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Ningún grupo escultórico soviético había sido derribado aún, ni una sola estatua de Lenin. Del sindicato Solidaridad nadie sabía nada fuera de Polonia. Los periódicos valían veinticinco pesetas, y los soldados ganábamos quinientas al mes. Francisco Umbral publicaba cada día en El País una columna lírica y mundana que los aficionados jóvenes a la literatura recibíamos como un alimento diario, con un perfume doble de periodismo y de poesía. En El Alcázar Alfonso Paso escribía diariamente artículos golpistas, y El Imparcial reclamaba un golpe de estado en los titulares chillones de su primera página. En las salas de banderas estaban diariamente El Imparcial y El Alcázar, y algunos veteranos cautelosos le sugerían a uno que mejor no se dejara ver con Triunfo, y menos aún con La calle, el semanario oficioso del Partido Comunista, que por entonces aún era el Partido. Juan Carlos Onetti ya había publicado en Bruguera Dejemos hablar al viento, pero no le habían dado aún el Premio Cervantes y casi nadie se había enterado de que vivía sigilosamente exiliado en España, como tantos miles de argentinos, chilenos y uruguayos a los que no sé si ya se les llamaba sudacas…

Los ochenta no empezaron en 1980, sino tal vez uno o dos años más tarde, cuando yo ya estaba olvidándome del cuartel, cuando los socialistas ganaron por primera vez unas elecciones generales, cuando los profesores de instituto y de universidad se afeitaron las barbas y abandonaron el Ducados en beneficio del Marlboro o del jogging, cuando un viejo actor teñido y maquillado como un bujarrón que se dormía en las reuniones y consultaba astrólogos fue presidente de los Estados Unidos, cuando algunos concejales de izquierdas empezaron a forrarse con las recalificaciones de terrenos o las contratas para el suministro de cubos de basura, cuando esos mismos concejales de izquierdas empezaron a adquirir saberes gastronómicos y hábitos suntuarios, cuando el Bertolucci al que todos ellos habían adorado descubrió el misticismo oriental, cuando los militares españoles, no se sabe en virtud de qué razonamiento o de qué conjuro, de qué transmutación mental, decidieron que nunca más iban a interferirse en las decisiones del poder civil, a condición de que éste no se interfiriera demasiado en las irrealidades del poder militar.

Pero en enero y en febrero de 1980, en el aniversario inverso de la charlotada aterradora que el teniente coronel Tejero iba a representar un año más tarde, tricornio en mano y en los burladeros del Congreso, como en un siniestro pasodoble taurino, las décadas anteriores duraban tan contumazmente como duraba el invierno, y un futuro de plena libertad civil nos parecía a todos tan remoto como la fecha de nuestro licenciamiento: los ochenta sólo comenzaron cuando dejamos de ser rehenes de los golpistas y de los terroristas y cuando los héroes de la década anterior empezaron a perder sus resplandores heroicos como trámite previo a la pérdida de la vergüenza.

En los ochenta el tiempo iba a adquirir una rapidez y una fugacidad de moda indumentaria, de éxito de canción pop, de fulminante especulación financiera, de juventud recobrada y perdida en el curso de un adulterio cuarentón. La unidad de tiempo iba a ser el parpadeo de un videoclip, el relámpago de la sonrisa de un estafador, la pulsación de una computadora transmitiendo en el instante justo una orden de compra o de venta de acciones trucadas. Al final de los setenta aún duraba la lentitud del tiempo franquista, la de los trenes correos donde viajaban soldados y la de los matrimonios canónicos que sólo la muerte disolvía. En los ochenta todo sería tenue y rápido, perecedero y brillante como un envoltorio de regalo: en el cuartel todo era espeso e interminable, la mili y el invierno, el aburrimiento y la lluvia.

