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Con ese intenso erotismo infantil que tan precozmente lo conmovía a uno en la proximidad misteriosa de la piel o de los olores femeninos, en la visión rápida de una desnudez, yo buscaba aquella postal por los aparadores y las alacenas y entre las fotos amontonadas en cajas de cacao, y siempre me sorprendía como un enigma el modo ensimismado en que se miraban el hombre y la mujer y me gustaba mirar aquel hombro blanco y redondo que emergía como un fruto de la túnica, aquella pierna ligeramente flexionada cuya rodilla tal vez rozaba la del centurión con una suavidad no menos delicada y soliviantadora que la del plumero. Pero lo que menos entendía de todo era la leyenda que había escrita en letra cursiva en la parte inferior de la postal:

De los antiguos proviene
el pulcro culto a la higiene .

La mili, o el servicio, como le llamaban las personas de más edad, eran no sólo las fotos, sino también las palabras que traían consigo los soldados al licenciarse, palabras desconocidas y excitantes, que volvían más atractivas las historias que contaban, al principio ante la familia entera, alrededor de la mesa camilla, y luego, cuando se iban gastando, a mí, que las escuchaba sin entenderlas, que no sabía lo que significaba brigada ni batallón ni regimiento de sanidad, y que cuando me hablaban de un arma peligrosa llamada mortero imaginaba el mortero de loza amarilla que mi madre manejaba en la cocina, y lo suponía agrandado hasta una dimensión amenazante, y hecho de acero, o de hierro, pero con una forma idéntica a la del mortero que yo conocía.

Uno empezaba a intuir que la mili, como el tabaco, como los pantalones de pana, el vino bebido a porrón, la penumbra alcohólica de las tabernas, las varas de varear la aceituna, la pasión enronquecida por el fútbol, era un asunto absoluta y herméticamente masculino, igual que la costura, las alcobas o la preparación de borrachuelos pertenecían a las mujeres. La mili resultaba excitante pero también temible, porque uno se sentía destinado a ella en su calidad de varón, y eso lo hacía parecerse a sus mayores, pero el miedo, en mi caso, era más fuerte que la atracción hacia lo que había de agresivo y despiadado en el mundo de los hombres.

Los gritos al amanecer, las sogas hiriendo las palmas de las manos, los sacos de aceituna cargados a la espalda, el olor agrio del sudor en la ropa, el aliento a vino y a tabaco, las caras con un gesto de violencia y dolor, la grasa de las máquinas: todo eso era, junto al ejército imaginado, el mundo masculino, y uno, de niño, se asomaba a él y transitaba por su cercanía con una sagacidad y una atención entre fascinada y asustadiza, como de gato que cruza entre los seres humanos y lo mira todo y pasa de largo sin interesarse demasiado.

Gatunamente deambulaba el niño entre las vidas adultas de los hombres y las de las mujeres, como si caminara por los barrios cambiantes de una ciudad que todavía no conoce bien, y de una manera gradual, a medida que crecía, iba eligiendo uno de aquellos dos mundos, o iba descubriendo que pertenecía a él, y que en consecuencia llegaría un tiempo en el que sus vagabundeos ya no iban a estar permitidos: se haría adulto y se iría a la mili, exactamente igual que sus tíos, y cuando volviera también él contaría historias que ya de antemano inventaba, porque era extremadamente novelero, zurciendo fragmentos de las que su padre o sus tíos le contaban.

Los relatos de la mili tenían todo el misterio de la masculinidad adulta, y también su literatura tonta y chapucera, como de película barata o de conversación sobre mujeres en un bar, porque al fin y al cabo eran eso, películas de bajo presupuesto para un público lamentable que consistía exclusivamente en mí, películas que circulan por los cines de reestreno después de haber fracasado o de haberse pasado de moda en los más céntricos. Entre los ocho y los doce años casi siempre dormí en el mismo cuarto que alguno de mis tíos. La diferencia de edad los convertía en personajes inalcanzables, en modelos de lo masculino y héroes benévolos que igual me levantaban de una brazada hasta tocar el techo o me contaban en la oscuridad del dormitorio, desde la otra cama, una película del oeste que acababan de ver o una de las aventuras que les sucedieron en la mili. Aún no habían perdido ellos su vehemencia al contarlas ni yo el entusiasmo de la imaginación infantil. Mi tío Manolo imitaba el habla de los árabes que solían visitarlo en aquella granja casi en la frontera de un desierto donde pasó dos años, silbaba separando mucho los labios para fingir el rugido de las tormentas de arena, daba golpes en la pared, sobre la cabecera de su cama, entre los barrotes, para sugerir un galope de caballos.

Mi tío Manolo me enseñaba a imaginar el desierto. Mi padre me mostraba una cicatriz que tenía en el cuello y me explicaba que se la había hecho el sable de un moro en las selvas de Fernando Poo. Mi tío Pedro hablaba de Madrid, cuyas avenidas, edificios, parques y túneles de Metro no eran menos fantásticos que los arenales del Sahara. Mi tío Pedro había servido como cartero en un Regimiento de Defensa Química, y me repetía orgullosamente de memoria los nombres de cada una de las estaciones del Metro de Madrid, por las que aprendió a moverse, con su cartera del correo al hombro, con la misma familiaridad y la misma audacia que un explorador por la selva amazónica. Ser cartero me parecía a mí un oficio admirable. Que uno de mis tíos lo hubiera sido, aunque transitoriamente, no dejaba de darme un cierto orgullo, tal vez del mismo linaje que el de mis compañeros de escuela cuyos padres eran oficinistas o policías municipales.

