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El castillo de Monforte

A partir de Bolideira, justo al final de las casas, la carretera empieza a bajar y se comienza a ver ya, en efecto, como decía el mecánico, la vega del río Támega, sobre la que se asienta Chaves. La vega todavía está lejos, sumida bajo la bruma y el humo de los incendios, pero por la carretera se ven ya viñas y cultivos de maíz. Son el anuncio de aquélla.

El viajero, al volante de su coche, baja la ventanilla, se recuesta en el respaldo de su asiento y empieza a pensar que al fin se terminó el largo páramo por el que viaja desde hace horas. Incluso empieza, a pesar del polvo, a sentirse ya más fresco. Una dulce y agradable sensación que hacía ya tiempo que no sentía y a la que contribuye el verde (de los viñedos y del maíz), pero también el sol, que ya ha empezado a caer y lo tiene ahora justo enfrente de sus ojos.

Curva a curva, mientras baja, el viajero va mirando los maizales y las viñas y los pueblos que se alzan entre ellos. Están más diseminados, pero hay muchos más que antes; y, a su alrededor, los prados y los sotos de castaños sustituyen poco a poco al matorral y al centeno. Como los que dejó ya atrás, son pueblos pobres, pequeños, tendidos en las solanas como la ropa en los huertos, pero, al contrario que aquéllos, sus casas son de granito y tienen hórreos y galerías al más puro estilo gallego. Se nota que están ya cerca de la raya con Orense. Aunque, si se lo dijera, sus habitantes corregirían, y con razón, al viajero. Al estilo trasmontano, le dirían, con orgullo de su tierra.

El orgullo de esta tierra, que todos los portugueses cantan, pero que pocos conocen, viene de lejos. El orgullo de esta tierra quedó sobradamente mostrado a lo largo y a lo ancho de su historia (una historia accidentada y turbulenta, como la de todas las tierras de la frontera), y todavía se nota en los blasones de sus escudos y en el aire y el empaque de sus gentes. No en vano durante siglos Trás-os-Montes fue la avanzada de Portugal por el norte y el muro de contención frente a los numerosos intentos anexionistas de castellanos y leoneses. De todo ello queda en la memoria de esta tierra, a pesar de su aislamiento, un gran sentido de libertad, un gran amor a su independencia y, erguidos en sus colinas, como vigías del tiempo, innumerables castillos que continúan mirando a España, su sempiterna enemiga, como este de Monforte del Río Libre (¡qué bello nombre para unas piedras!) que guarda desde un crestón la vega del río Támega y la frontera de Chaves, de la que fue centinela, y hacia el que el viajero sube, un poco por admirarlo y otro poco para ver, antes de llegar a ella, la ciudad desde lo alto. El viajero ya dejó dicho en Bragança que le gusta comenzar a conocer las ciudades desde arriba, especialmente a esta hora en que la luz de la tarde empieza a desvanecerse.

El castillo de Monforte, al que el viajero llega por fin después de muchas revueltas, siempre mirando hacia el cielo, impresiona, empero, menos que el paisaje que domina. El castillo, todo entero de granito, como los pueblos cercanos, está a medias derruido, pero desde sus alrededores se ve toda la vega del Támega y las colinas de Trás-os-Montes prácticamente hasta el infinito: hacia el norte, las montañas de Galicia, rotundas y amenazantes, ya casi a tiro de piedra; al oeste, el río Támega, con Chaves en sus orillas, entre canales y huertos; hacia el sur, las colinas de Valpaços, por donde discurre el Túa, y al este la carretera que va a Vinhais y a Bragança, y por la que llegó el viajero. Todo un mundo de colores y sonidos tendido al pie del castillo como si fuera un mantel para la contemplación de quien quiera subir a verlo.

El viajero, que está solo ahora aquí arriba, lo hace durante un rato mientras consulta sus mapas sentado sobre unas piedras; son sillares desprendidos del castillo, quién sabe desde hace cuánto, y que nadie se ha preocupado de volver a colocarlos en sus sitios. Otros, por contra, se los llevaron, como pasó en tantas partes, para construir las casas o para hacer carreteras. El resultado ahí está: salvo la torre del homenaje, que es la única que sigue en pie, y parte de las murallas, el castillo de Monforte es un montón

de ruinas lleno de zarzas y helechos. Lo que no impide que todavía conserve el aire adusto y guerrero que le dio el rey Don Dinís, que fue quien lo construyó, y que durante siglos le hizo temible a ambos lados de la raya.