En San Sebastián llovía como ya no volvió a llover nunca más en la década, como en ese pasado de lluvias suaves y eternas que recuerdan siempre nuestros padres. Llovía sobre la bandera roja y amarilla, sobre las formaciones diarias y las paradas semanales de homenaje a los Caídos, cuando el páter, vestido con manteo y teja de cura ultramontano, asistía rezando el padrenuestro a la ceremonia de la corona de laurel en el monolito, llovía sobre los soldados de guardia que rondaban la puerta del cuartel con impermeables de hule y pasamontañas, llovía con una densidad y un silencio de niebla sobre las laderas del monte Urgull y del monte Igueldo y sobre esa isla de pizarras boscosas que hay en el centro de la bahía de la Concha, llovía sobre los caminos rurales por donde patrullaban unidades antiterroristas de la Guardia Civil y sobre las calles de la Parte Vieja donde la policía nacional no se atrevía a aventurarse.

Yo me iba a pasear a San Sebastián y entraba a un cine para escaparme del aburrimiento de la lluvia, y cuando terminaba la película y ya era noche cerrada aún estaba lloviendo, y las gotas de lluvia relucían en el vapor amarillo que rodeaba las farolas de hierro sobre los puentes borbónicos del Urumea. Si me despertaba en mitad de la noche oía el rumor de trueno lejano que tienen los mercancías nocturnos disuelto entre el ruido de la lluvia que chorreaba en los aleros y resonaba bajo las arcadas del patio. Los sargentos entraban a galope en la oficina y se sacudían la lluvia de los uniformes como un caballo se sacude las crines, dejando al irse un charco de agua y de barro en las baldosas. El brigada Peláez apuraba de un trago su copita matinal de coñac y me contaba que de tanta lluvia y de no ver el sol a su mujer, que era de la bahía de Cádiz, le estaba entrando una depresión invencible, y se pasaba los días sentada frente al balcón de aquel piso de Martutene desde el que sólo veía barrizales y bloques de viviendas oscurecidos por los humos industriales y la lluvia perpetua.

– Paisano, está claro que en las provincias vascongadas no hay más que dos estaciones: el invierno y la del tren… ¿Me ves la idea o no me ves la idea?

Llovía monótonamente, rencorosamente, como si lloviera por orden de la autoridad gubernativa. La humedad de la lluvia corrompía las mantas y los uniformes amontonados en el almacén de la furrielería, hinchaba las maderas de las ventanas, se introducía lentamente hasta desprender la pintura de los muros y dar un olor a moho a todos los lugares cerrados, a las ropas civiles que guardábamos en las taquillas. Una mañana de lluvia, como todas, el capitán me llamó con urgencia a su despacho a través de los dos timbrazos que sonaban en nuestra oficina y a mí el corazón me dio un vuelco, temiendo, como temía siempre, que me fuera a ser anunciado un castigo o una desgracia: en los timbrazos había intuido una urgencia dictada por la ira.

– A la orden, mi capitán. ¿Da usted su permiso?

El capitán me indicó sin ceremonia que entrara. Estaba de pie, de espaldas a la ventana, tras la mesa donde una vez yo había visto cierto informe clasificado como de alto secreto. Vi de soslayo un método de inglés y un libro muy grueso de cuyo título aún me acuerdo: Psicología de la incompetencia militar. Ya dije que el capitán era sólo un par de años mayor que yo, pero no podía aproximarme a él sin un sentimiento de inferioridad y temor -también, inexplicablemente, de vaga admiración-. En una posición de firmes correcta, aunque relajada (ya no era un conejo) esperé sus órdenes o sus preguntas. Yo creo que entonces ya noté un olor a enmohecimiento más intenso de lo que era habitual en el cuartel.

– ¿Eres tú quien me limpia la oficina todas las mañanas?

– Sí, mi capitán (de nuevo tuve miedo: tal vez iba a acusarme de mirar en sus papeles).

– ¿Todas las mañanas, todos los días?

– Sí, mi capitán. Es lo primero que hago.

– ¿Y barres bien, y lo limpias todo?

– Todo, mi capitán.

