Литмир - Электронная Библиотека
A
A

En cuanto a mí, mi escepticismo político no era consecuencia de una lucidez que ahora no puedo retrospectivamente atribuirme, sino más bien de mi falta de voluntad disciplinada y sólida para empeñarme en un propósito o en una ideología, y de una inclinación personal a la desgana, al desapego hacia los entusiasmos colectivos, acentuada en los primeros años de la transición por el contraste insoluble entre la realidad y el deseo, entre los sueños formulados con utopismo monótono por los partidos de izquierda y el espectáculo trapacero y confuso de la política diaria, de las campañas electorales, de la fragilidad y la provisionalidad de todo, especialmente de la democracia.

Cuando las manifestaciones eran ilegales yo no iba a ellas porque me daban miedo; cuando ya no hubo peligro de apaleamiento o detención tampoco fui a ellas porque había descubierto que me aburrían. Yo no sabía a favor de qué estaba, sino en contra de qué: y de pronto me hice amigo de un partidario apasionado de algunas de las posiciones políticas que despertaban más hostilidad en mí. Al poco tiempo de entrar en la oficina Pepe me invitó a acompañarlo a un mitin de Herri Batasuna en el que intervenía el difunto Telesforo Monzón, que era en aquellos años como el Júpiter tonante del abertzalismo más extremo. Intenté disuadirlo: el mitin acabaría muy probablemente en una batalla de pedradas, bombas lacrimógenas y pelotas de goma, y aunque se vistiera de paisano estaría en peligro. Le dije además que Telesforo Monzón me parecía una especie de ayatolah vasco, un iluminado peligroso. Sin el menor signo de discordia, como si en realidad sostuviera una posición no muy alejada de la mía, Pepe me respondió que él consideraba a Telesforo Monzón un hombre admirable, un luchador antifascista ejemplar.

Pensando ahora en todas las cosas que no teníamos en común me pregunto cómo surgió entre nosotros una amistad no ya tan estrecha, sino tan perfecta. A los dos nos importaba mucho más lo que sí compartíamos: el odio al abuso de los fuertes y a la ceguera y a la altanería de los enterados, la afición a beber vino en las barras de las tabernas de la parte antigua y a picar de las bandejas espléndidas de tapas desplegadas sobre los mostradores, el gusto por las conversaciones con café y cigarrillos, la tarea, compartida con Salcedo, de coleccionar los hallazgos verbales del brigada Peláez, y en general del idioma castrense, la vocación por las mujeres, por enamorarnos de ellas, por mirarlas, por contarnos y comparar los sentimientos que nos provocaban. Nos constituimos cada uno en confidente y consejero sentimental del otro. Después de licenciarnos, la mayor parte de nuestras conversaciones telefónicas y de las cartas que nos escribíamos versaban sobre el amor de las mujeres, sobre el misterio de sus reacciones y sus actos y las sorpresas que nos daban siempre, lo mismo al seducirnos que al abandonarnos.

Robert Graves habla en un poema de que también la amistad puede surgir a primera vista: Onetti decía al final de su vida, con sarcasmo y amargura de tango, que no hay más amigos verdaderos que los de la infancia. Si el ejército nos había borrado temporalmente nuestra identidad de adultos, si nos había hecho regresar al miedo y a la vulnerabilidad de los niños antiguos en los internados, también nos devolvía no sólo a las brutalidades, a las jactancias y al tribalismo de los catorce o los quince años, sino también a un sentido de pertenencia que a esas edades aprendíamos más en la amistad que en el amor.

Tal vez de ahí procede la leyenda dorada de los amigos para siempre que se hacían en la mili, tan parecida a ese episodio de celebración de la amistad que suele darse en el curso de las borracheras. Yo me acuerdo de amigos inexplicables a los que conocí a través de Pepe Rifón y hacia los que llegué a sentir simpatía y lealtad, aunque estaba seguro de que de no haber sido por el ejército no me habría encontrado con ellos, y también de que si volvíamos a vernos después de la mili no tendríamos nada que decirnos: incluso es posible que alguno de ellos me hubiera atracado.

Me acuerdo con lejano afecto de Agustín Robabolsos, del Turuta, de Rogelio Rojo, del Chipirón, la banda lumpen y grifota a la que Pepe me asoció sin que yo me resistiera demasiado, dejándome llevar hacia las esquinas oscuras de la plaza de la Constitución donde se traficaba en hachís y heroína igual que había accedido a las caminatas higiénicas con Salcedo, compartiendo con ellos el lenguaje macarra, los canutos, los botellones de cubata, los grandes bocadillos de tortilla de champiñones que daban en los bares de soldados, la beligerancia cafre y masculina de ir en grupo y en disposición de borrachera y de bronca, adolescentes falsos, apiñados, casi hombro con hombro, las manos en los bolsillos de los vaqueros, premeditadamente torvos, con más novelería que temeridad.

No es difícil que hayan conocido las cárceles, que alguno esté muerto por culpa de la heroína o del sida. A ninguno de ellos lo reconocería si lo encontrara frente a mí, y soy incapaz de imaginarme el porvenir de sus vidas, que se cruzaron tan brevemente con la mía para alejarse luego a distancias remotas. Pero la costumbre sagrada y metódica de compartirlo todo y el sentimiento de conjura y de alianza incondicional contra el infortunio que nos unió a Pepe Rifón y a mí en aquella adolescencia repetida y tardía de San Sebastián ya no he vuelto a encontrarlo: tampoco puedo ya saber si habría sobrevivido al paso de los años.

45
{"b":"88348","o":1}