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Señales de humo

La música de Vinhais, que cada vez se escucha más alta, acompaña al viajero hasta las afueras del pueblo. Es una música alegre, de fiesta, que anuncia a los que se acercan la que empezará esta noche cuando se enciendan los arcos de bienvenida y las luces de la iglesia de Clotilde Graça. Aunque para esa hora, quizá, la sacristana ya esté durmiendo.

El que se duerme, y ahora, es, sin embargo, el viajero. Entre el calor de la siesta, que cada vez es mayor, y con el runrún del coche, comienza poco a poco a adormilarse a medida que se aleja de Vinhais hasta quedarse, como en el Tuela, prácticamente traspuesto. La verdad es que hoy ha madrugado mucho para lo que es habitual en él.

Para evitarlo pone la radio. Las emisoras tienen ahora programas de variedades salpicados de canciones y de anuncios; son programas parecidos a los que también le llegan del otro lado de la frontera. Los anuncios varían según la cobertura de aquéllas (de Coca-Cola o de coches en las nacionales y de pequeños comercios o fiestas en las locales), pero las canciones no. Son los discos del verano en Portugal, canciones de amor y fados que cantan voces oscuras, normalmente de mujeres, y que impregnan el paisaje de una profunda tristeza. O quizá sea al revés. Desde que dejó Vinhais, el viajero no ha vuelto a cruzar un hombre ni una casa ni una huerta. Sólo algún coche de cuando en cuando y las montañas, que se suceden una tras otra hasta donde la vista alcanza y que se convierten en transparencias en dirección hacia la frontera.

La frontera, aunque lejana, va paralela a la carretera. Lo viene haciendo desde Bragança y lo seguirá haciendo hasta Chaves, según comprueba el viajero en su mapa y en los letreros que encuentra a través de aquélla: a Moimenta, 21; a Seixas, 15; a Santalha, 19… Pueblos todos, los nombrados, encaramados en las montañas, al borde mismo de la frontera. Incluso traza, al pasar Sobreira de Cima, el primer pueblo desde Vinhais -prácticamente desierto-, una curva hacia la izquierda, que es la misma que hace la carretera siguiendo el espinazo de los montes en dirección hacia Rebordelo. De haber seguido como hasta ahora, habría acabado en España.

El sol está quieto, inmóvil. Las montañas reverberan como espejos bajo él y, a lo lejos, hacia el sur, una columna de humo se eleva en el horizonte como la fumarola de un volcán. Es lo único que se mueve en el paisaje, el único signo de vida que alcanza a ver el viajero en este inmenso desierto, en el que apenas se ven ni pájaros. La verdad es que hace tanto calor ahí fuera que los que hay deben de estar durmiendo.

La fumarola se va agrandando a medida que el viajero empieza a acercarse a ella. Parece ya un hongo atómico más que el humo de un volcán. De todos modos, no es la única señal de humo que se avista en el paisaje. A lo lejos, en la dirección de Chaves, otra columna de humo se eleva de entre los montes y aún se ve otra más allá, en dirección hacia la frontera. Son más pequeñas que aquélla, pero igual de amenazantes.

En una curva, un ensanchamiento y cuatro árboles solitarios aconsejan al viajero hacer un alto. Aunque apenas lleva andados 10 kilómetros, le vendrá bien para espantar el sueño. El lugar, además, es estratégico: en lo alto de una loma, en medio del ancho páramo, le permite dominar todo el paisaje hasta la misma raya de la frontera. Con la ayuda de su mapa, y mientras fuma un cigarro, el viajero se entretiene en buscar por las montañas las aldeas cuyos nombres ha ido viendo en los letreros. Hay más de las que parece. Alguna, incluso, quizá sea ya de España, aunque en la lejanía todas parezcan iguales. El viajero está mirándolas, sentado contra una acacia, cuando un coche se detiene junto a él. Lleva adosada una caravana y lo conduce un corsario, a juzgar por los tatuajes que luce por todo el cuerpo. Que el viajero recuerde ahora, dos cruces (una entre rayos divinos), un corazón, un triángulo y un casco con un fusil bajo la tetilla izquierda.

El hombre, que viaja con su mujer y con dos niños pequeños, le pregunta en francés los kilómetros que faltan para Chaves.

– Sesenta -dice el viajero, consultándolo en el mapa.

– ¿Cuántos?

– Sesenta -vuelve a decirle al viajero.

El corsario le ha entendido a la primera. Si lo ha vuelto a preguntar no es porque no le hubiera entendido, como creía el viajero, sino porque le parecen muchos. Al parecer, el francés lleva viajando 10 horas y pensaba que Chaves estaba ya más cerca.

– Si quiere, le digo menos -le dice aquél, sonriendo.

– ¿Cómo dice?

– Digo que, si le parecen muchos -repite-, le digo menos kilómetros. -No entiendo dice el francés.

– No importa dice el viajero. Y, sin insistirle más, vuelve a desplegar el mapa para ver lo que a ambos les espera.

Lo que les espera a ambos es lo mismo que ya han visto: montañas, curvas, calor y algún perro atropellado y tirado en la cuneta. Hasta Curopos, que es el siguiente pueblo en el mapa, la carretera sigue subiendo y bajando montes y retorciéndose por las cuestas. Es como una montaña rusa, pero de polvo y asfalto. Desde Sobreira, además, apenas hay ya letreros. Aparte del de Curopos, que está muy viejo, y del de la carreterilla que va a Candedo -y a la ermita o santuario de su nombre-, durante varios kilómetros el viajero sólo encuentra una pintada, y además, incongruente: Viva Espanha ha escrito alguien en un muro en correcto portugués.

