– Bulas de la Santa Cruzada, de 1483… -el hermano sonreía, equívoco, como si en vez de papeles muertos hablase de excitante material pornográfico-. En las tapas de unos memoriales sin valor del siglo xvi.
Pedro Ceniza seguía atento a Las Nueve Puertas :
– La encuadernación parece en orden -dijo-. Todo encaja. Curioso libro, ¿verdad? Con sus cinco nervios en el lomo, sin título, y el misterioso pentáculo en la tapa… Torchia, Venecia 1666. Tal vez lo encuadernase él mismo. Un bello trabajo.
– ¿Qué me dice del papel?
– Ahí lo reconozco a usted, señor Corso; buena pregunta -el encuadernador se pasó la lengua por los labios; parecía que intentase transmitirles un poco de calor. Luego hizo sonar las hojas dejándolas correr con el pulgar sobre el corte del libro, el oído atento, igual que había hecho Corso en casa de Varo Borja-. Excelente papel. Nada que ver con las celulosas de hoy en día… ¿Sabe la cifra media de vida para un libro de los que se imprimen ahora?… Díselo, Pablo.
– Setenta años -informó el otro con rencor como si el culpable fuera Corso-. Setenta miserables años.
El hermano mayor rebuscaba entre los utensilios de la mesa. Al fin empuñó una lente especial de gran aumento y la acercó al libro.
– Dentro de un siglo -murmuró mientras levantaba una hoja y la estudiaba al trasluz, guiñando un ojo- casi todo lo que hoy está en las librerías habrá desaparecido. Pero estos volúmenes, impresos hace doscientos o quinientos años seguirán intactos… Tenemos los libros, como el mundo, que merecemos… ¿No es verdad, Pablo?
– Libros de mierda sobre papel de mierda.
Pedro Ceniza movía la cabeza, aprobador, sin dejar de estudiar el libro a través de la lente.
– Ya lo oye. El papel de celulosa se vuelve amarillo y quebradizo como una hostia, y se fragmenta sin remedio. Envejece y muere.
– Ése no es el caso -apuntó Corso señalando el libro. El encuadernador todavía observaba las hojas al trasluz.
– Papel de hilo, como Dios manda. Buen papel hecho con trapos, resistente al tiempo y la estupidez humana… No, miento. Es lino. Auténtico papel de lino -apartó el ojo de la lente y miró a su hermano-. Qué raro, no se trata de papel veneciano. Grueso, esponjoso, fibroso… ¿Español?
– Valenciano -dijo el otro-. Lino de Játiva.
– Eso es. Uno de los mejores de Europa, en la época. Puede que el impresor se hiciera con una partida de importación… Aquel hombre se propuso hacer bien las cosas.
– Las hizo a conciencia -puntualizó Corso-. Y le costó la vida.
– Eran riesgos del oficio… -Pedro Ceniza aceptó el cigarrillo arrugado que Corso le ofrecía, para encenderlo en el acto, tosiendo con indiferencia-… En cuanto al papel, usted sabe que es difícil engañar con eso. La resma utilizada tendría que ser en blanco, de la misma época, y aun así íbamos a encontrar diferencias: las hojas se vuelven marrones, las tintas se oxidan, se alteran con el tiempo… Por supuesto los añadidos se pueden manchar, lavarse con agua de té para oscurecerlos… Una buena restauración, o adición de hojas faltas que parezcan originales, debe dejar el libro uniforme. Los detalles son básicos. ¿Verdad, Pablo?… Siempre los benditos detalles.
– ¿Cuál es el diagnóstico?
– Salvando las distancias entre lo imposible, lo probable y lo convincente, hemos establecido que la encuadernación del libro puede ser del xvii… Eso no significa que las hojas que están dentro correspondan a esta encuadernación y no a otra; pero démoslo por supuesto. En cuanto al papel, tiene características similares a otras partidas cuyo origen sí está probado; luego también parece de época.
– De acuerdo. Encuadernación y papel son auténticos. Veamos el texto y las ilustraciones.
– Eso resulta más complejo. Desde el punto de vista tipográfico hay dos posibles puntos de partida. Primero: el libro es auténtico, pero su propietario, que según usted tiene motivos poderosos para saberlo, lo niega. Posible, entonces, pero poco probable. Vamos al segundo punto, el de la falsedad, que nos permite calcular dos posibilidades. Primera: todo el texto es falso, inventado, impreso sobre papel de época y aprovechando unas cubiertas anteriores. Eso, aunque posible, resulta improbable. O, para ser más precisos, poco convincente. El costo del libro sería desproporcionado… Hay una segunda alternativa razonable para la falsificación: que se realizara en fecha muy próxima a la primera edición del libro. Hablamos de una reimpresión con modificaciones, camuflada como si fuese la primera, hecha diez o veinte años después de ese 1666 que figura en el frontispicio… Pero, ¿con qué objeto?
– Se trataba de un libro condenado -apuntó Pablo Ceniza.
– Es posible -asintió Corso-. Alguien con acceso al material usado por Aristide Torchia, planchas y tipos de imprenta, pudo imprimirlo de nuevo…
El mayor de los hermanos había cogido un lápiz y garabateaba en el dorso de una hoja impresa.
