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La piedra bolideira

Al contrario que Lebução, la piedra de Bolideira es uno de los parajes más singulares de Portugal. Al revés que Lebuçao, la piedra de Bolideira no figura ni en los mapas, pero debería venir en todos los anuncios y las guías no sólo de Portugal, sino de Europa y del mundo entero. El viajero la vio por casualidad, que es como se suelen ver estas cosas, pero se la recomienda a todos los viajeros y los físicos y sobre todo a los levantadores de piedras. A aquéllos, por la sorpresa, y a éstos, por humildad.

La piedra bolideira (que baila) está en Bolideira, un villorrio desolado y moribundo a tres leguas de Pedhome y a cinco de Lebuçao, que le debe a la piedra el nombre, lo que indica hasta qué punto el lugar depende de ella. Bolideira, de hecho, no es ni siquiera un pueblo; es un conjunto de casas, la mayoría de ellas deshabitadas y con el cartel de en venta colgando de sus ventanas, que antaño fueron quizá posadas de carreteros, pero que ahora semejan un poblado abandonado del Oeste. De no ser por el garaje que todavía subsiste al pie del camino y de tres o cuatro casas con geranios, nadie diría que en Bolideira viviera alguien. El viajero, de hecho, cuando llegó, no vio a nadie, y pensaba seguir sin detenerse, pero cambió de opinión al ver en una pared un cartel escrito a mano: Pedra bolideira. A 100 metros . El viajero no sabía qué era aquello, pero su sexto sentido, ése que siempre le guía, le advirtió de que quizá podía valer la pena.

¡Y vaya si la valía!. El viajero, después de andar los cien metros, ve gente entre unos arbustos y, tras ella, en un montículo, el objeto de sus pasos: una roca de granito, como una hogaza invertida, apoyada sobre otra y partida por el medio. Al principio, el viajero no la entiende; quiere decir: no entiende cuál es su gracia. Piedras iguales que ésta las ha visto hoy por millares y ninguna le ha llamado la atención, ni mucho menos venía anunciada. Ni siquiera es la más grande o la más original. Poco a poco, sin embargo, a medida que la observa, comienza a ver algo extraño, sobre todo cuando uno de los hombres se despoja del reloj y la camisa y comienza a empujarla con los hombros, como queriendo emular a los héroes de la mitología griega. El viajero, sorprendido, observa con atención. ¿Cómo va a mover siquiera, por mucha fuerza que tenga, una mole como ésa? Para lograrlo harían falta dos mil hombres como él. Pero el hombre no parece que esté loco; como tampoco parece estarlo la gente que le acompaña y que le observa con atención mientras él sigue en su empeño. ¿Cuál es el misterio entonces?

– Se mueve -le dice el hombre, descansando y limpiándose el sudor después de tan arduo esfuerzo-. ¿No lo ha visto?

– Pues no -le reconoce el viajero.

El hombre, que no está loco, como tampoco lo están sus acompañantes (su mujer, sus suegros, sus hijos y unos amigos, todos vecinos de Chaves), le dice que mire bien, pues va a repetir el número.

– ¿Ve este palo? -le señala, apoyándolo en la piedra de forma que queda fijo entre la curva de esta y el suelo-. Pues fíjese bien en él.

El viajero observa con atención. El hombre, después de tomar aliento, vuelve a ponerse en cuclillas y comienza a pujar contra la roca como si pretendiera darle la vuelta. La vuelta no se la da (la roca, de unos diez o doce metros de diámetro y otros dos o tres de altura, debe de pesar muchísimas toneladas), pero, ante la estupefacción del viajero, el palo empieza a moverse y se desliza varios centímetros por la barriga de aquélla, prueba evidente de que la roca se mueve. Al final, cuando el hombre abandona, el palo, que es una vara, y por tanto es flexible, queda combado hacia adentro, aplastado como un arco por el peso de la piedra.

– ¿Y ahora? -dice el titán, victorioso.

– Ahora sí -dice el viajero.

La verdad es que es curioso. El viajero, por más que mira, no ve moverse la roca, pero lo que está claro es que se ha movido. Ahí está el palo para probarlo si alguien tiene alguna duda. Mientras el hombre sigue empujando (se ve que le gusta hacerlo), el viajero rodea la roca buscando en alguna parte el misterio que ésta encierra. Porque de lo que está seguro es de que algún misterio hay. Si no, ¿cómo va a moverse?

