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Segunda feira en Bragança

En las calles de Bragança (la ciudad nueva, aunque tampoco es tan nueva), hay ya mucha animación cuando el viajero regresa a ella. Son las diez de la mañana y la gente viene y va de un sitio a otro o se agolpa en los comercios y en las tiendas. Hoy es segunda feira , día de mercado en Bragança, y como además es fiesta (Nossa Senhora das Graças , cuya festividad se conmemora mañana, pero cuyas celebraciones empiezan hoy al decir de los carteles), los bragantinos están todos en la calle comprando o haciendo recados o, simplemente, matando el tiempo. Hay también mucha gente de los pueblos, campesinos que han venido a la ciudad a hacer sus compras o a ver al médico o al abogado y emigrantes que han venido a visitarla aprovechando que están de vacaciones en sus pueblos y a los que se les nota en seguida su condición y su procedencia. Mientras que aquellos visten de pobre y llegan en autobuses o en camionetas atiborradas de gente hasta lo imposible, éstos visten de turistas y circulan por las calles de Bragança en sus flamantes coches de importación y con matrículas extranjeras.

El viajero, después de abrirse paso entre ellos, consigue al fin aparcar el suyo, en una acera frente a la Sé, y, tras desayunar frugalmente en el Café A Chave D'Ouro , un enorme cafetón situado en una esquina de la plaza, se dedica a pasear por la ciudad confundido entre la gente. Primero va hacia la catedral, una modesta iglesia encalada que antaño fue de los jesuitas, sin mayores atractivos desde fuera (y, por lo que dicen las guías, tampoco dentro: el interior posee algunos azulejos notables, un órgano con carpintería policromada y los altares del coro en madera esculpida y dorada ), y, luego, sin visitarla, da media vuelta y se pierde por las calles que confluyen en la plaza frente a aquélla. Al viajero le gustan las catedrales, pero las de verdad.

El viajero va contento. El viajero acaba de desayunar y, como, además, hoy es su primer día de viaje y está fresco todavía -pese a que el sol ya empieza a pegar-, pasea por las calles de Bragança feliz por estar aquí y deseoso de conocerla. Aunque, a decir verdad, lo que menos le atraen son sus monumentos. Lo que al viajero le atrae, y lo que mira al pasar, es la gente, esos hombres y mujeres que hablan en los portales o entretienen la mañana en las terrazas de los cafés o ante los escaparates de los comercios. El viajero no sabe portugués, pero entiende lo que dicen, aunque sea solamente por sus gestos. Por gestos se explica él, aparte de en español, cuando quiere saber algo o cuando, como ahora, entra a comprar a una tienda comida y agua para el camino, y todos le entienden perfectamente. Al fin y al cabo -piensa mientras camina-, el portugués y el español son dos idiomas hermanos, aunque Portugal y España hayan estado enfrentados durante tanto tiempo.

Hay algunos, sin embargo, que, aunque les gustaría, ya no pueden entenderle. Doña María da Piedade Pires, por ejemplo, o don João Alberto Dias, apodado Bicheiro, no podrán ya hacerlo nunca porque murieron ayer, según anuncian en las paredes unas esquelas enormes, tan grandes como carteles, que acompañan al viajero en su paseo por Bragança y que le dan a sus calles un aire fúnebre, sobre todo ahora que han empezado a tocar las campanas, a pesar del bullicio que hay en ellas. Aunque la mayor esquela, y la más antigua de 1920-, la encuentra frente a una iglesia en cuya fachada principal un gran mural de azulejos recuerda a o heroico bragantino teniente general Manuel Jorge Gomes de Sepúlveda , al que los azulejos muestran arengando a sus paisanos, la tarde del 11 de junio de 1808, desde las escalinatas de esta misma iglesia (la misma iglesia, por cierto, aunque reconstruida, en la que, según la historia, se casaron siglos antes en secreto el rey Pedro I de Castilla y su amante la gallega Inés de Castro, aquella que reinaría después de muerta), con ocasión de la liberación de Portugal de los franceses. La iglesia se llama de São Viçente y la esquela es un monolito que se alza enfrente de aquélla y que recuerda a los bragantinos muertos en Francia y en África, pero no en lucha con los franceses, sino con los alemanes, durante la Primera Guerra Mundial. La lista, que encabeza por un lado el capitán Mario Lopes Saldanha y por el otro -el de África- el cabo Alfredo Santos, está esculpida en la piedra y la integran una treintena de hombres, de alguno de los cuales sólo se recuerda el nombre. No es extraño que a esta calle, una de las más viejas de la ciudad -aparte, claro está, de las de la Vila-, la bautizaran los bragantinos con el sonoro nombre de Rúa dos Combatentes da Grande Guerra .