A mi tío Pedro lo que más le gustaba contar era la historia de cómo había descubierto en el cuartel al verdadero responsable de un robo por el que estaba siendo acusado un inocente. Era la joya de sus narraciones militares, la obra maestra de sus recuerdos en voz alta, la más cuidadosamente graduada para conseguir un efecto de suspenso que se repetía sin gastarse casi cada noche, en la oscuridad de nuestro dormitorio.

De la estafeta del cuartel había desaparecido una fuerte suma de dinero en certificados, y a un compañero de mi tío lo consideraron culpable y lo enviaron al calabozo. Mi tío, como los abogados jóvenes y bondadosos de las películas americanas de juicios, estaba seguro de que aquel soldado era inocente, y de que el culpable era otro, un sujeto frío, atravesado y cínico, con granos en la cara, que reunía todos los rasgos odiosos de los malvados del cine. Al inocente le iban a formar un consejo de guerra, el culpable permanecía indemne y disfrutando los beneficios de su robo. De pronto, in extremis, mi tío obtuvo la prueba que necesitaba: una hoja de papel carbón en la que estaba impresa la huella de una bota, tan acusadora y precisa como una huella digital. Se presentó valientemente con ella al capitán, se cuadró ante él (eran siempre relatos muy ricos en esa clase de detalles circunstanciales) y le dijo la verdad: la huella en la hoja de papel carbónico coincidía irrefutablemente con la suela de la bota izquierda del canalla.

– Gracias, Molina -había dicho el capitán, cuyo nombre, apellidos, carácter y apariencia completa detallaba en cada relato mi tío-, si no llega a ser por usted habríamos mandado a prisión a un inocente.

La mili era la literatura y la épica, el cine y el turismo de los pobres, la ocasión que les daban de asomarse a la geografía del mundo, de añorar la vida diaria y aprender lecciones de lejanía y desarraigo, de vivir por primera vez libres de la gran sombra masculina y agobiante del padre, de un padre que en aquellos tiempos también solía ser el patrón. En la mili aprendían a escribir cartas y a disparar armas de fuego, a distinguir las graduaciones de los oficiales y los calibres de las municiones, a tratar con desconocidos absolutos, lo cual para ellos era una grandiosa novedad, ya que en sus vidas, hasta entonces, apenas habían tenido ocasión de encontrarse con extraños. La mili era una ruda antropología pueblerina, un ritual de paso hacia una vida plena de varones adultos, y a nadie se le ocurría quejarse de ella, en parte porque entonces a nadie se le ocurría quejarse de nada: librarse del servicio militar era un mal augurio, a no ser que uno fuera hijo de viuda, pues el que se libraba era que estaba tuberculoso o que tenía cualquier enfermedad oculta o no era lo bastante hombre. Lloraban las madres y las novias, llamaban por el teléfono de alguna vecina a los programas de discos dedicados de la radio para solicitar Soldadito español, pero aquellos llantos y suspiros sobre el bastidor de la costura, aquel riguroso encerrarse de las novias durante la ausencia de su prometido (prometido era una palabra que usaban mucho en los programas de discos dedicados) eran sobre todo pruebas o signos de una sentimentalidad femenina tan reglamentada y roturada como el coraje de los hombres. Yo a veces me dejaba llevar por la inercia tonta de la imaginación y me veía a mí mismo convertido en soldado, galopando en el desierto con el velo azul de un turbante sobre la cara y un fusil a la espalda o esperando tras el bardal de una granja a que me atacaran los bandidos beduinos, pero otras veces tenía raros vislumbres de sentido común e intuía que la mili no iba a ser una novela, sino una cosa tan triste y tan interminable como la vida de un interno en un colegio de curas, una experiencia de brutalidad tan dolorosa como la de casi todos los juegos infantiles de la calle donde yo vivía, y en los que invariablemente salía perdiendo: los mayores, los más fuertes, los más vivos y ágiles, abusaban siempre de los débiles, es decir, de los que eran como yo. En mi calle, como en el ejército, se jugaba a la guerra, y había héroes violentos que asustaban a los más apocados y batallas de estacazos, gritos y pedradas de las que algunos huíamos con una anticipada sensación de ignominia y vergüenza. Yo no podía saber entonces hasta qué punto mi intuición era cierta: la mili, cuando llegara, iba a parecerse mucho no a las historias embusteras que me habían contado mis tíos y mi padre, sino a aquella angustia, a aquella tristeza ilimitada y monótona de la cobardía infantil, a la vulnerabilidad de no atreverme a salir a la calle por miedo a que los más grandes me pegaran, a la conciencia humillada de no ser fuerte ni temerario ni ágil.

Yo no sabía que en realidad se cambia muy poco desde los primeros años de la vida, y que ya entonces, en mi calle, donde durante mucho tiempo fui como un emboscado cobarde, habría podido señalar entre los niños del vecindario a los que disfrutarían de la mili y clasificarnos a cada uno de nosotros en los modelos que tantos años después iba a encontrar: el chulo, el chivato, el asustado, el silencioso, el leal, el lacayo, el entusiasta de la violencia practicada por otros, el que lamerá el polvo ante los vencedores y hará escarnio de las víctimas. La infancia posee una capacidad de obtener sufrimiento de la imaginación que los adultos luego no recuerdan: yo me consolaba pensando que todavía me faltaban muchos años para irme a la mili.

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