}Agua por San Juan quita aceite, vino y pan}.
Lo más que le piden al porvenir es que se parezca a lo mejor del pasado.
El plomo del pasado es la fuerza de la gravedad que rige sus vidas y las mantiene atadas a la tierra, sobre la que se han inclinado para trabajar desde que eran niños: para cavarla con sus azadones, para sembrar en ella, para segar con hoces de hoja curva y dentada los tallos altos del trigo, de la cebada y del maíz, para arrancarle las matas secas y ásperas de los garbanzos, para apartar sus grumos buscando las patatas y los boniatos, los rábanos rojos, la blancura esférica de las cebollas, para recoger las aceitunas. Inclinado sobre la tierra, la cabeza baja, las piernas muy separadas, al lado de mi padre yo voy aprendiendo sin convicción y con honda desgana el oficio al que me destinan, y muy pronto he notado un dolor intolerable en la cintura y la aspereza seca de la tierra que me hiere las manos acostumbradas al tacto suave de los cuadernos y los libros. Me han salido vejigas en las palmas de las manos de tanto apretar entre ellas el cabo lustroso de la azada, y al reventar me han dejado una zona en carne viva que poco a poco, según pasan los días, ha cicatrizado con la piel mucho más dura de un callo. Cuando se revienta la vejiga, mi padre me dice que me orine sobre ella, porque la orina es el mejor desinfectante, por eso escuece tanto. En el colegio, en la biblioteca pública, las cosas tienen superficies suaves y pulidas, gratas al tacto, con una lisura de papel, o de tela muy rozada de sotana. Láminas de materiales plásticos y de metales relucientes y livianos componen la nave Apolo y las grandes estaciones espaciales de las películas del futuro, en las que hombres y mujeres pálidos se deslizan por corredores de luces fluorescentes y pulsan con extrema suavidad los teclados en las consolas de las computadoras. En el mundo donde yo nací y en el que es posible que tenga que vivir siempre todo o casi todo es áspero, las manos de los hombres, la pana de sus pantalones de trabajo, los terrones secos, las paredes encaladas, las albardas y los serones de los animales de carga, el cáñamo de las sogas, la tela de los sacos, el jabón basto y casero que fabrican en grandes lebrillos mi madre y mi abuela y pica las manos, y casi no deja espuma, las toallas con las que nos secamos, las hojas de papel de periódico con las que nos limpiamos el culo. Las hojas de las higueras arañan como lija, y su savia blanca escuece dolorosamente si cae en una herida o en los ojos. Los tallos y las hojas secas de las matas de garbanzos son tan ásperos que para arrancarlos de la tierra sin destrozarse las manos hay que protegérselas con calcetines de invierno. Cuando las mujeres y los niños se arrodillan para recoger las aceitunas en las mañanas de helada los grumos de tierra cortan como filos de vidrio y desuellan los dedos y la piel de las rodillas. En el verano, al cabo de unas semanas de trabajar con él, de ponerme moreno y endurecerme de nuevo la piel reblandecida por la holganza escolar del invierno, mi padre me pide que le muestre las manos y examina con satisfacción su color mucho más moreno y los callos de las palmas.
– Éstas sí que son manos de hombre -me dice-, y no de señorito, o de cura.
Las manos de mi padre tienen un tacto de madera serrada: hace nada las mías eran engullidas por su recio apretón como los cabritillos blancos del cuento en las fauces del lobo.
Las manos de mi padre son anchas, oscuras, de dedos muy gruesos y uñas grandes, con los filos muchas veces rotos. Escarban la tierra recién removida por un golpe del azadón hasta sacar de ella un racimo de patatas.