Pero lo único temible ahora de este castillo es el viento. Aunque la tarde es serena y el sol pega todavía (aunque cada vez ya menos), el viento aquí es tan violento que amenaza con llevarse el cigarrillo y los mapas de las manos del viajero. Ni siquiera le deja admirar con calma el paisaje que se extiende en torno a él. Así que, en cuanto termina, recoge todas sus cosas, mira por última vez el castillo y, por el sendero abajo, regresa en busca del coche, que está al final de la cuesta, junto a los merenderos construidos en la campa del castillo (quizá con sus propias piedras) para el descanso de los turistas y de los lugareños que suben los días de fiesta a disfrutar del paisaje y de la merienda. Aunque, como hoy es lunes y el castillo está cerrado, los merenderos están desiertos.

Pero no solos. Ni sin custodia. El viajero ya se iba cuando ve un hombre a lo lejos. El hombre, que ya le ha visto hace rato, le saluda con la mano. Es flaco, de edad mediana, como la mayoría de los que ha visto por estas tierras.

– ¡Buenas tardes! -le contesta el viajero desde el coche, bajando la ventanilla para enterarse-. ¿Es usted el guarda del castillo?

Pero el otro no le entiende. O no le entiende o no oye, quizá por culpa del viento. Así que deja lo que está haciendo y se acerca, servicial, hasta el camino.

– ¿Qué me dice?

– Digo que si es usted el guarda del castillo -vuelve a decirle el viajero.

– No -sonríe el hombre-. Yo sólo cuido de esto -dice por los merenderos.

El hombre, aparte de servicial, es risueño. El hombre, aparte de servicial y risueño, tiene unos ojos azules y un porte tan distinguido como los de Don Dinís. Aunque su traje de pana y el sombrero del Chaves Club de Fútbol con que se cubre del sol no ayuden precisamente a realzar su presencia.

– ¿Y vive aquí?

– No, en el pueblo.

El pueblo al que se refiere es Monforte, donde el viajero cogió el desvío para el castillo. Allí vive también el guarda, que al parecer hoy descansa, como todas las segundas feiras . Por eso, dice su compañero, no hay nadie.

Pero no importa. El hombre, aparte de servicial, es amable y, como el guarda no está, le cuenta lo que él sabe del castillo, que no es mucho, como en seguida advierte el viajero. A saber: que el castillo es muy antiguo, cosa que salta a la vista; que lo mandó hacer Don Dinís, cosa que aquél ya sabía; que fue el primer solar de Monforte, cosa que se imaginaba, y que, cuando él era pequeño (el hombre, no Don Dinís), subía a jugar al castillo con sus amigos del pueblo. Pero lo que el viajero no sabía ni podía imaginar es que desde este castillo bombardearan, y destruyeran, tal como el hombre asegura, el castillo gallego de Verín.

– ¿El de dónde? dice el viajero, extrañado.

– El de Verín -dice el hombre. En España. ¿Nunca lo ha oído nombrar?

Claro que lo ha oído nombrar. El viajero no sólo lo ha oído nombrar, sino que lo conoce, por lo que le sorprende todavía más:

– ¿Pero a cuánto está Verín de aquí?

– Cerca -responde el hombre-. Detrás de aquellas montañas -dice indicándole con la mano las que azulean al fondo, hacia la raya de la frontera.

El viajero no sale de su asombro. El viajero sabía que estaba cerca de España, pero no tanto como para alcanzarla de un cañonazo, por mucha fuerza que tengan los cañones y las bombas portugueses. Sobre todo, teniendo en cuenta la época en que debió de ocurrir aquello.

– ¿Y cuando fue?

– No sé. Cuando la guerra dos mouros sería -dice el hombre por decir.

– Sería cuando la de los españoles -le corrige el viajero, sonriendo.

– Sería -concede el hombre, que se ve que le da igual.

Pero al viajero no le da igual. El viajero aún no comprende por qué sus antepasados lucharon contra los mouros , así que menos contra los portugueses. El viajero, quizá por su condición, nunca ha entendido las guerras, cuanto menos entre hermanos y vecinos. Sobre todo cuando son tan amables como éstos.

– Lo mejor es llevarse bien dice, mirando el castillo.

– Sí -le da la razón el hombre.

– Y que no haya guerras.

– Sin duda.

– Ni fronteras.

– Quizá -considera el hombre, que además de servicial es complaciente.

Pero el viajero aún no está contento.

– ¿Firmamos la paz? -dice, dándole la mano.

– ¿Cómo dice?

– Digo que si firmamos la paz.

– Si usted quiere… -dice el hombre, que no sabe si va en serio.

– ¿Cómo se llama?

– Emilio Artur Queiroz, para servirle -responde el hombre, sonriendo.

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