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Las barbas, los uniformes sucios, las botas viejas, cuarteadas por el polvo, la lluvia y el barro, la dejadez idéntica de los ademanes, les daban a los bisabuelos un aire general de vejez prematura, de antigüedad legendaria en el ejército, y cuando a las ocho de la mañana, después de una noche entera de guardia, regresaban desfilando a la compañía, tenían un aspecto como de soldados harapientos de la guerra civil americana, soldados de morral al costado, mosquetón largo y daguerrotipo, resabiados, escaqueados, embrutecidos por catorce meses de mili y un año entero de guardias, por la costumbre del gregarismo y del hachís y las borracheras con licores infames en el Hogar del Soldado y en las discotecas más broncas de la ciudad, a las que acudían en masa los fines de semana vestidos de paisano, aunque con una uniformidad en la que no faltaba un punto carcelario: pelo muy corto, barbas, vaqueros ceñidos y gastados, marcando paquete, el de la hombría militar en la entrepierna y el del tabaco rubio, Fortuna o Winston, en el bolsillo superior, zapatillas de deporte, jerséis cortos y chubasqueros en invierno, y en verano camisetas ajustadas o camisas abiertas mostrando alguna cadena y el cordón del que colgaban las llaves de la taquilla.

Se movían en grupos, con un instinto de manada y una vaga actitud de pillaje, practicando en los autobuses y en las colas de los cines y de las discotecas la táctica cuartelada del asalto a mogollón, intoxicados de fuerza bruta, de abstinencia sexual y de pornografía, a la que entonces casi nadie estaba acostumbrado. Las mujeres abiertas y lívidas de las revistas pornográficas, traspasadas por hombres de virilidades monstruosas o arrodilladas frente a ellos y lamiéndolos con lenguas largas y rojas y párpados apretados, con las comisuras de los labios y las barbillas brillantes de semen, con una precisión de obstetricia en los primeros planos, eran el sueño del erotismo soldadesco, las diosas procaces de tipografía y papel couché que aparecían desafiantes y resplandecientes en su desvergüenza cuando una mano entreabría por primera vez las páginas y se iban degradando a medida que las revistas se gastaban con el uso excesivo, con la frecuentación solitaria, exasperada y devota.

En los cuarteles españoles, en el tránsito ya tan lejano a la década de los ochenta, los soldados de pueblo se iniciaban al mismo tiempo en las germanías de la delincuencia y de la droga, en las revistas pornográficas y en el uso del hachís, así que en cierto modo cumplían la vieja tradición de hacerse hombres en la mili: de reclutas más bien lampiños y medrosos pasaban en algo más de un año a onanistas consumados y bisabuelos coriáceos, y el vocabulario de mocetones rurales con el que llegaron al campamento se enriquecía velozmente con las palabras más turbias de la marginalidad urbana, que manejarían con vanagloria después de licenciarse, cuando regresaran a sus pueblos y contaran en el nuevo lenguaje a los más jóvenes sus aventuras militares.

Vivían, al aproximarse el final de la mili, en una efervescencia como de milenarismo, entre los terrores de un posible estado de excepción que cancelaría todo licenciamiento y las desatadas alegrías alcohólicas que provocaba el rumor de que iban a darles la Blanca unos días o unas horas antes de lo previsto. Asaltaba la oficina un grupo de bisabuelos borrachos o colgados, y nos asediaban a Salcedo y a mí porque alguien les había dicho que las cartillas militares las teníamos guardadas nosotros, y aunque era falso se empeñaban en registrar los cajones y en amenazarnos: la llegada de un sargento, o del brigada Peláez, interrumpía la invasión y el motín, y cuando nos quedábamos solos otra vez en la oficina Salcedo movía melancólicamente la cabeza al mismo tiempo que ordenaba el desastre y abría la ventana para que se fuera el humo del tabaco y el hedor alcohólico que los veteranos habían dejado tras de sí, manifestando con su admirable laconismo la opinión que le merecía todo aquel espectáculo:

– Te cagas.

Habíamos visto irse, recién llegado yo al cuartel, al reemplazo del escribiente Matías, que se nos alejó enseguida a un recuerdo del pasado distante -el tiempo tenía en el ejército casi la anchura y la lentitud del tiempo de la infancia-, y ahora veíamos irse a los que entonces ascendieron a bisabuelos, y les escuchábamos las mismas bromas que a los anteriores, aquí os vais a quedar, carne de garita, tenéis más mili por delante que el palo de la bandera, que el Chusqui, que el brigada Peláez, que el alma en pena del Generalísimo, vais a hacer más guardias que el monolito, me pegaría un tiro si me quedara la mitad de mili que a vosotros.

Una tarde, al volver Salcedo y yo de un paseo o del cine, los vimos cruzar en tromba el puente sobre el Urumea en una estampida de felicidad, gritando aire por última vez mientras arrojaban a las aguas pardas y grumosas del río los candados de los petates y las llaves de las taquillas, que iban a unirse en el limo del fondo con los candados y las llaves de todos los bisabuelos que se habían licenciado en no sé cuántos años, desde la primera vez que alguien hizo aquel gesto e inauguró aquella costumbre. Para que no nos sometieran a una última sesión de burlas consabidas Salcedo y yo nos refugiamos en un bar cuya ventana daba justo a la salida del puente: ahora me acuerdo que había una máquina de discos en la que yo ponía canciones de The Specials y de Madness, que me gustaban mucho entonces. En silencio, muy serios, vestidos con nuestros uniformes, veíamos a los veteranos que cruzaban hacia este lado del río y lanzaban al agua los candados como proyectiles o símbolos de una odiosa esclavitud, y es posible que los dos pensáramos que ellos, a diferencia de nosotros, nunca más tendrían que repetir el camino de regreso. Empezó a sonar el toque de bajada de bandera, y luego el de la oración de los Caídos, y nosotros, aunque estábamos dentro del bar, nos cuadramos instintivamente: los recién licenciados, los ex-bisabuelos, seguían corriendo y empujándose, de paisano, libres del ejército, guardando cada uno como el tesoro más preciado del mundo la cartilla que acababan de entregarle, la Blanca, el trofeo de catorce meses de encierro y de espera y el certificado absoluto de la libertad.

