– Tengo el dinero que necesito.
– Ahora no hablo de dinero.
Se había recostado en el sofá, y uno de sus pies descalzos acariciaba el empeine del otro. Corso adivinó los dedos con uñas pintadas de rojo bajo la malla oscura de las medias. Al moverse, la falda retrocedió insinuando un poco de carne blanca al fondo, tras las ligas negras, allí donde todos los enigmas se reducían a uno, viejo como el Tiempo. El cazador de libros alzó con esfuerzo la mirada. Los ojos azul acero continuaban fijos en él.
Se quitó las gafas antes de ponerse en pie, acercándose al sofá. La mujer siguió su movimiento con la mirada, impasible; incluso cuando quedó frente a ella, tan cerca que sus rodillas se tocaban. Entonces Liana Taillefer alzó una mano y puso los dedos de uñas lacadas en rojo exactamente sobre la bragueta de su pantalón de pana. Sonreía otra vez de modo casi imperceptible, desdeñosa y segura de sí, cuando por fin Corso se inclinó sobre ella y le subió la falda hasta la cintura.
Fue un mutuo asalto, más que un intercambio. Un ajuste de cuentas sobre el sofá: forcejeo crudo y duro de adulto a adulto, con los gemidos apropiados en el momento oportuno, algunas imprecaciones entre dientes y las uñas de la mujer clavadas sin piedad en los riñones de Corso. Ocurrió así, en un palmo de terreno, sin soltarse la ropa, la falda de ella sobre las caderas anchas y fuertes que él sujetaba con las manos crispadas, las presillas del liguero clavándosele en las ingles. Ni siquiera llegó a ver sus tetas, aunque un par de veces pudo acceder a ellas; carne densa, cálida y abundante bajo el sostén, la blusa de seda y la chaqueta del traje sastre que, en el fragor del combate, Liana Taillefer no tuvo tiempo de quitarse. Y ahora estaban allí los dos, todavía enredados uno en otro entre el revoltijo de sus ropas arrugadas, sin aliento, igual que luchadores exhaustos. Y Corso, preguntándose cómo iba a zafarse de aquel lío.
– ¿Quién es Rochefort? -preguntó, dispuesto a precipitar la crisis.
Liana Taillefer lo miró desde diez centímetros de distancia. La luz poniente le iluminaba el rostro en tonos rojizos; habían saltado las horquillas del moño, y su cabello rubio cubría en desorden el cuero del sofá. Por primera vez parecía relajada.
– Nadie que importe -repuso-, ahora que recupero el manuscrito.
Corso besó el desordenado escote de la mujer, despidiéndose de él y su contenido. Presentía que iba a tardar en besarlo de nuevo.
– ¿Qué manuscrito? -dijo, por decir algo, y al momento comprobó que ella endurecía la mirada; el cuerpo se puso rígido bajo el suyo.
– El vino de Anjou … -por primera vez su voz encerraba un punto de ansiedad-. Va a devolvérmelo, ¿no es cierto?
A Corso no le gustó cómo sonaba aquella vuelta al usted. Recordaba vagamente haberse tuteado en la escaramuza.
– No he dicho nada de eso.
– Creía…
– Creyó mal.
El acero brilló con un relámpago de cólera. Se erguía, furiosa, rechazándolo con un movimiento brusco de las caderas.
– ¡Canalla!
Corso, que estaba a punto de echarse a reír esquivando la situación con un par de cínicas bromas, se sintió empujado hacia atrás con violencia, hasta el suelo donde cayó de rodillas. Mientras se incorporaba, ciñéndose el cinturón, comprobó que Liana Taillefer se ponía en pie, pálida y terrible, y sin preocuparse de las ropas en desorden, aún desnudos los magníficos muslos, le asestaba una bofetada tan descomunal que su tímpano izquierdo resonó como el parche de un tambor.
– ¡Miserable!
Se tambaleó el cazador de libros; el golpe no era para menos. Aturdido, miró a su alrededor como el boxeador en busca de una referencia para no irse abajo, a la lona. Liana Taillefer cruzó su campo visual sin que pudiera prestarle demasiada atención: el oído le dolía horrores. Miraba estúpidamente el sable de Waterloo cuando oyó ruido de vidrio al romperse. Entonces ella apareció de nuevo en el contraluz rojizo de la ventana. Se había bajado la falda, llevaba la carpeta del manuscrito en una mano, y en la otra el gollete de la botella rota. El filo de vidrio se dirigía a la garganta de Corso.
Levantó un brazo, por simple reflejo, mientras daba un paso atrás. El peligro le devolvía lucidez y adrenalina a chorros, así que apartó la mano armada de la mujer y le asestó un puñetazo en el cuello que la dejó sin aliento, parándola en seco. La siguiente escena fue algo más apacible: Corso recogía del suelo el manuscrito y la botella rota, y Liana Taillefer estaba otra vez sentada en el sofá, ahora con el cabello desordenado sobre la cara, las manos en el cuello dolorido, respirando con dificultad entre sollozos de ira.
– Lo matarán por esto, Corso -la oyó decir por fin. El sol se había puesto definitivamente al otro lado de la ciudad, y los ángulos de la casa se llenaban de sombras. Avergonzado, encendió la luz y le alargó a la mujer gabardina y sombrero antes de descolgar el teléfono para pedir un taxi. Todo el tiempo evitó mirarla a los ojos. Después, cuando oyó desvanecerse sus pasos en la escalera, estuvo un rato inmóvil en la ventana, observando las sombras de los tejados recortarse en la claridad de la luna que ascendía despacio.
«Lo matarán por esto, Corso.»
Se sirvió un largo vaso de ginebra. No podía apartar de su cabeza la expresión de Liana Taillefer cuando se supo engañada. Ojos mortales como una daga, rictus de furia vengativa. Y no bromeaba; había querido matarlo de verdad. Una vez más los recuerdos despertaron despacio, invadiéndolo poco a poco, aunque esta vez no fue preciso, para revivirlos, ningún esfuerzo de la memoria. Era una imagen nítida como el lugar exacto del que procedía. Sobre la mesa de trabajo estaba la edición facsímil de Los tres mosqueteros . La abrió en busca de la escena: página 129. Allí, entre muebles en desorden, saltando del lecho puñal en mano como un diablo vengador, Milady se abalanza sobre d'Artagnan que retrocede aterrado, en camisa, manteniéndola a raya con la punta de su espada.