Curopos, como Sobreira de Cima, está en lo alto de un monte, al pie de la carretera, pero, a pesar de su situación, parece también desierto. Al viajero, en cualquier caso, le llama más la atención el nombre de otro que queda cerca: Vale de Janeiro. Debe de ser, como aquél, un pueblo insignificante, quizá incluso más pequeño todavía (Vale, al revés que Curopos, queda fuera del camino), pero al viajero le hace pensar, quizá para no dormirse, en la hipotética relación que el pueblo Pudiera tener con Río, aunque Brasil quede ahora tan lejos. Al fin y al cabo, piensa mientras conduce, de aquí salieron muchos de los pioneros que fundaron y dieron nombre a las ciudades del país americano, a partir muchas veces de los nombres de sus pueblos.

Las fumarolas siguen creciendo. En tamaño y en el número. A las tres que ya había antes, se han unido por lo menos otras tantas. Parece como si toda la terrafría estuviera ardiendo hoy. El viajero las mira mientras conduce, temeroso de encontrarse alguna de ellas en su ruta. Sobre todo el hongo atómico, que cada vez lo tiene más cerca.

El paisaje, mientras tanto, sigue pelado y desértico. La carretera de Chaves, que ahora busca Rebordelo, avanza entre matorrales y alguna encina raquítica sin dejar a sus costados otra cosa que el silencio. A lo lejos, hacia el norte, aún se ven algunos pueblos (Candedo, quizá Sandim, puede que Soutochao, ya en España), pero, alrededor de aquella, la soledad va en aumento. El viajero, adormilado, cruza montes y más montes, sube cuestas y más cuestas, dobla docenas de curvas (siempre con la esperanza de hallar algo al otro lado) y lo único que encuentra, aparte de nuevas curvas, son las señales de humo, que cada vez son más grandes. El viajero mira al cielo esperando cuando menos que una nube rompa la monotonía, pero tampoco la encuentra. Sólo el sol, que sigue inmóvil como si fuera un tatuaje grabado en mitad del cielo.

Poco a poco, sin embargo, la carretera empieza a cambiar. Tímidamente al principio y, luego ya, abiertamente a medida que se acerca a Rebordelo, los montes van suavizándose y comienza a aparecer algún olivo y alguna viña por las laderas. Son viñas pobres, raquíticas, como quemadas por los incendios, pero que dan al paisaje un poco de humanidad y de esperanza al viajero. Junto a una de ellas, de hecho, una familia ha detenido su coche, quizá para merendar, al lado de una caseta. En otra, en cambio, alguien abandonó definitivamente el suyo, incapaz seguramente de volver a ponerlo en marcha. El coche, irreconocible, está ya tan oxidado que parece, como las viñas, quemado por los incendios.

Por fin, después de varios kilómetros, un hombre que viene andando y tres o cuatro tractores anuncian al viajero la cercanía de Rebordelo. El pueblo se le aparece de pronto, al coronar una loma, como si estuviera escondido detrás de ella para que nadie lo viera.

Rebordelo, sin ser grande, tiene ya empaque de villa, comparado sobre todo con los pueblos que el viajero ha visto desde Vinhais. El pueblo, de casas grandes, muchas de ellas de granito -un poco al uso gallego-, se agolpa en una colina, al pie de la carretera, y, aunque el calor todavía aprieta (son las cinco de la tarde), la gente está sentada por las calles mirando pasar los coches y las columnas de huno de los incendios. Una de ellas, la más grande, está justo frente al pueblo.

– ¿Qué es lo que se está quemando? -le pregunta el viajero al primer hombre que encuentra al bajar del coche.

– El mundo -le dice éste.

Su compañero de charla, que está sentado en el suelo (con un niño entre las piernas), le corrige, sin embargo:

– Esto ya no es el mundo -dice, mirando al viajero.

– ¿Usted cree?

– Por supuesto que lo creo -dice el hombre, que al parecer vive en Francia y está aquí de vacaciones como muchos otros vecinos, aunque, a lo que se ve, no parece muy contento-. Esto es el culo del mundo dice sin rastro de pena.

El hombre es tan contundente que el viajero no se atreve a llevarle la contraria. El hombre es de Rebordelo y tiene todo el derecho a opinar lo que quiera de su pueblo y, además, el viajero está de acuerdo. Aunque, evidentemente, él no se atreva a decir lo mismo. Una cosa es que lo diga un vecino, aunque sea un emigrante, y otra que lo diga un forastero.

– ¿Y por qué vuelve? -le dice.

– Por la querencia -responde el hombre, encogiéndose de hombros, como si la querencia fuera una maldición.

Pero no todos en Rebordelo parecen tan aburridos ni tan arrepentidos de haber nacido aquí. Al revés: por las callejas del pueblo, que el sol castiga con fuerza, el viajero encuentra hombres y mujeres que charlan amablemente a la puerta de sus casas mientras sus hijos juegan al fútbol o van y vienen en bicicleta. Otros, más solitarios, pasean tranquilamente o sestean a la sombra de algún árbol. Muchos deben de ser emigrantes, pero parecen felices de estar ahora en su pueblo. Al menos, matan el tiempo, cosa que el viajero duda que puedan hacer en Francia, o en Alemania, o en Suiza, por más que estos países sean el centro del mundo y el lugar donde encontraron solución a su pobreza. Al fin y al cabo, piensa el viajero, como la tierra de uno no hay nada, aunque sea tan pobre como ésta.

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