Pero, por más que la mira, el viajero no ve nada. La piedra bolideira es una roca de granito igual que tantas, tan grande y firme como cualquiera. Si acaso, lo único que la distingue de otras es que está puesta al revés, es decir, apoyada sobre su parte más curva, y que está partida en dos justo por el mismo medio. Pero eso no explica que un solo hombre pueda moverla. Aunque sea tan fornido como el que lo estaba haciendo.

– ¿Quiere intentarlo usted? -le cede el honor el hombre cuando la ha dado la vuelta.

– ¿Yo?

– Es muy fácil, ya verá -le dice el hombre, animándolo-. Ni siquiera hay que hacer fuerza.

Obligado, más que animado, a intentarlo, el viajero se decide a dar el paso y a comprobar por sí mismo si es cierto lo que le cuentan. Es cierto. Incluso más de lo que pensaba. Aunque el viajero no es ningún Hércules (al revés: es más bien flojo, sobre todo hoy, que no ha comido), en cuanto empieza a empujar la roca, comienza a notar su peso a la vez que ve también cómo los palos se mueven. Primero se destensan brevemente, como si fueran ballestas, y luego empiezan a deslizarse, como ya había visto antes, por lo menos un centímetro hacia adentro. Cuando termina, los palos están más curvos, prueba evidente de que se han vuelto a mover y de que, por tanto, la roca también lo ha hecho. El viajero se separa y resopla satisfecho.

– ¿Lo ve? -le dice el hombre, sonriendo.

– Lo veo dice el viajero.

Pero, aún así, no termina de creerlo. Los palos se curvan, sí, y los de Chaves siguen mostrándoselo, pero el viajero no termina de creer que un solo hombre pueda mover esa roca; tiene que haber un misterio. Así que, después de mirar un rato, y mientras los otros siguen pujando (ahora ya hasta las mujeres y los niños), el viajero vuelve al pueblo en busca de alguien que se lo explique, si es que hay alguien que lo sepa.

Que lo sepa o no lo sepa, el único que se lo puede contar es el dueño del garaje, un hombre de edad mediana, pero con el pelo blanco, que trabaja en ese instante con la cabeza metida dentro del motor de un coche y que parece ser la única persona que hay ahora en Bolideira.

– No lo sé. Yo siempre la he visto ahí y lo cierto es que se mueve; pero por qué no lo sé -le confiesa abiertamente el del garaje, interrumpiendo su trabajo para atenderle.

Pero alguna teoría habrá -vuelve a insistir el viajero.

– Teorías, muchas -le dice el hombre-; pero fiables, ninguna.

– Por ejemplo…

– Por ejemplo, que es un meteorito. O que la puso ahí el diablo. O que está hueca por dentro.

– Pues hueca no parecía -dice el viajero, muy serio.

– Ni lo está, se lo aseguro -le dice el otro, sonriendo.

El hombre enciende un cigarro y mira la carretera. No pasa nadie por ella. El pueblo, o lo que sea, está tan solitario que da hasta miedo.

Pero es sólo en apariencia. Mientras continúan hablando (de la piedra y del garaje y de la ciudad de Chaves, que al parecer ya está cerca), aparece por la calle un vecino de paseo. El hombre, que ya es muy viejo, no sabe de lo que hablan, pero en seguida interviene. Según dice a preguntas del mecánico, que ahora hace de intérprete entre el forastero y él (no tanto por el idioma como porque el viejo está sordo), su abuelo y su bisabuelo ya conocieron la piedra, y ya entonces se movía igual que ahora. Incluso, afirma, se mueve sola cuando el viento sopla fuerte.

– ¿Y usted por qué cree que es? -vuelve a insistir el viajero.

– ¿Cómo dice?

– ¿Que por qué baila la piedra?

– ¿Y quién lo sabe? -responde el viejo. El viejo, como el mecánico, no sabe por qué se mueve. El viejo, como el mecánico, no sabe cuál es su origen, ni por qué baila, ni quien bautizó la piedra y, de rebote, a su pueblo. Pero lo que sí sabe el viejo, al contrario que el mecánico, que ya ha vuelto a su trabajo después de hacerles de intérprete, es por qué está rota al medio. Se lo dice al viajero cuando se alejan, señalando hacia el lugar donde se alza y donde todavía se oyen las voces de los de Chaves. No fue por causa de un rayo, como le dijeron éstos:

– La partió de un puñetazo un español -le dice el viejo, muy serio.

– ¿Cómo dice?

– Que la partió de un puñetazo un español -repite el viejo gritando como si el sordo fuera el viajero y no él.

Y, luego, con gran confianza, como si éste no lo supiera:

– Los españoles son muy brutos, ¿sabe usted?

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