Hemos subido todavía de noche hacia una casa detrás de la iglesia de la Trinidad donde se reúne la cuadrilla antes de partir hacia los olivares.
Mi abuelo montado en su burra menuda y quejosa, mi madre envuelta en un mantón negro de lana, yo con un abrigo viejo, unos guantes que no me salvan las manos del frío. Es de noche pero las calles están llenas de cuadrillas de aceituneros y reatas de mulos, de carros con grandes ruedas de madera o de neumático. Parece que Mágina es una ciudad que está siendo evacuada antes de que llegue el día: mujeres y niños se agrupan sobre los carros para darse calor, hombres con cigarros encendidos guían a las reatas de burros o de mulos echándose las riendas sobre los hombros. Con mantones, abrigos, chaquetones recios, gorras caladas, bufandas, pañuelos sobre las cabezas, varas o zurrones de comida a la espalda, los aceituneros salen hacia el campo por los últimos callejones de la ciudad como una riada numerosa de refugiados que huyen: se ven de lejos sus hileras ocupando los caminos, se escucha el relincho de las bestias, los golpes de los cascos, las ruedas de los carros, el motor de algún Land Rover, el rumor multiplicado de los pasos de la gente sobre las veredas de tierra endurecida, en la oscuridad que se va volviendo grisácea y luego azulada. Mucho más lejos se levantan columnas de humo y arden las hogueras encendidas por los más madrugadores, los que han tostado en las llamas una loncha de tocino ensartada de una vara delgada de olivo y se lo han ido comiendo cortándola con una navaja sobre un trozo de pan untado de grasa, los que calientan las largas varas haciéndolas girar sobre el fuego para que pierdan el frío y no entumezcan las manos. Mi madre, mi abuelo y yo bajamos por los anchos caminos junto a nuestra cuadrilla, los vareadores, las granilleras locuaces, los criboneros, los muleros que se pasarán el día llevando al molino de aceite los sacos hinchados de aceitunas. Hacia el este, sobre la sierra de Cazorla, hay una hilera de nubes cárdenas en las que se insinúa la primera claridad rojiza del día. Si las nubes se abren sobre la sierra al amanecer, aunque el resto del cielo esté despejado, es posible que llueva.
– }Guadiana abierta…} -}Agua en la puerta}.
"Pero no lloverá porque hace mucho frío", dice mi abuelo, y en el cielo todavía oscuro brillan las constelaciones con una claridad afilada de cristales de escarcha. Desde los ventanales del edificio donde se preparan para emprender el viaje los astronautas verán insinuarse la luz del amanecer sobre el horizonte del Atlántico y se preguntarán si este día que empieza será el último de sus vidas. Si lloviera algún día en estas vacaciones yo podría quedarme en la cama hasta que estuviera bien entrada la mañana.
Si no llueve se trabaja un día tras otro, sin descansar nunca, ni en Navidad ni en Año Nuevo: se termina de recoger la aceituna de un olivo y se pasa al siguiente, y siempre queda por delante una hilera que no parece que vaya a acabarse nunca. Las cuadrículas de olivares se prolongan hasta difuminarse en el horizonte, igual que los caminos inundados de aceituneros.
Mientras varean los hombres hablan sin descanso de fincas, de números de olivos, de los cientos o millares de kilos de aceituna que dio un olivar en la pasada cosecha. Hablan, se ríen a carcajadas, repiten bromas o refranes que son los mismos que dirán mañana y el año que viene y los que decían hace diez o veinte años, se suben a los troncos, dan golpes tremendos y a la vez muy calculados a las ramas para que la aceituna se desprenda de ellas sin que sea dañada, encienden cigarrillos que se les quedan apagados entre los labios, se raspan de las botas el barro que se adhiere a las suelas, tiran al unísono de los mantones cargados de aceituna. El árbol es una deidad austera y resistente a los golpes de las varas, un organismo de una fortaleza hosca, casi mineral, adaptado a los extremos del clima, a la escasez de agua, a las heladas del invierno, con un tronco duro y rugoso por el que parece imposible que circule la savia, con el volumen y la textura de una roca o de una joroba de bisonte, con raíces tan hondas que pueden alcanzar las humedades más escondidas de la tierra, con hojas puntiagudas, con el haz verde oscuro y el envés de un gris de polvo, hojas pequeñas y combadas para resistir en el aire muy seco reduciendo al mínimo la evaporación.
Plantados en filas paralelas, a distancias iguales, sobre la tierra clara y arcillosa, los olivos cuadriculan el paisaje con una seca geometría que sólo se suaviza en las distancias, cuando la bruma azulada y la sucesión de las copas enormes ofrece un espejismo de frondosidad. De cerca son figuras ascéticas, hurañas, altivamente aisladas entre sí, de una longevidad y una envergadura que vuelven triviales por comparación a las personas que se afanan mezquinamente en torno a ellos, arrastrándose por el suelo para recoger sus frutos, empeñando todas sus fuerzas y todas sus ambiciones, las energías enteras de sus vidas, a cambio de un beneficio escaso e inseguro, que ni siquiera es del todo generoso ni en los mejores años de abundancia, salvo para los dueños de grandes olivares. Una cosecha que se anuncia buena cuando al final de la primavera brotan los racimos de flores amarillas se malogrará si no llueve a tiempo ese año o si al principio del invierno caen unos hielos demasiado fuertes.