– Sería una explicación. Pero las otras alternativas, o hipótesis, parecen más factibles… Imagine, por ejemplo, que la mayor parte de las páginas del libro son auténticas, pero se trata de un ejemplar falto, con hojas arrancadas o perdidas… Y alguien ha completado dichas faltas utilizando papel de época, una buena técnica de impresión y mucha paciencia. En tal caso tendremos dos subposibilidades: una es que las páginas añadidas se reproduzcan de otro ejemplar completo… La segunda hipótesis es que, a falta de páginas originales para reproducir o copiar, el contenido de aquéllas se haya inventado -en ese momento el encuadernador le mostró a Corso lo que había estado dibujando-. Ahí ya tendríamos un caso de auténtica falsificación, según este esquema:
Mientras Corso y el hermano menor miraban el papel, Pedro Ceniza hojeó de nuevo Las Nueve Puertas .
– Me inclino a pensar -añadió al cabo de un momento, cuando volvieron a prestarle atención- que si hubo infiltración de algunas páginas ésta fue, o coetánea de la impresión auténtica, o bien realizada ahora, en nuestros días. Descartamos la época intermedia, porque reproducir con tanta perfección una pieza antigua no ha sido posible hasta hace muy poco.
Corso le devolvió el esquema.
– Imagine que se enfrentan a esa posibilidad: un volumen falto. Y desean completarlo con técnicas modernas… ¿Qué harían?
Los hermanos Ceniza suspiraron al unísono, profunda y profesionalmente, relamiéndose con la perspectiva. Ambos tenían ahora la mirada fija en Las Nueve Puertas .
– Supongamos -decidió el mayor- que tenemos este libro de 168 páginas y que le falta la 100… La 100 y la 99, claro, pues se trata de una hoja con sus dos caras, o páginas. Y queremos completarlo. El truco consiste en localizar un gemelo.
– ¿Un gemelo?
– En argot del oficio -aclaró Pablo Ceniza-: otro ejemplar completo.
– O que tenga, al menos, intactas esas dos páginas que necesitamos copiar. Si es posible, conviene comparar también el gemelo con nuestro ejemplar falto, para ver si hay distintas presiones o si los tipos están más gastados en uno que en otro… Usted lo sabe de sobra: en una época en que los tipos eran móviles y se desgastaban y alteraban con facilidad en la impresión manual, el primero y el último ejemplar de una misma tirada podían ser muy diferentes, con letras torcidas, rotas, tonos de tinta y cosas así. Ese estudio permitirá después, en la hoja infiltrada, añadir o quitar imperfecciones que la igualen con el resto… Después recurriríamos a la reproducción fotomecánica: un fotolito plástico. Y de ahí sacaríamos un polímero, o un zinc.
– Una plancha en relieve -dijo Corso-. Hecha de resina o metal.
– Eso mismo. Por muy perfecta que sea la actual técnica de reproducción, nunca nos daría el relieve, la marca sobre el papel característica de la antigua impresión con madera o plomo entintado. Así que debemos obtener la página completa reproducida en material moldeable, resina o metal, muy parecidos a efectos técnicos a la página compuesta con tipos móviles de plomo usados en 1666. Después ponemos esa plancha en la prensa para ejecutar la impresión manual como hace cuatro siglos… Por supuesto sobre papel de época, previa y posteriormente tratado con métodos de envejecimiento artificial… También la tinta, cuya composición estudiaremos a fondo, hay que tratarla con agentes químicos para que se iguale con el resto de páginas. Y ya tenemos perpetrado el delito.
– Pero imagine que la hoja original no existe. Que no hay referencia de la que copiar esas dos páginas faltas.
Los hermanos Ceniza sonrieron a la vez, seguros de sí.
– Entonces -dijo el mayor- es cuando el trabajo se vuelve más atrativo.
– Documentación e imaginación- añadió el otro.
– Y por supuesto audacia, señor Corso. Suponga que Pablo y yo tenemos ese ejemplar falto de Las Nueve Puertas . En tal caso también dispondremos, en las restantes 166 páginas, de todo un catálogo de letras y símbolos utilizados por el impresor. Así que tomaríamos muestras hasta obtener un alfabeto entero. De ese alfabeto se obtiene una reproducción sobre papel fotográfico, más fácil de manejar, multiplicando cada letra por las veces necesarias para componer toda la página… Lo ideal, el toque artístico, consistiría en reproducir los tipos en plomo fundido a la manera de los antiguos impresores… Pero eso, por desgracia, es demasiado complejo y caro. Así que nos ajustaríamos a técnicas actuales. Dividiendo con una cuchilla las letras en tipos sueltos, Pablo, que tiene más pulso para el menester, compondría una plantilla, a mano, las dos páginas línea a línea, igual que un cajista del XVII. De ahí obtendríamos otra prueba en papel para eliminar junturas de letras o imperfecciones, o añadir efectos similares a los que haya en otras letras, líneas y páginas del texto original… Después sólo queda sacar un negativo, y de ahí una reproducción en relieve: la plancha de imprimir.
– ¿Y si las páginas faltas corresponden a ilustraciones?
– Da lo mismo. Si accedemos al grabado original, el sistema de reproducción es todavía más fácil. En este caso, el hecho de que las láminas sean xilografías, con líneas más claras que el grabado en cobre o punta seca, facilita la limpieza del trabajo.
– Imagine que ya no existe el grabado original. -Tampoco es problema. Si lo conocemos por referencias, se imita. Si no, lo inventamos. Previo estudio, claro, de la técnica en las otras láminas conocidas. Cualquier buen dibujante puede hacerlo.