron un lienzo de muralla cubierta de hiedra para llegar a cierta poterna semioculta en el muro. Entonces Rochefort sacó una llave, una pieza de hierro enorme y antigua, y la introdujo en la cerradura.

Juana de Arco utilizó esta puerta -informó a Corso mientras hacía girar la llave, y un último relámpago desveló peldaños que bajaban hacia las tinieblas. En el fugaz resplandor, Corso pudo ver también la sonrisa de Rochefort, sus ojos oscuros brillando bajo el ala del sombrero, la cicatriz lívida en la mejilla. Al menos, se dijo, era un digno adversario: nadie podía plantear reclamación en cuanto a la irreprochable puesta en escena. Empezaba, bien a su pesar, a profesarle una retorcida simpatía al individuo, fuera quien fuese, capaz de ejecutar con semejante aplicación tan canallesco papel. Alejandro Dumas habría disfrutado como un niño con todo aquello.

Rochefort empuñaba una pequeña linterna, alumbrando la escalera larga y estrecha que se perdía en dirección al sótano.

– Vaya delante-dijo.

Los pasos resonaban en las revueltas del pasadizo. Al cabo de un instante, Corso se estremeció bajo el gabán mojado; un aire frío, con olor a cerrado y humedad de siglos, ascendía hasta ellos. El haz de luz mostraba peldaños gastados por el uso, manchas de agua en las bóvedas. La escalera moría en un corredor angosto con rejas herrumbrosas. Rochefort iluminó un instante un foso circular, a la izquierda.

– Son los antiguos calabozos del obispo Thibault d'Aussigny -informó a Corso-. Por ahí arrojaban los cadáveres al Loira. Francois Villon estuvo preso en este lugar. Y se puso a recitar entre dientes, en tono zumbón.

Ayez pitié, ayez pitié de mol…

Era un canalla culto, sin duda. Con cierto toque didáctico y seguro de sí mismo. Corso no fue capaz de establecer si eso mejoraba o empeoraba la situación; pero había una idea que le rondaba la cabeza desde que entraron en el pasadizo. A fin de cuentas -su propio chiste le hizo muy poca gracia- de perdidos, al río.

El subterráneo ascendía ahora bajo los arcos de la bóveda por la que goteaban más regueros de humedad. Los ojos brillantes de una rata se materializaron al extremo de la galería, desapareciendo después con un chillido. La linterna iluminó el ensanchamiento final del pasadizo en una sala circular cuyo techo, sostenido por nervios ojivales, descansaba sobre una gruesa columna central.

– La cripta -informó Rochefort cada vez más locuaz, moviendo el haz de luz a su alrededor-. Siglo doce. Las mujeres y los niños se refugiaban aquí durante los ataques al castillo.

Muy instructivo. Sin embargo, Corso no estaba en condiciones de apreciar la información de su extravagante cicerone; se hallaba tenso y alerta, al acecho de la ocasión oportuna. Subían ahora por una escalera de caracol, cuyas saeteras filtraban estrechos resplandores de la tormenta que seguía retumbando al otro lado de los muros.

– Sólo unos metros y habremos llegado -comentó Rochefort a su espalda y algo más abajo; la linterna iluminaba los peldaños entre las piernas de Corso y el tono de sus palabras era conciliador-. Y ahora que el asunto está a punto de acabar -añadió- debo decirle una cosa: a pesar de todo, usted lo hizo muy bien. La prueba es que ha llegado hasta aquí… Espero que no me guarde demasiado rencor por lo del Sena y el hotel Crillon. Son gajes del oficio.

No precisó de qué oficio, pero daba igual. Porque ya Corso se volvía hacia él, deteniéndose con ademán de responder algo o formular una pregunta. Se trataba de un movimiento casual nada sospechoso, al que en justicia Rochefort no podía oponer ningún reparo. Quizá por eso no supo reaccionar cuando, en el mismo gesto, Corso se le dejó caer encima mientras extendía brazos y piernas contra el muro para no verse arrastrado escaleras abajo. El caso de Rochefort resultó distinto: los peldaños eran estrechos, la pared lisa y sin asideros, y además estaba lejos de esperar el ataque. La linterna, milagrosamente intacta, iluminó varios momentos de la escena al caer rodando por la escalera: Rochefort con los ojos desencajados y una expresión de sorpresa en la cara, Rochefort piernas por alto intentando asirse desesperadamente al vacío, Rochefort a punto de desaparecer tras la revuelta de la escalera de caracol, el sombrero de Rochefort rodando de peldaño en peldaño hasta detenerse en uno de ellos… Y algo después, seis o siete metros más abajo, un ruido sordo, algo así como clunc . O tal vez plaf . El caso es que Corso, que se había quedado presionando con los brazos y piernas abiertos contra las paredes por no acompañar a su adversario en tan incómodo viaje, recobró de pronto la movilidad. El corazón le latía desbocado mientras bajaba saltando los peldaños de tres en tres. Se agachó un instante para coger la linterna del suelo y por fin llegó al pie de la escalera donde Rochefort, hecho un ovillo, rebullía débilmente, dolorido y maltrecho.

– Gajes del oficio -precisó Corso, iluminándose la cara con la linterna para que, desde el suelo, el otro pudiera ver su sonrisa amistosa. Después le dio una patada en la sien, oyendo cómo la cabeza de Rochefort golpeaba fuerte contra el primer peldaño. Levantó el pie para darle otra más, a fin de asegurarse, pero con un vistazo comprobó que no era necesaria: Rochefort estaba con la boca abierta, y un hilo de sangre le salía por la oreja. Se inclinó sobre él para ver si respiraba, comprobó que sí, y tras abrirle el impermeable se puso a registrar sus bolsillos, apoderándose de la navaja, una cartera con dinero, un documento de identidad francés y la carpeta con el manuscrito Dumas, que puso bajo su gabán, entre el cinturón y la camisa. Después apuntó el haz de la linterna hacia la escalera de caracol y volvió a subir por ella, esta vez hasta el final. Encontró allí un rellano con puerta de gruesos herrajes y clavos hexagonales, bajo la que se filtraba una rendija de luz, y permaneció inmóvil cosa de medio minuto, intentando recobrar el aliento y serenar un poco los latidos de su corazón. Al otro lado estaba la respuesta al enigma, y se dispuso a encararla con los dientes apretados, en una mano la linterna y en la otra la navaja de Rochefort, que se abrió en su palma con amenazador chasquido automático.

Y fue así, navaja en mano, el pelo revuelto y mojado de lluvia y los ojos brillando con resolución homicida, como vi a Corso entrar en la biblioteca.

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