– Venga, prepárate, que vamos a ducharnos. ¿Tú cuántas veces te has duchado en tu vida? -Yo, ninguna.
– Pues ésta va a ser la primera.
Me quedé en calzoncillos, igual que él, porque no tenía bañador y no sabía que uno pudiera ducharse desnudo. Mi madre y mi abuela nos miraban, maravilladas, asustadas, las dos frotándose las manos sobre los delantales, nerviosas, examinando el interior del cobertizo del retrete, que ahora tenía en el techo, saliendo de un agujero taladrado en el yeso y el cañizo por mi tío, un tubo de cobre que acababa en la alcachofa de una ducha, y del que colgaba un largo trozo de alambre terminado en un gancho.
– Tengo que poner un grifo -dijo mi tío-, pero por ahora nos arreglaremos tirando del alambre.
– A ver si os vais a escurrir y os vais a caer y os hacéis daño -dijo mi abuela, medrosamente asomada al cobertizo donde no había más que la taza del retrete.
– ¿Y si os mojáis y se os corta la digestión? -dijo mi madre.
– Ni que fuéramos a tirarnos de cabeza al mar -mi tío, jovialmente, ya se había situado exactamente debajo de la alcachofa de la ducha, y sujetaba el alambre-. ¿Preparado? Dije que sí, casi pegado a él, en el espacio escaso del cobertizo, y entonces mi tío tiró del alambre, cerrando los ojos, y al principio no pasó nada y volvió a abrirlos. El mecanismo debía de haberse atascado. Mi tío tiró otra vez, con más fuerza, y se quedó con el gancho de alambre en la mano, pero entonces el agua empezó a caer sobre nosotros, fría, en hilos muy finos, como una lluvia desconcertante y gozosa, y mi tío llamó a gritos a mi madre y a mi abuela y abrió la puerta de tablones del cobertizo para que las dos vieran la maravilla de la ducha que caía sobre nosotros y chorreaba en el suelo. Recibíamos el agua con las bocas abiertas y los párpados apretados, como una lluvia benévola que se pudiera manejar a voluntad. Mi tío me hacía cosquillas, me frotaba su trozo áspero de jabón por la cara, me apartaba para recibir él todo el chorro, y mi madre y mi abuela se reían tan escandalosamente al vernos que pronto llamaron la atención de las vecinas en los corrales próximos.
– ¿A qué vienen tantas risas? -Los vecinos, que han puesto una ducha.
– ¡La ducha! -dijo mi tío, a voces-. ¡El gran invento del siglo! El día que me case me daré una gran ducha antes de vestirme de novio…
Entonces, tan bruscamente como había empezado, aquella lluvia suave y fría se interrumpió, y mi tío y yo nos quedamos mirándonos, las caras y el pelo llenos de jabón, los pies chapoteando en agua sucia, junto a la taza del retrete, una o dos gotas escasas, con color de óxido, cayendo despacio de la alcachofa de la ducha.
Ya no volvimos a usarla. Era un trabajo agotador para un recreo tan fugaz: ir sacando uno por uno los cubos de agua del pozo, vaciar el agua en otro cubo, subirlo por la escalera hasta el bidón. Lo intentamos otra vez, pero resultó que el interior del bidón se había cubierto de óxido, y los agujeros de la ducha se cegaban, dejando salir nada más que unos hilos mezquinos, de un color rojizo. El día en que iba a casarse, mi tío se lavó a conciencia en la palangana, como había hecho siempre, a manotazos, en medio del corral. Se fue de viaje de novios a Madrid y al principio me costó mucho acostumbrarme a su ausencia. Él y su novia nos mandaron una postal en la que se veía el estanque del Retiro.
Yo pensaba que el Retiro no era un parque sino el nombre de un mar.
Nuestra casa parecía más silenciosa, más llena de penumbra, sin los pasos de mi tío resonando por las escaleras cuando las subía o las bajaba de dos en dos, sin el estrépito de su moto y el olor a grasa de máquinas y a gasolina y soldadura de su ropa de trabajo. Cuando volvió del viaje de novios me trajo un libro con fotos en blanco y negro de la superficie de la Luna y de las misiones Gemini y Apolo.
– Yo no entiendo de libros -me dijo-, pero en cuanto vi éste en el escaparate pensé que iba a gustarte.
Ya parecía otra persona, regresado de un viaje tan largo, alejándose hacia una vida adulta que para mí era tan extraña como la casa en la que desde entonces iba a vivir con su mujer, pero cuando me dio el libro tuvo un gesto de complicidad hacia mí que me hizo acordarme con gratitud de cuando yo era mucho más pequeño y él me compraba tebeos, o de cuando volvía por la noche, se desnudaba en la oscuridad, se metía en la cama y empezaba a contarme la película que había visto esa noche en el cine.