Ahora que los veteranos se habían ido hubo como un silencio nuevo en la compañía, hecho a medias de la ausencia de los recién licenciados y de la pesadumbre de quienes nos quedábamos. Una cuarta parte de las literas y de las taquillas estaban desocupadas, y la formación de retreta transcurría en una calma que nos extrañaba a todos, sobre todo al cabo de cuartel y al sargento de semana, que no se veía en la obligación de enronquecer a gritos ni tenía la sádica oportunidad de meterle una semana de prevención y arruinarle el final de la mili a un bisabuelo amontonado o borracho.

Pero aún no nos dábamos cuenta del modo en que nos parecíamos ya a quienes acababan de irse. Nosotros, los que llegamos a finales de noviembre, los conejos de entonces, ahora llevábamos barbas y uniformes de faena desaliñados y sucios, y obedecíamos desmadejadamente las órdenes en la formación, y bebíamos cubata y calimocho en el Hogar del Soldado, y teníamos taquillas ilegales alquiladas en bares de Loyola para cambiarnos de paisano. También sin que nos diéramos cuenta, la compañía había terminado por convertirse para todos nosotros en el lugar donde vivíamos, y la litera y la taquilla en nuestro espacio más íntimo, el refugio de la pereza y del sueño, incluso de la secreta lujuria, del erotismo solitario y nocturno que algunas veces provocaba un gruñido de muelles de somier en la oscuridad, una respiración tan fuerte como la de un sueño profundo, pero mucho más entrecortada.

Después del toque de silencio, los imaginarias rondaban la compañía en turnos de dos horas. El turno peor de todos era el tercero, entre las tres y las cinco de la madrugada, que partía cruelmente la noche y lo desalojaba a uno de las mejores horas del sueño. Recién extinguido el toque de silencio, apagadas una a una las luces en todas las ventanas del cuartel, salvo las del cuerpo de guardia, el imaginaria emprendía su ronda, pertrechado de correaje, fusil y machete, y los chistosos usuales repetían sin desmayo sus gracias más celebradas:

– Imaginaria, agárrame la polla.

– Imaginaria, tráeme un plato, que se me ha roto un huevo.

– Imaginaria, ¿sabes de electricidad? Ven a ver si esto mío es corriente.

– ¡Alerta, imaginaria, que me la están metiendo!

– ¡Callarse, maricones!

Aun en la oscuridad ya reconocía uno todas las voces, y sabía perfectamente quién dormía en cada litera y en virtud de qué acuerdos o afinidades tribales se reunían los grupos de soldados en las camaretas. Había conciliábulos de vascos, de catalanes, de gallegos, de canarios, pero no de andaluces, porque los andaluces en ese tiempo aún no habían sido plenamente informados por el gobierno andaluz de que lo eran y se agrupaban por provincias, o no se agrupaban en absoluto, dispersándose en fraternidades más abiertas o regidas por principios menos visibles. Las autoridades militares habían decidido que nadie, salvo los voluntarios, podía hacer la mili en su región de origen, con la finalidad, según aseguraban ellos, de que todos llegáramos a conocer los lugares más lejanos de nuestro país, o lo que es lo mismo, que descubriéramos eso que en la prosa franquista se llamaba la rica variedad de los hombres y las tierras de España.

Los más malévolos, los más politizados entre nosotros, suponíamos que la intención oculta de los militares era que en caso de un golpe de estado las tropas carecieran de vínculos personales con el territorio que ocuparan, lo cual facilitaría la eficacia de la represión. Pero yo no creo ahora que en el ejército español, y menos aún en sus cavernas golpistas, hubiera esa capacidad de sofisticaciones estratégicas. Sea cual fuese el motivo, lo cierto es que los cazadores de montaña de San Sebastián constituíamos una especie de Legión extranjera en tono menor, una desastrada confusión de orígenes y acentos en la que apenas se advertía el balcanismo que sin embargo ya estaba incubándose, y que a veces se manifestaba más como un exabrupto o un rasgo de mala leche que como un síntoma de algo: de pronto, sin venir a cuento, un valenciano se embravecía porque le habían llamado catalán, o un voluntario vasco censuraba cruelmente a otro por decir Bilbao en vez de Bilbo o San Sebastián y no Donostia.

Se observaba que había, en los gallegos y en los canarios, una solidaridad en el desamparo y la pobreza, un agruparse en el miedo al mundo desconocido al que el ejército los había arrojado, en la lealtad masónica o de cristianismo primitivo a los alimentos de la tierra de origen, que para los canarios era la más remota, la más definitivamente extraña: recuerdo la cara diminuta y cobriza de un campesino de Lanzarote al que siempre le venía grande la ropa y el correaje, su expresión de incredulidad y maravilla y hasta de pavor la primera vez que vio la nieve borrando el paisaje de parameras de Vitoria. A los catalanes se les notaba enseguida que provenían de una tierra próspera y bien organizada, y que una vez que se alcanza un cierto nivel de vida las nostalgias por el lugar de origen se vuelven mucho más tolerables. Un catalán nunca llamaba catalán a un compatriota; un gallego, al dirigirse a otro, siempre le decía galego, y los canarios acentuaban la intimidad de su pertenencia doblando el vocativo:

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