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El barbero don Manuel Antonio Costa

Echarle los perros no, pero afeitarle la barba sí, y de qué modo. El viajero, de vuelta hacia su coche, va andando tranquilamente cuando, de pronto, ve aparecer a su lado un minúsculo vehículo con un hombrecillo dentro. El vehículo se para unos metros más allá y, ante el asombro de aquél, el hombrecillo se tira de la cabina y comienza a arrastrarse por la acera como si fuera un reptil hasta que desaparece por la puerta de una tienda. El hombrecillo, aparte de diminuto, no tiene ni piernas.

El viajero, estupefacto, se queda un rato mirándolo, incluso después de que ya ha desaparecido, y piensa que lo que ha visto ha sido una ilusión óptica provocada por el sueño. Hoy ha madrugado mucho y anoche no durmió bien.

Pero no. No ha sido una ilusión óptica. Lo que ha visto ha sido cierto. Tan cierto como Bragança. El viajero lo comprueba asomándose a la tienda, que en realidad es una barbería, a tiempo de ver aún cómo el hombrecillo trepa a uno de los dos asientos que la barbería tiene para atender a la clientela. El barbero está solo en este instante y el reptil no tiene que esperar.

– ¿Quería algo?

El viajero tarda en apercibirse de que es a él y no al otro al que pregunta el barbero. El viajero, sin darse cuenta, al asomarse a la barbería, ha entrado casi hasta dentro.

Sí, afeitarme -responde instintivamente.

Siéntese ahí -le dice el barbero, señalándole el otro asiento y cogiendo una toalla limpia para ponérsela. Al parecer, el reptil es amigo del barbero y ha venido simplemente a estar con él.

Así que, sin pretenderlo y casi sin darse cuenta, el viajero es ahora el único cliente del maestro don Manuel Antonio Costa, que así se llama el barbero, según él mismo le dice, pues en la puerta no hay ningún letrero. Don Manuel Antonio Costa, un hombre muy corpulento, como de setenta años y con la camisa abierta (hace calor en la barbería), le pone la toalla al cuello, y luego, con movimientos precisos, como de cirujano, le enjabona la cara y comienza a afeitarle sin dejar de hablar mientras tanto con su amigo el quasimodo. Don Manuel Antonio Costa, por lo que también se ve, es un profesional como todos en Bragança.

El viajero, como no entiende nada de lo que hablan -y como está preocupado por no mover la cabeza (al viajero, al contrario que al barbero, le falta práctica en estas lides)-, se dedica a observar la barbería y al quasimodo por el espejo. Como está justo detrás, sólo le ve la cabeza; debe de ser aún más bajo de lo que le pareció al principio, cuando le vio reptar por la acera. La barbería, por su parte, tampoco es grande y parece tan antigua como el dueño… Una vitrina con frascos, un par de espejos en las paredes, una mesa y un lavabo es todo su mobiliario aparte de los asientos. Aunque la decoración tampoco es más abundante: una imagen de la Virgen, un calendario del café A Chave d’Ouro (con otra virgen en la portada, aunque de muy distinto calibre), un cartel de propaganda de colonia y un banderín de la Sociedad Deportiva Braga, el equipo favorito del barbero (fundado en 1920) es todo lo que hay en las paredes. Eso y la radio que suena en alguna parte y que al viajero, lejos de mantenerle atento, le duerme.

– Bueno, ya está -le sobresalta el barbero cuando termina, quitándole la toalla y sacudiéndola.

– ¿Ya? -le pregunta el viajero, sorprendido.

– Ya dice el barbero, sonriendo.

El viajero se levanta y se mira de reojo en el espejo. A simple vista parece que el maestro don Manuel Antonio Costa ha hecho un buen trabajo con él.

– ¿Qué le debo? -le pregunta, acariciándose la cara y comprobando al tacto que, en efecto, ha sido así. No le ha dejado ni un pelo.

– Trescientos escudos dice el barbero.

El viajero le da los trescientos escudos, más otros cien de propina, y por si quedaran dudas, para demostrar su satisfacción por el afeitado, se despide del barbero prometiéndole que cuando vuelva a Bragança volverá aquí a que le afeite.

– Obrigado -dice el barbero, impasible, mientras el reptil le mira como si el raro fuera el viajero.

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