De eso hablan los hombres mientras varean, o cuando descansan a mediodía para comer en torno al fuego, de hielos, sequías, kilos de aceituna, toneladas de aceite, olivares de riego o de secano, olivares comprados o vendidos, heredados, malbaratados por la mala cabeza de un heredero inútil o de un terrateniente dominado por la pasión del}juego}. A lo largo del día van subiendo hacia Mágina por los caminos reatas de mulos y de burros y carros cargados con sacos de aceituna que se vuelcan luego en los grandes depósitos de los molinos, formando ríos que suben y descienden por las altas cribas mecánicas, pirámides enormes, montañas de ese fruto negro, violeta, verde oscuro, de piel brillante, que enseguida revienta bajo las pisadas o los golpes, que nos da el aceite con el que cocinamos, cuyos huesos machacados y carbonizados son el combustible de los braseros con los que nos calentamos, igual que la leña de nuestras hogueras es la de las ramas del árbol y que el dinero con el que subsistimos la mayor parte del año es el de los jornales que ganamos durante la cosecha. Marea la multiplicación de los números, la conciencia intuitiva y casi aterrada de la pura repetición de las cosas. Cualquier especulación eclesiástica, cualquier presunto milagro o desvarío de la imaginación resulta seco y hasta despreciable si uno lo compara con la complejidad fantástica de lo que parece más común en la naturaleza: el número de las hojas de un solo olivo, su crecimiento a lo largo de siglos, el laberinto visible de sus ramas o subterráneo de sus raíces. Deshecho de cansancio, muerto de hambre, con las rodillas y las puntas de los dedos desolladas, arrastrándome sobre la tierra junto a las mujeres que picotean aceitunas a dos manos y a toda velocidad, pienso en el número de olivos que habrá en todo el paisaje ondulado y monótono de nuestra provincia, en cuántas manos se afanarán ahora mismo como criaturas gemelas de cinco extremidades bajo las anchas copas de color verde oscuro y gris, en cuántos millones y millones de aceitunas se habrán recogido hoy cuando al declinar el sol y regresar el frío los capataces decidan que hay que suspender el trabajo.
Cuando sean las dos y media de la tarde el Apolo Viii habrá despegado de Cabo Kennedy quemando en los cuatro primeros segundos de la ignición dos mil toneladas de combustible:
cuando hayan dado las cinco y mi madre, mi abuelo y yo estemos regresando a Mágina por los caminos de nuevo inundados de gente, añadiendo al agotamiento de la jornada el cansancio de la caminata de regreso, los motores de la última fase del cohete se habrán encendido para alcanzar la velocidad de alejamiento de la órbita terrestre.
A nosotros nos pesará entonces más que nunca la fuerza de gravedad del planeta, mientras ellos flotan en el interior de la cápsula: pesarán las piernas doloridas, los pies calzados con botas a cuyas suelas se adhiere el barro, pesarán los brazos, las manos llagadas, las horas lentas del trabajo, la conciencia de que mañana habrá que levantarse otra vez cuando sea de noche y atravesar un día idéntico al de hoy, y al de pasado mañana, ordenado en una sucesión tan monótona como la de las hileras de olivos. Cuando llegamos a la ciudad y nos acercamos a la plaza de San Lorenzo ya casi ha anochecido y sube el frío de la tierra endurecida y de los guijarros del empedrado. Las niñas que jugaban en corros a saltar a la comba cantan una canción de burlesca bienvenida que forma parte tan intensamente de estas tardes de diciembre como el olor a humo de leña de olivo y el escalofrío de humedad del aire:
– }Aceituneros del pío pío.
¿Cuántas fanegas habéis cogido? -Fanega y media, porque ha llovido}.
Voy tan cansado que arrastro los pies y se me cierran los ojos. Me duele todo, las rodillas, las manos, los riñones, de tanto inclinarme sobre la tierra. Sólo deseo llegar a casa y sentarme al calor del brasero. La desolación de pensar que mañana antes del amanecer volverán a levantarme me apaga hasta la expectativa de encender la radio y enterarme del despegue del Apolo Viii. Noto entonces unas punzadas frías en la cara, como pinchazos tenues, como roces de patas de pájaros: por encima de los tejados el cielo se ha vuelto liso y muy blanco, como si un resplandor pálido se filtrara desde el interior de las nubes.
Con un sobresalto de felicidad descubro que ha empezado a nevar: los copos, casi imperceptibles si no fuera por las punzadas suaves en mi cara, se arremolinan silenciosamente en torno a las bombillas de las esquinas. Esa noche, cuando me asomo al balcón antes de acostarme, el cristal se queda empañado con mi aliento, y los corrales de la casa de Baltasar y los tejados del barrio de San Lorenzo están cubiertos por la nieve, y los copos son tan densos que no se ve en la lejanía el valle del Guadalquivir. Me acurruco en la cama, sin quitarme la camisa ni los calcetines, y el calor de mi cuerpo va disolviendo el frío de las sábanas y me envuelve como los hilos de seda al gusano que va tejiendo su capullo. Agotado, protegido, absuelto, sabiendo que gracias a la nieve mañana no tendré que madrugar, me sumerjo en el sueño como si flotara en el espacio bien protegido en el interior del traje y de la escafandra, unido a la nave por un largo tubo de plástico blanco, mientras los copos de nieve surgen en remolinos de la oscuridad y chocan silenciosamente contra el cristal helado de mi ventana.