Entonces baja mucho la voz y vuelve a ponerse misterioso. "Hay otra cosa más, que voy a decirte muy en secreto, y que es verdad aunque tú no te la quieras creer. Cuando entren las tropas de Franco, una gran parte del papel moneda emitido por la República será declarado sin valor". "?Cómo no me lo voy a creer", le digo, "si fui yo quien te lo dijo ayer mismo, sin que me lo contara nadie, y tú me llamaste idiota?". Entonces sí que me dio temblor en las piernas, y se me secó la boca, y se me encogió el estómago. Todo lo que yo había ahorrado en casi tres años se iba a quedar en nada, como si abriera mi caja de lata y volcara los billetes en la lumbre y en un momento no me quedaran más que las cenizas. "?Ves cómo a las mujeres no se os puede contar nada?", me dice él. "?Tú te imaginas que yo no estaba al tanto de todo, que no me preocupaba de encontrar a tiempo una solución? No he dicho que se vaya a anular todo el papel moneda: he dicho que una parte, _"una gran parte_". Habrá otra que seguirá valiendo, y que se podrá cambiar en los bancos por una cantidad equivalente del nuevo dinero de curso legal". "?Y cómo va a distinguirse el dinero que vale del que no vale?" Parece que se le nubla otra vez la cara y baja mucho la voz para decirme: "He prometido guardar el secreto y tú ya sabes que ni sometiéndome a tortura se me obligará a traicionar la confianza que se ha depositado en mí". "Así que de eso era de lo que tanto tenías que hablar con Baltasar. Él te ha contado que sabe cuáles billetes valdrán, y cuáles no, y a ti te ha faltado tiempo para creértelo, y ahora vienes a buscar la caja de lata para llevársela a ese tío sinvergüenza y dejarle que mangonee en lo que a mí me ha costado tanto ahorrar". Cerré la puerta del armario, eché la llave y me la guardé en el bolsillo del mandil, y me planté delante de él con los brazos cruzados.
"Parece mentira", me dice él, "parece mentira que tengas tan poco juicio.
?Quieres guardar esos billetes, y que no valgan nada dentro de unos pocos días?". "Lo que no quiero es que nadie me robe lo que es mío y de mis hijos". "Dame la llave", me dice, y se me acerca un poco más, tan alto como el armario. "No me da la gana", le digo. "Dame la llave del armario si no quieres que tengamos un disgusto".
"Como te acerques más empiezo a gritar pidiendo ayuda a los vecinos y armo un escándalo".
– Pero al final se la diste.
– Con un hombre tan grande, que se ponía tan mulo, como para no dársela.
– No se la di porque le tuviera miedo. Abrí yo misma el armario y saqué mi caja de lata porque pensé que a lo mejor tenía razón. Y porque me prometió que no iba a dejar que Baltasar se quedara con los billetes, o se los cambiara por otros. Me dijo que sólo iba a mirar los números, que a Baltasar y a algunos de su cuerda, los del otro lado, para pagarles su ayuda, les habían dicho las series de billetes que seguirían valiendo y las que no. "Pues si quiere mirar los números que venga aquí y que lo haga delante de mí", le dije. "Mujer, eso no puedo hacerlo", dice vuestro padre, "sería tanto como reconocer que he traicionado su confianza".
– Y tú le hiciste caso.
– Y me he arrepentido siempre.
– ¿Os cambió todos los billetes? -Yo no sé lo que hizo. El caso es que vuestro padre volvió con la caja de lata igual de llena, sólo que con algunos billetes mucho más usados, y yo los miraba y los remiraba y me parecía que eran igual de buenos, y como nunca he sabido mucho de cuentas tampoco podía estar segura de si ahora teníamos más o menos dinero. "?Lo ves, cabezona?", me decía vuestro padre, "ahora sí que no tenemos nada de lo que preocuparnos. Pase lo que pase, yo tendré mi puesto y mi paga y tú nuestros ahorros en la caja de lata".
– ¿Y qué hacía Baltasar con los billetes que no iban a valer? -Pues comprar cosas con ellos, pagando lo que fuera, engañando a la gente que le vendía olivares, huertas y casas, lo que fuera, porque todo el mundo estaba tan desquiciado y tan hambriento como nosotros, y algunos querían vender muy rápido todo lo que pudieran para escaparse antes de que llegaran las tropas de Franco. El único que estaba tan tranquilo era vuestro padre. Iba a hacer sus guardias, a poner orden en las colas del racionamiento, a lucir su uniforme, como si no pasara nada. Caía de noche en la cama, tan grande como es, empezaba a roncar y se abría de piernas y a mí me dejaba en el filo, a punto de caerme. Y un día se fue con su uniforme de gala porque era domingo y cuando volví a verlo estaba detrás de una valla de alambre con pinchos entre una nube de presos tan flacos y tan hambrientos como él, que parecían todos más muertos que vivos, tirándose contra la alambrada, mirando con aquellos ojos de fiebre y de miedo que tenían, envueltos en harapos, comiendo en el suelo como animales. Cómo estaría de cambiado que yo miraba entre la gente y no lo conocí ni cuando lo tenía delante de mis ojos. Empezó a hablarme pero los otros prisioneros se aplastaban contra la alambrada y daban gritos a las familias que habían ido a saber algo de ellos, y los soldados moros los apartaban a culatazos. "Ve al banco", me decía él, "cambia los billetes, recuérdale a Baltasar que te firme el aval para que puedan soltarme". Fui al banco con mi caja de lata, me puse en una cola y estuve en ella todo el día, con vuestros hermanos pequeños de la mano, y cuando llegué a la ventanilla y enseñé los billetes el cajero los fue mirando uno por uno sin levantar la cabeza, y yo temblando, con las piernas tan flojas como si fuera a marearme. Y por fin aquel hombre con gafas volvió a poner los billetes en la caja de lata y yo le pregunté: "?Hay alguno que no valga?" "Valer valen todos, señora", me dijo, "pero nada más que para encender el fuego o por si usted quisiera empapelar con ellos su casa".