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– Te lo dije, paisano, este gallego tenía cara de listo y de buena persona. Con nada que le explique me ve enseguida las ideas.

– Sí, mi brigada.

– ¿Tú sabes lo que les pasa a los gallegos, paisano, por qué están siempre tan tristes?

– No, mi brigada.

– Pues porque tienen morriña, por eso hablan como hablan, como si les diera pena todo. ¿Tú me sigues, Salcedo?

– Completamente, mi brigada.

– Ojo -el brigada nos miraba muy fijo y se llevaba el dedo índice a la parte aludida, al párpado siempre enrojecido, como por falta de sueño-. Lo que hay que tener en la vida es mucho ojo y mucha psicología. A mí, en veinte años de servicio, que se dice pronto, todavía no me ha engañado nadie. ¿Sabéis cómo? -volvía a guiñarnos el ojo antes de señalárselo con el dedo índice-. Ojo y psicología. ¿Me veis la idea?

– Sí, mi brigada.

Eso era lo mejor del brigada Peláez: que le veíamos siempre y sin dificultad la idea, su idea neta y platónica, precisa como la ilustración de un manual antiguo de geometría o de ciencias naturales, de una de aquellas enciclopedias infantiles en las que yo me había aprendido las tablas de multiplicar. Los demás militares tenían como una zona de niebla aproximadamente sobre el ceño, una profundidad impenetrable y nada tranquilizadora en los ojos, una distancia sin remisión no ya hacia nosotros, los soldados, sino a todo lo que estuviera al margen del mundo al que pertenecían. El brigada se había enterado del nombramiento de Pepe Rifón al mismo tiempo que Salcedo y que yo, pero con nosotros, al calor del café, del coñac y de la pequeña estufa eléctrica, que daban en conjunto una temperatura casi de salita conyugal a la oficina, se concedía vanidades que el mundo le negaba, entre ellas la vanidad inverosímil de fingir que tenía dotes de mando y que las ponía en práctica, imponiendo con valentía su criterio no ya a los sargentos, que al fin y al cabo eran sus subordinados, sino también al teniente Castigo, quien en realidad le hablaba de tú y lo interpelaba como a un camarero, oye, Peláez, aunque era quince años más joven que él.

A veces el brigada hasta se persuadía a sí mismo de que el capitán no daba un paso en la administración de la compañía sin consultarlo con él: «Peláez, haz lo que tú quieras, lo dejo completamente en tus manos.» Pero en cuanto sonaban los tres timbrazos que lo reclamaban a su presencia visiblemente se descomponía, tragaba saliva, se rascaba la cara mal afeitada, donde se le habían acentuado las venitas moradas y rojas, y cuando volvía del despacho del capitán aún le temblaba la voz y no le quedaba más remedio que hacer una visita rápida al bar de suboficiales, o que ordenarle al nuevo escribiente que le bajara al Hogar por un café con un chorrito de coñac, nada, decía, agitando la mano como para quitarle importancia o disolver el contenido alcohólico de la bebida, una gotita, una lágrima.

Al brigada Peláez lo conmovía la cara de buena persona y de mansedumbre de Pepe Rifón, pero lo que más le gustaba de él, aparte de lo bien mandado que era, era que fumaba y que no hacía ascos de tarde en tarde a las rondas de coñac que Salcedo siempre se negó a compartir, con un puritanismo castellano y gimnástico que al brigada debía de parecerle una callada acusación. Salcedo lo intimidaba, porque era alto y atlético, pronunciaba todas las eses y no ocultaba su desagrado ante el humo del tabaco y las vaharadas del coñac. Pepe Rifón y yo, que no éramos tan altos, y que además fumábamos, bebíamos cuando se presentaba, no hacíamos deporte y éramos tan camastrones como él, nos convertimos en poco tiempo en sus escuderos, en sus escribientes del alma, en sus cabezas de turco, en los beneficiarios y con frecuencia en las víctimas de su protección, que era tan generosa como incompetente, y que en instantes cruciales -las vísperas de un permiso inseguro, el riesgo de un arresto- podía alcanzar una ineficacia aterradora.

Como muchas personas débiles, el brigada Peláez era muy embustero. No mentía por interés ni por cálculo, pues le faltaba astucia y mala idea, sino por agradar a quienes le asustaban, y como se asustaba de todo y de casi todo el mundo, desde el coronel del regimiento hasta el Chusqui, incluso de su mujer, a la que sin embargo quería tanto, vivía entretejiendo mentiras humildes y trapacerías de tercer orden que no le deparaban beneficios, sino sobresaltos, obligándole a urdir nuevas mentiras más inverosímiles y arriesgadas aún, como un insensato que acepta préstamos usurarios para pagar los intereses de préstamos anteriores y anda siempre en el mismo filo del deshaucio.

En un impulso sincero de generosidad nos prometía a Salcedo o a mí que iba a interceder ante el capitán para que nos concediera un permiso -ya os podéis imaginar, en cuanto yo se lo pida es cosa hecha-, pero luego le faltaba valor para hacerlo, o se ponía tan nervioso en presencia del capitán que se olvidaba de lo que traía pensado decirle, pero tampoco se atrevía a defraudarnos a nosotros contándonos la verdad, así que pasaban los días sin que llegara el permiso y el brigada insistía en que él se lo había solicitado al capitán, y que éste, desde luego, había accedido a concederlo, como a cualquier cosa que el brigada le pidiera. Para salir del aprieto inventaba la mentira suplementaria de que nuestra solicitud, ya con el visto bueno del capitán, se había extraviado en la plana mayor del batallón, corriendo entonces el peligro angustioso de que descubriéramos su embuste a través de los escribientes de aquellas oficinas, por las que nosotros nos movíamos mucho más fluidamente que él, con la desenvoltura y la oblicua irreverencia de los chóferes o los ujieres o los electricistas por los corredores de un palacio donde se está celebrando una recepción oficial.