Arrancan cebollas con sus cabelleras de raíces y de barro, palpan delicadamente entre las hojas de una mata de tomates buscando los que ya están maduros y con cuidado de no dañar los largos tallos quebradizos de los que ya se han henchido en la sombra fragante de las hojas pero todavía no empiezan a adquirir color. Las manos de mi padre aprietan la cincha sobre la panza del mulo para que la albarda y el serón no se vuelquen con el peso de la carga y tiran sin esfuerzo aparente de la soga de la que cuelga un gran cubo de estaño rebosante de agua, sobre el brocal del pozo. Empuñan hoces, atan con hilos de esparto grandes haces de espigas, palpan el peso y la textura de una sandía para saber si estará roja y reluciente cuando se abra por la mitad con un crujido de la cáscara, arrancan malas hierbas sin que las hieran los pinchos de los cardos ni el líquido venenoso de las ortigas. Las manos de mi padre se juntan en un cuenco del que rebosa el agua cuando se inclina para lavarse en el corral sobre una palangana, y luego se restriegan sobre su cara con un fragor vigoroso, y parecen todavía más oscuras por contraste con la toalla blanca con la que está secándose. Y sin embargo se vuelven torpes, lentas, premiosas, cuando sujeta un bolígrafo o un lápiz entre sus dedos y tiene que firmar algo o que escribir una lista de números, y apenas aciertan a marcar un teléfono, las pocas veces que ha tenido que hacerlo: el dedo índice demasiado grueso no cabe bien en el círculo hueco del dial, y la mano tan poderosa se queda acobardada y retraída ante los botones de cualquier aparato, o se enreda en el momento de pasar las hojas de un periódico o de un libro.
Incluso cuando el trabajo y la intemperie las han fortalecido, mis manos no se parecen nada a las de mi padre, igual que mi figura que se ha vuelto desgarbada y flaca en los últimos tiempos no tiene nada que ver con la suya, recia, ancha, sólidamente aposentada sobre la tierra. De pronto soy más alto que él, y mis manos y las suyas hace ya mucho que dejaron de encontrarse. Debería uno conservar el recuerdo de la última vez que caminó de la mano de su padre.
Ahora el mío, de vez en cuando, se queda mirándome cuando cree que no me doy cuenta, extrañado quizás de mi crecimiento tan rápido, incómodo ante este desconocido de mirada huidiza que ha suplantado el lugar de su hijo, desalentado por mi torpeza en los trabajos que a él más le gustan y que con tanta paciencia y poco resultado ha querido enseñarme. "Los hortelanos no somos agricultores", me decía, no hace mucho, cuando aún pensaba que podría transmitirme el amor por su oficio, su gusto por el cuidado y la perfección, más allá de la inmediata utilidad y hasta de la recompensa, "nosotros somos jardineros". Una noche, hace poco, lo escuché conversar al fresco de la calle con un amigo suyo. Estaban los dos sentados en las sillas de anea, a horcajadas, los brazos sobre los espaldares, a la manera masculina.
Me pareció que hablaban con pesadumbre de alguien enfermo, para quien no había mucha esperanza, de uno de esos infortunios que les fascinan a todos, porque les confirman las crueldades y los caprichos de un azar que rige las vidas humanas con la misma indiferencia con que determina los ciclos de las sequías y las lluvias. Yo escuchaba desde el interior del portal, a oscuras, junto a la ventana entreabierta para que pasara el fresco de la noche. Mi padre callaba, y su amigo le decía que no todo estaba perdido.
Casos mucho peores se habían corregido, y aunque en los últimos tiempos daba la impresión de que la mejoría se alejaba, donde había vida había esperanza. Ese alguien, el posible enfermo, el casi desahuciado, era muy joven todavía, en realidad casi un niño, y a esa edad las cosas cambian muy rápido, y quien parecía destinado a perderse revela de pronto un talento inesperado que sorprende a todos y lo convierte en un hombre de provecho. Así que no hablaban de un enfermo, sino de un inútil, un inútil al que mi padre defendía melancólicamente contra el dictamen alarmante de su amigo, que disfrutaba consolándolo de la inquietud que él mismo se ocupaba afectuosamente de alimentarle.
– Y quién sabe -dijo el amigo-. Lo mismo se desengaña de los libros y de los estudios y se te vuelve una persona normal. ¿Tú le has notado algo raro, aparte de ese vicio de tanto leer? -Ahora parece que le ha dado por los viajes a la Luna.
– Pues eso ya es más raro.
Me aparté despacio de la ventana entreabierta, para que no advirtieran que había estado espiándolos. Hubiera debido darme cuenta de que en la voz de mi padre había un fondo de ternura y lealtad hacia mí.