Si yo hubiera venido un poco antes, cuando todavía duraba la noche indudable, habría podido encontrarme con él.
Habría aparecido viniendo hacia mí, con su pelo blanco relumbrando en la primera claridad, con su chaqueta blanca de vender pulcramente doblada bajo el brazo. De dónde vienes, me preguntaría, en un tono de censura pero sobre todo de alarma, siempre temiendo que me ocurra algo, que me falte coraje físico y me sobre pereza para enfrentarme al mundo.
Es un alivio saber que no voy a encontrarme con él, que no tendré que discernir en su mirada esa mezcla de ternura y desengaño con la que me ha visto convertirme en un adolescente inexplicable. Ya no soy el que él conocía. A quien está esperando ver cuando se fija en mí es al niño que ya no existe y no al borrador torpe de adulto que se irá alejando más de él cuanto mayor se haga. La plaza de San Lorenzo está tan silenciosa como la calle de la Luna y del Sol, como todo el barrio. Qué raro que a esta hora no haya hombres madrugadores que salgan hacia el campo tirando cansinamente de las riendas de los mulos, lecheros que lleven en las cántaras de latón la leche tibia y recién ordeñada. Ni siquiera hay luz en la ventana de la habitación donde agoniza Baltasar, que ahora tiene todos los postigos cerrados, como las demás ventanas y los balcones de la plaza. En el centro hay un bulto enorme de sombra, un amontonamiento de cosas dispares que todavía no distingo en la luz tan escasa. Armarios, sillas, maletas, espejos, cómodas, cabeceros de camas de hierro, grandes platos de cobre, baúles, arados, un televisor grande y viejo, una radio enorme, una hornilla de gas, trébedes, fotografías enmarcadas, perchas con ropa, esteras enrolladas de esparto, jáquimas, albardas, pieles de oveja, estampas del Sagrado Corazón, vírgenes de yeso pintado, cuadernos viejos llenos de polvo, libros descabalados, tirados de cualquier manera. Quizás sacaron todas estas cosas a la calle preparando una mudanza y se hizo muy tarde, y se pospuso la llegada del camión hasta la mañana. Pero se trata sin duda de una imprudencia, noto con una irritación ecuánime, impersonal, como un inspector que observa un comportamiento indebido, una negligencia que a él personalmente no le afecta, pero que va contra el orden legítimo de las cosas.
Alguien podría haber venido a robar a lo largo de la noche, y también es posible que la lluvia súbita de una tormenta de verano hubiera causado un daño muy grave, o que el viento arrastrara objetos menudos y valiosos, desperdigara las hojas sueltas de los cuadernos y los libros.
Ya más de cerca y en la claridad gradual voy distinguiendo más detalles con cierto asombro, con una punzada de alarma y luego de pavor: la letra de uno de esos cuadernos es la mía. La recia cartulina azul de una carpeta sujeta con gomas elásticas está tan cubierta de polvo que parece casi blanca. Esa letra rara y como aplastada en un cuaderno de caligrafía es la que le enseñaban a mi hermana en el colegio de las monjas. Al libro de Matemáticas de tercero de Bachiller le falta la portada, pero la firma que hay en la primera página es una de las que yo ensayaba asiduamente en aquel principio de curso en el colegio salesiano, junto a una fecha exacta: octubre, 1968. Los muebles, los objetos, las cosas que voy reconociendo una por una, son los de mi casa, tan familiares como caras en las fotografías, más precisos y tangibles que los recuerdos. Los zapatones negros que mi abuelo se ponía para ir a los entierros, ahora abarquillados después de muchos años sin uso, la maquinilla eléctrica de afeitar que se compró mi padre por la insistencia de mi tío Carlos y que no volvió a usar después de dos o tres veces, porque decía que le quemaba la cara, y que tenía miedo de que le diera calambre. La palangana de porcelana escarchada donde nos lavábamos en el corral cuando no teníamos grifo ni cuarto de baño, el televisor Vanguard en el que vi la llegada de los astronautas a la Luna, un cuaderno de dibujo de anchas hojas apaisadas en el que pegué las fotografías recortadas de las revistas en color donde se publicaban reportajes sobre el proyecto Apolo, un ejemplar entero y amarillo del diario}Singladura} con una fotografía borrosa, casi negra, Neil Armstrong bajando por la escalerilla del módulo Eagle en la madrugada del lunes 21 de julio de 1969. Sin tocar el periódico viejo siento su tacto áspero y ligeramente arenoso, que me dejaría manchada de polvo las yemas de los dedos.
Mis huellas dactilares estarán impresas en el polvo tenue que lo ha ido cubriendo todo. El polvo blanco y gris de la Luna, pardo, incluso rosado, según el ángulo del Sol. En el polvo de la Luna no hay ni una molécula de agua, ni un resto de materia orgánica, no hay fragmentos infinitesimales de conchas molidas por el roce de otras conchas y por el agua y el viento y tostadas por el sol a lo largo de cientos de millones de años como en cualquier playa de la Tierra, o como en esos acantilados donde se encuentran los yacimientos de tiza. Las nubes del polvo de la Luna levantadas por el chorro de la combustión del motor en el momento del aterrizaje del módulo Eagle envolvieron en niebla las ventanillas y descendieron luego casi verticalmente, al no haber aire que las sostuviera. El polvo no se tragó la nave: las bases redondas de las patas se rehundieron en él sólo unos centímetros, encontrando enseguida un suelo de roca firme y de guijarros. Así se hundieron luego las primeras pisadas, más inseguras, primero la gruesa punta redondeada de goma y luego la planta entera, justo antes de que el cuerpo se sintiera propulsado hacia arriba, como el de quien ha pisado un fondo arenoso y es alzado casi ingrávidamente por la densidad del agua. Dos horas más tarde, cuando se acerca el momento de concluir el paseo, el suelo está lleno de pisadas, óvalos casi exactos con profundas estrías a las que la luz y la sombra sin matices intermedios dan una nitidez como de líneas talladas en pedernal.