Al cabo de tantos años de servir a España en la fiel Infantería su ardor guerrero era aún menos vehemente que el nuestro. Le daba miedo todo, el virus de la gripe y el amonal de los terroristas, los pasos de aire y los terremotos, los peligros del tráfico y los de las armas de fuego. Lo de los pasos de aire era un miedo rural que a mí me hacía acordarme de las oscuras precauciones higiénicas de mis abuelos, arraigadas en épocas muy anteriores a la penicilina.

– Paisano, hay dos tipos de pasos de aire -el brigada ponía la expresión grave que reservaba para las disertaciones técnicas-. Los pasos de aire que les dan a las personas, y los que les dan a las cosas. ¿Me ves la idea? Por ejemplo: un paso de aire le da a una jarra de cristal y la jarra se hace añicos sin que nadie la toque, como si fuera cosa de magia; un paso de aire le da a una persona y se queda bizca, o se le tuerce para siempre la boca, o se vuelve tonta y se pasa la vida sorbiéndose los mocos.

Con el uniforme y la gorra de faena el brigada Peláez no tenía porte de militar, sino de guardia forestal o de empleado del servicio municipal de limpieza. En su figura desmedrada el pistolón que llevaba al cinto era una incongruencia y también un incordio: en cuanto podía se la quitaba y la guardaba en un cajón, tocándola como si tuviera entre las manos un artefacto inexplicable: «Paisano, las carga el diablo.» El brillo dorado de unas estrellas de oficial en una bocamanga ya lo sumía en el nerviosismo, lo hacía tragar saliva, estirar el cuello, rascarse el mentón con sus flacos dedos amarillos. Si tenía que firmar un documento procuraba trazar una rúbrica ilegible, y me guiñaba un ojo, para hacerme partícipe de su pillería: bajo los miedos militares conservaba no sólo los miedos rurales de su infancia, sino también los de la clase social de la que procedía, entre ellos el miedo a firmar algo sin saber lo que era y buscarse una ruina, que es un miedo de analfabetos, de campesinos iletrados y pobres a los que enredan siempre los abogados de los poderosos para quitarles lo que es suyo.

Una mañana, estando yo solo en la oficina, ocupado en mis cosas, el brigada entró con más aire de abatimiento y catástrofe de lo que era usual en él, se derrumbó exhausto en el sillón, todavía jadeando por el sofoco de las escaleras, y ni siquiera me hizo el gesto de que no me levantase para saludarlo reglamentariamente.

– A la orden, mi brigada.

– Paisano, nos ha caído encima un desastre.

– Venga, mi brigada, que no será para tanto.

– Acaba de decirme el capitán que la semana que viene entramos de cocina.

Aquello era un alud que caía sobre nosotros, un zafarrancho administrativo, una ruina, decía aterrado el brigada Peláez, saciar el estómago inmenso de todo el cuartel, alimentar las fauces del regimiento de cazadores de montaña, atender a los proveedores charlatanes y ladrones y procurar que no dieran gato por liebre, elegir los menús, calcular el número de raciones que había que preparar diariamente, más de dos mil, organizar el servicio de comedor, convirtiendo en camareros a un cierto número de los soldados de la compañía, los menos sucios y randas, y para más inri, suspiraba el brigada, aplastado por las circunstancias, por el tamaño de la responsabilidad que se le derrumbaba encima, que era como un derrumbamiento de las toneladas de patatas, garbanzos, barras de pan, vacas y cerdos abiertos en canal que deberíamos servir a lo largo del mes, para más inri había que presentar cada día al coronel lo que se llamaba la prueba, una bandeja con la comida del día, prueba que el coronel podía aceptar o no, según le diera, con la consiguiente zozobra para el responsable del menú, es decir, yo, declaraba el brigada, clavándose el dedo índice en el pecho, como si ya fuera un acusado, el hazmerreír de los oficiales y de los sargentos, el escarnio de todo el cuartel, la víctima de los engaños de unos y de otros, porque entre unos y otros lo iban a engañar, eso él ya lo sabía, ya estaba viéndoles la idea, y si no lo engañaban se liaría él mismo con los papeles y los números, con la maldita burocracia, decía en un rapto luctuoso de énfasis, y lo acusarían de desfalco y lo mandarían preso a un castillo, qué desastre, paisano, él era un soldado, no un contable, aseguraba descubriendo súbitamente una oculta vocación por el servicio activo y arriesgado, que lo mandaran a Jaizkibel de maniobras, mil veces más a gusto y con menos peligro estaríamos que en la cocina, y aquí ya usaba un plural en el que me incluía, porque estaba claro que de sus oficinistas me llevaría a mí a compartir aquella cruenta desgracia.

Se pasó la mano por la cara, se puso en pie, me hizo un gesto rápido para que no me levantase a saludarlo, sacó el cinto con la pistola del cajón y no acertaba a abrochárselo, chasqueó la lengua, como si le hubiera entrado de pronto una sed sin consuelo, y antes de que se fuera yo ya sabía lo que iba a decirme:

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