Aunque, para combatientes, los santos de la iglesia. El viajero se asoma un instante a verlos y los encuentra solos en sus altares, sin nadie que los mire o que les rece. Ni siquiera hay turistas en esta iglesia en la que, según la historia, pasaron cosas tan importantes y tan trascendentales para los portugueses. Debe de ser el destino de esta ciudad y esta tierra que, por quedar a desmano de todos los caminos importantes, sigue dormida en el tiempo.

– ¿Me compra una tirita? -le aborda un niño gitano cuando, después de mirar los santos, vuelve a salir a la calle.

– ¿Y para qué quiero yo una tirita? -le pregunta el viajero, sorprendido.

– Por si se hiere -le dice el niño, muy serio.

Con la tirita en el bolso (por si se hiere), el viajero se despide de la iglesia (y del monolito, y del heroico general Manuel Jorge Gomes de Sepúlveda, que continúa arengando al pueblo en los azulejos) y se aleja calle arriba entre ferreterías y barberías y comercios tan antiguos como sus dueños. Algunos tienen de todo, como el de doña María Fernanda da Punficação Pires Texeira.

– ¿Cuánto cuesta esa aceitera?

– Mil escudos.

– ¿Y las jarras?

– Cuatrocientos.

– ¿Y las peonzas?

– Noventa -responde la dueña cogiendo una, como si calculara su precio al peso.

– Bueno, pues déme tres.

– ¿Tres jarras?

– No. Tres peonzas.

Doña María Fernanda da Purificação Pires Texeira es una profesional. Doña María Fernanda da Punfícação Pires Texeira, 82 años a las espaldas y 60 detrás del mostrador, sonríe a cada pregunta, y cuando no sabe un precio lo inventa. Doña María Fernanda da Purificação Pires Texeira es vieja y tiene mala memoria, pero sigue siendo una profesional.

– ¿Quiere cuerdas?

– ¿Para qué?

– Para los trompos.

– Bueno.

La vieja corta las cuerdas con una enorme tijera y las enrolla luego con las peonzas en un papel de envolver. Es un papel gordo, muy basto, de la edad seguramente de la tienda. En el comercio de María Fernanda todo es de la misma época.

– ¿Cuántos años tiene esto?

– ¡Uf! ¡Moitos! -exclama la mujer como si le abrumara sólo el pensarlo.

– Más o menos.

– No sé, muchos, más que yo dice la vieja riendo-. Ya era del padre de mi marido, y mi marido tiene noventa años…

– ¿Y dónde está su marido?

– Deitado -dice la vieja.

María Fernanda da Purificação Pires Texeira tiene a su marido enfermo. Está en la cama desde hace años (deitado , lo llama ella), pero ella sola se basta y sobra para atenderle a él y llevar la tienda. Aunque cada día, dice, le cuesta más hacerlo.

– ¿Me enseña la palangana?

– ¿Cuál?

– Aquélla, la de latón -le señala el viajero en la estantería que hay al fondo de la tienda.

La vieja, con una escoba, le va indicando en la estantería, pero no acierta. Aparte de estar muy torpe, hay tantas cosas en su comercio que ni siquiera ella sabe ya lo que tiene. Al final, cansada de intentarlo, la mujer deja la escoba y le abre el mostrador para que entre.

– Cójala usted -le dice, como si le conociera ya de toda la vida.

El viajero, una vez dentro, aprovecha la confianza para buscar en la estantería más cosas que le interesen. Hay de todo: palanganas, cazuelas, ollas, flaneras, hasta caretas de carnaval y jarrones de aluminio de la época de la Grande Guerra . El viajero coge lo que le interesa y lo va dejando en el mostrador ante la mirada complacida de la dueña. Hacía tiempo quizá que no tenía tan buen cliente.

Cuando termina, la vieja le hace la cuenta:

– Tres peonzas, a 90 escudos cada una, 270 escudos… Tres cuerdas, a 20 escudos el metro, 60… La palangana, 300…

– Aquí pone 35.

– Ya, pero ese precio es antiguo -dice la vieja sonriendo.

Tan antiguo como ella. La vieja le hace la cuenta, anotando en un papel con letra torpe y menuda cada cosa con su precio, y después hace la suma repasándola cien veces. Cada una de ellas le da una cifra distinta.

– A ver, que mire otra vez.

– Déjelo, no se preocupe -dice el viajero, pagándole la mayor ante el temor de que le dé allí la noche.

– Obrigadiña -responde ella.

Con su cargamento a cuestas (a la tirita del niño ha sumado tres peonzas, tres cuerdas, dos aceiteras, la palangana, una ensaladera, dos fuentes y dos jarrones, más el papel en que van envueltos), el viajero se despide de la vieja y abandona su comercio con la satisfacción del deber cumplido y con la sensación de haber hecho la obra buena del día, aunque no sabe con quién, si con él o con la vieja. Lo más fácil, imagina, es que haya sido con ésta. En cualquier caso, piensa mientras camina, ya se puede ir de Bragança sin que le echen los perros.

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