Una última mirada tras el plástico transparente de la escafandra y habrá llegado la hora de subir de nuevo por la escalerilla y no volver nunca más a pisar este paisaje mineral que termina en un horizonte curvado y demasiado próximo más allá del cual no hay nada más que una negrura absoluta. Queda en el suelo una bandera rígida, sostenida por una barra metálica perpendicular al mástil, porque en la Luna no hay viento que pueda hacerla ondear heroicamente. Queda un espejo, que reflejará un rayo láser enviado desde la Tierra, un receptor de partículas solares, un sismógrafo que ya ha registrado cada uno de nuestros pasos.
Cada una de nuestras pisadas sobre la Luna ha dejado una huella indeleble que permanecerá idéntica mientras nosotros envejecemos en la Tierra y cuando hayamos muerto y cuando no quede en ninguna parte ni el más lejano recuerdo de nuestras caras ni tampoco el rastro de ninguno de los millones de pasos que daremos sobre nuestro planeta después del regreso. En la Luna no hay un viento que desdibuje las huellas y que acabe borrándolas como el viento que sopla en una playa a la caída de la tarde y borra las huellas de los bañistas que ya la han abandonado. Nos sacudimos torpemente el polvo gris que mancha los trajes espaciales antes de subir la escalerilla y regresar a la atmósfera del módulo lunar. Alguien ha vaticinado que ese polvo se incendiará como fósforo al entrar en contacto con el oxígeno del aire. Pero tampoco esa profecía se cumple. Cerramos las escotillas, abrimos las espitas que llenarán de aire el interior del módulo, nos vamos quitando poco a poco los trajes espaciales, después de guardar en el sitio estipulado las cajas herméticas donde guardamos las muestras de rocas y de polvo que serán analizadas en los laboratorios. Ahora sí que notamos un cierto olor a quemado, como a ceniza húmeda o a pólvora. Sólo ahora nos damos cuenta del cansancio que actúa sobre nosotros con un peso de plomo más poderoso que la gravedad de la Luna. Hay que dormir ahora, por primera vez en no se sabe cuántas horas, porque hace ya cinco días que salimos de la Tierra y nuestro sentido del tiempo está completamente trastornado.
En la penumbra fosforecen los indicadores de los aparatos y las columnas silenciosas de cifras de la pantalla de la computadora, y por las ventanillas manchadas de polvo entra la claridad de cal y ceniza del exterior.
Nos tendemos incómodamente apretando los párpados y esperando el efecto de los somníferos y los sensores adheridos a nuestra piel transmiten a una distancia de cuatrocientos mil kilómetros los pormenores íntimos de nuestra respiración y nuestro pulso apaciguado. Qué sueña alguien que se ha dormido en un módulo espacial posado sobre la Luna. Cierras los ojos queriendo dormir y escuchas el zumbido de los motores que mantienen la circulación del aire y el tintineo como de mínimos cristales de granizo de las partículas de meteoritos que golpean la superficie exterior del módulo. Te preguntas si funcionará el motor de despegue, que no ha sido puesto a prueba nunca, y que lanzará verticalmente hacia el espacio la parte superior de la nave Eagle, dejando atrás la plataforma ya inútil del aterrizaje, sostenida por las cuatro patas metálicas, articuladas como las de un cangrejo o un insecto. El extraño cuerpo poliédrico ascenderá hasta una altura de cien kilómetros para encontrarse en su órbita solitaria al módulo de mando, al que deberá de nuevo ajustarse en una maniobra exacta, después de un cortejo silencioso que no deberá durar más de unos pocos minutos. Imaginas la cara pálida y sin afeitar, la mirada del compañero que ha permanecido solo durante una eternidad de veintiuna horas, dando vueltas alrededor de la Luna, hundiéndose cada setenta y dos minutos en el abismo de oscuridad de la cara oculta.
Pero lo que imaginas o sueñas más vívidamente es el despegue, asomado a una de las ventanillas, el polvo que al disiparse revela lo que se va quedando muy abajo y muy lejos, la llanura en el Mar de la Tranquilidad, la plataforma metálica herida por la luz solar, las pisadas, la bandera rígida, los instrumentos, todo inmovilizado para siempre, o al menos para las amplitudes mediocres de tiempo que puede concebir la imaginación humana, los cráteres que pierden precisión en la distancia, el horizonte negro y curvado hacia el que hubieras querido caminar en línea recta, imantado por él como por la cercanía de un abismo.
Hace unos minutos, unas horas, caminabas por ese lugar y ya no volverás a pisarlo nunca. En el número creciente de todas las cosas que no harás de nuevo antes de morir ésta es la primera. Alta y remota en el cielo negro la esfera luminosa de la Tierra está tan lejos que tampoco parece verosímil que la computadora de a bordo pueda ayudarte a encontrar el camino de regreso hacia ella.