– Pues entonces no puedo explicármelo…

El capitán me hizo un gesto para que me acercara al otro lado de la mesa, justo debajo de la ventana, donde estaba el filo de la alfombra bajo el que yo solía almacenar regularmente el polvo que barría de cualquier modo una o dos veces por semana. La madera de los postigos estaba hinchada, la ventana cerraba mal, y el agua de la lluvia fluía subrepticiamente hacia la alfombra y la había empapado. La había empapado tanto, había humedecido durante tanto tiempo toda la suciedad que yo guardaba debajo de la alfombra, que el tejido lanoso de ésta se había ido pudriendo y convirtiéndose, mezclado con el polvo, en un humus negro y fértil, en un lecho de estiércol donde florecía, justo a los pies del capitán, borrando el dibujo de la alfombra, una colonia de hongos blancos y apiñados, grandes, jugosos, de una blandura viscosa, como los champiñones que se crían en las oscuridades de los sótanos.

– Pues no me lo explico, mi capitán, habrán salido esta noche, como ha llovido tanto…

– Es lo que había pensado yo.

– Si usted me da su permiso, ahora mismo limpio esos hongos.

– Casi mejor le dices al furriel que se lleve la alfombra, y que la tiren al incinerador…

La alfombra hedía a putrefacción cuando la desprendimos del suelo, igual que el cieno del río cuando bajaba la marea. Durante muchos días quedó un hedor de alcantarilla en el despacho del capitán. Aquel fin de semana procuré limpiarlo un poco más a conciencia, como lo hacía Salcedo en los tiempos de Matías, pero yo jamás hubiera podido competir con él, con su pulcritud implacable, con su paciencia y su tranquila destreza para el trabajo material. En el campamento a mí me arrestaban siempre por lo mal hecha que estaba mi litera. Salcedo dejaba la suya tan lisa y tan perfectamente doblada como la cama de un hotel de lujo, tan intacta en apariencia como si nadie hubiera dormido nunca en ella: el embozo con una curvatura perfecta, una franja blanca y horizontal sobre las mantas remetidas bajo el colchón para conservar todo el calor, la almohada mullida, hinchada, como si fuera un almohada de plumón y no de goma-espuma. Los dos hacíamos la litera al mismo tiempo, después de la formación de diana y antes de la del desayuno, pero la mía era siempre un desastre y la de Salcedo un milagro instantáneo de perfección, y a mí casi me daba rabia verlo tan concentrado y tan eficaz incluso a esa hora inhumana, metódico en sus gestos mientras yo me enredaba en los míos, ajeno al escándalo de gritos y de ruidos de armas que sucedía a nuestro alrededor, muy tranquilo, tarareando algo, con un indicio de sonrisa en su expresión tan adusta.

Salcedo detestaba el tabaco y los bares, se ensimismaba en los aparatos gimnásticos como un músico en su violoncelo, corría kilómetros a campo través sin perder el resuello, y cuando salíamos juntos, en lugar de visitar los bares de soldados de la Parte Vieja, llenos de humo, de ruido, de serrín mojado y de cáscaras de mejillones, dábamos caminatas de varias horas a lo largo de la orilla del mar, remontando primero el Urumea desde Loyola hasta su desembocadura, recorriendo luego la costa desde el puente de Kursaal hasta el Peine de los Vientos, por el Paseo Nuevo y la Concha y la playa de Ondarreta. En los días de temporal nos asomábamos con una sensación de pavor y de vértigo a las barandillas del Paseo Nuevo, veíamos crecer las olas y aproximarse a nosotros como si el mar se levantara verticalmente, retrocedíamos corriendo justo cuando estallaban en altos chorros de espuma contra los bloques de hormigón, barrían toda la anchura del paseo y alcanzaban con su embate los pinares bajos del monte Urgull. A mí, que no había visto nunca un mar tan bravo, se me contagiaban los términos de aterrada admiración que usaba Salcedo:

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