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En casa de Lali y del brigada Peláez olía a ambientador de pino, a sutiles productos de limpieza, a armario ropero y a guisos gaditanos o jiennenses, y ella decía que el aburrimiento de tanta soledad iba a ser su perdición, porque ya ni la tele la distraía, de manera que empezaba a picotear y no paraba, y tampoco iba a ponerse a plan, encima de todo, con aquella tristeza y sin hablar nunca con nadie, como tuviera que alimentarse de jamón york a la plancha y acelgas hervidas se moría de pena, igual que los geranios del balcón, que estaban mustios de no darles nunca el sol. ¿Era verdad lo que a ella le habían contado, le preguntó a Pepe Rifón durante la cena, que en Galicia también estaba siempre lloviendo?

– Claro, mujer -intervino el brigada, chispeante y más feliz aún tras varias copas de Fino Quinta-. De tanto como llueve a los gallegos les dan dos cosas: morriña y saudade. ¿Me equivoco, Rifón?

– No, mi brigada.

– Y dale con mi brigada y mi brigada. Aquí no somos más que tres amigos. ¿Y sabéis una cosa? -el brigada guardó silencio, para provocar una cierta expectación, bebió un sorbo de vino y se quedó mirando la copa-. Os voy a echar mucho de menos cuando os vayáis…

Cenamos con un hambre devoradora y soldadesca, con una cuartelaria avidez excitada por la abundancia de tapas y entremeses que Lali desplegó ante nosotros en su gran mesa de comedor, sobre un mantel de hilo que seguramente no habrían usado ni tres veces desde que se casaron. Por culpa de las cervezas y del Fino Quinta ya estábamos prácticamente borrachos antes de sentarnos a cenar, y al brigada se le encendía la cara y se le soltaba la lengua, nos repetía que le llamáramos Pepe y le habláramos de tú, nos contaba maldades y chismes de todos los mandos del cuartel, del teniente Castigo, al que calificó de niñato de mierda, de Martelo y Valdés, que nos la tenían jurada a los dos, a Pepe Rifón y a mí, que ya nos habrían mandado al calabozo o a hacer guardias si no fuera porque él, nuestro brigada, nos defendía siempre delante del capitán, y el capitán, bien lo sabíamos nosotros, no hacía nada sin consultarle a él, Peláez, le había dicho, tú me respondes de estos chicos, y él le había contestado, mi capitán, por mis dos escribientes yo pongo la mano en el fuego…

Cenábamos con la felicidad de los hambrientos, de quienes llevan un año entero soportando las comidas infames del cuartel y de los bares de soldados. Lali nos rellenaba los platos con muslos de pollo en salsa y guarnición de champiñones y el brigada las copas con Rioja tinto, y los dos nos animaban con machacona hospitalidad a seguir comiendo, a no dejar ese poquito de nada, a mojar trozos de pan en la salsa, para algo estábamos en confianza, a apurar luego un tazón de arroz con leche espolvoreado de canela, y un café, y una copa de coñac, que según el brigada era muy digestivo, tanto que nada más apurar la primera nos apresuramos a beber una segunda, y habríamos continuado hasta dar fin a la botella de no ser porque Lali, que era la única que conservaba la cabeza lúcida, señaló el reloj y nos advirtió que iban a dar las diez, y que si no salíamos corriendo en ese mismo instante no llegábamos al toque de retreta.

– Hay que ver, cari -le dijo con guasa a su marido-, parece mentira que tú seas el superior jerárquico y que por culpa tuya les vayan a meter un arresto a estos muchachos.

Le ayudó a quitarse la bata y las zapatillas, le trajo sus zapatos, su cazadora de invierno, con el cuello de piel, porque ya refrescaba, le encontró las llaves del coche, que él buscaba entre los muebles con ineptitud de sonámbulo, con una sonrisa feliz en su cara abotargada por la comida y la bebida, sobre todo la bebida, porque comer, lo que se decía comer, explicaba Lali, no comía casi nada, picaba apenas, como un pajarito.

Volvimos a Loyola dando bandazos en el coche del brigada Peláez por una carretera oscura y afortunadamente casi vacía. Condujo tan rápido que aún nos quedó tiempo para tomar una última copa en el mismo bar donde Pepe Rifón y yo nos habíamos vuelto a vestir de uniforme. Ya le temblaba un poco la mano, y su piel adquiría de nuevo, bajo las luces crudas del bar, una palidez violácea. Tenía los ojos turbios, brillantes y sentimentales cuando propuso un último brindis, y apoyaba firmemente el codo en la barra, como anclándose a ella: de pronto era un hombre envejecido, bebedor y más bien patético, y al brindar con él nos transmitía toda la congoja de una despedida que al brigada le importaba mucho más que a nosotros. Nosotros, al fin y al cabo, nos íbamos: él se quedaba, a él le quedaba más mili que al monolito, que al palo de la bandera, que a los reclutas que esa misma noche estaban durmiendo por segunda vez en los barracones de Vitoria.

– Os voy a echar de menos -repitió después, cuando se iba en el coche-. Pero me alegro mucho de que os falte ya tan poco tiempo para iros de aquí. ¿Me veis la idea?

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