Desde la lejanía, viniendo de España, Bragança es una estrella de piedra en la llanura, una luciérnaga inmensa que desaparece y reaparece, a cada curva de la carretera, entre las sombras de las colinas y de los pinos que la rodean. El viajero, que atravesó la raya en Portelo y ya ha dejado atrás França, Rabal, Oleirinhos, Meixedo, pequeños pueblos oscuros, dormidos bajo la noche, divisa la ciudad y acelera el coche por ver si llega a ella antes de que amanezca. Al viajero le gusta llegar a las ciudades a esa hora, bien la del alba, bien la del anochecer, en la que todavía nada es concreto.
Pero, contra su deseo, cuando el viajero llega a Bragança ya ha amanecido y la vieja ciudad ha despertado de su sueño; del de la noche, que del de su larga historia de reyes y de batallas no despertará ya nunca por más que así lo quisieran sus habitantes. No en vano un rey la fundó, en 1187, sobre las piedras de un antiguo castro ibérico, y no en vano aquí nació, en 1640, la dinastía que reinaría en Portugal y en Brasil mientras ambos países fueron reinos. Hasta principios de siglo en el caso de aquél y hasta finales del anterior en el de éste. Aunque hoy, aquí, quizá ya nadie recuerde, por lo menos los que ahora el viajero se cruza con su coche por las calles, ni a João IV, ni a Alfonso VI, ni a Pedro V, ni a Luis I, ni a ninguno de los reyes que de Bragança se apellidaron o que en Bragança nacieron.
Los que ahora el viajero se cruza con su coche por las calles (todavía pocos: aparte de ser temprano, hoy es 14 de agosto) son gente humilde, medio dormida, que se dirige a sus trabajos en el campo o camina sin prisa por las aceras. El viajero atraviesa dos semáforos, se pierde en uno de ellos, da marcha atrás, desemboca en un paseo (aquí, si, empieza ya a ver gente) y, con ayuda de un plano y de las indicaciones de un policía que pasea aburrido entre los coches, se dirige hacia el castillo, cuyas torres se divisan ya a lo lejos. Aparte de ser temprano, al viajero le gusta comenzar a visitar las ciudades por arriba, tanto en su topografía como en el tiempo.
El castillo de Bragança, hasta el que el viajero llega subiendo por estrechas y míseras callejas, impresiona más aún de cerca que desde lejos. Erguido sobre la roca, dominando la ciudad y la cercana frontera, para cuya defensa fue construido como la mayoría de los castillos de Trás-os-Montes, se rodea de torres y de murallas y constituye en realidad una ciudad dentro de otra. Viejas casitas blancas adosadas a los muros, como si formaran ya parte de ellos, y una iglesia también blanca, pero más alta que aquellas, se esconden dentro de las murallas rodeando el castillo y evocando los tiempos en los que Bragança era sólo esto: una pequeña ciudad medieval temerosa de Dios y de sus reyes. Hoy, al cabo de los siglos, algunas casas están cerradas, con el deterioro y el abandono adueñados ya de ellas, pero en la mayoría macetas en las ventanas y carteles para turistas (Vénde-se mel, Restaurante, Artesanía de Trás-os-Montes ) indican al viajero que siguen habitadas, aunque, a juzgar por su tamaño y por su altura, sus habitantes deben de ser liliputienses.
Por contra, los antiguos habitantes del castillo debieron de ser más altos, a juzgar cuando menos por la altura de sus muros y por las gigantescas dimensiones de sus puertas. La fortaleza, bien conservada y con lechas señalando sus entradas y salidas, se alza en una explanada, separada de las casas y de la iglesia, y en su torre del homenaje, que mide 18 metros -al menos, según las guías-, ondean las banderas de la ciudad y la portuguesa. Por lo que dice un letrero, el castillo es ahora un museo militar y, a la vuelta de una esquina, al asomarse a una puerta, el viajero lo comprueba por sí mismo al ver a un guarda que lee el periódico mientras espera la llegada de los primeros turistas. Todavía son las nueve y diez de la mañana y, según dice el cartel, el museo abrió a las nueve.
Pero al viajero no le gustan los museos. Y menos los militares. Para guerras ya tiene él suficientes con las suyas y antes prefiere ir a mirar la ciudad desde las murallas y pasear entre las casitas, algunos de cuyos dueños ya han empezado a dar señales de vida. Son bajos, como pensaba, pero ninguno es liliputiense.
– Lo que somos es muy viejos.
La señora se ríe y mira a sus compañeras. La señora lleva aquí cuarenta años, de los 63 que tiene, y está encantada en la Vila, como le llaman los bragantinos al casco antiguo, aunque no haya más que viejos. Los novos prefieren, dice, la ciudad nueva.
Nova, aunque ya con hijos, es, no obstante, una de ellas. Se llama Irene y es rubia y sonríe todo el rato. Como sus compañeras de charla, vive aquí desde hace años, desde que se casó en Bragança con un peón de albañil, aunque es de Mirandela. Añora, por supuesto, su ciudad, que está a 60 kilómetros, pero dice vivir a gusto en la Vila porque es, dice, como un pueblo. Y porque, además, añade, ante la complacencia de sus vecinas más veteranas, como vienen muchos turistas, se entretiene hablando con ellos.
El viajero, aunque no es turista, o al menos así lo cree (turista es el que viaja por capricho y viajero el que lo hace por condición), también está entretenido hablando con Irene y sus vecinas, pero, después de un rato, se despide y reanuda su paseo por la Vila, entre los callejones llenos de flores y gatos, hasta que sin darse cuenta desemboca otra vez en la explanada del castillo, al lado del edificio que se alza junto a la iglesia. Una mujer ya mayor, con una llave en la mano, se dispone en ese instante a enseñarlo a unos turistas y el viajero se une a ellos. Al viajero, al contrario que a Irene y a sus vecinas, no le gustan los turistas, pero quiere saber lo que hay ahí dentro.
– Ésta es la Domus Municipalis, también conocida como la Casa del Agua, joya única del románico portugués y la Domus más antigua del país -recita de corrido la señora mientras agita la llave, joya única también, al menos por su tamaño, de la forja portuguesa, en el centro de este enorme cobertizo de granito abierto a todos los vientos y bordeado de un largo poyo al que el viajero ya ha ido a sentarse. El viajero está cansado después de su paseo por la Vila y, como además entiende mal el portugués, sobre todo cuando lo hablan tan rápido, prefiere enterarse por sus guías de lo que la señora dice: que el edificio fue construido sobre una cisterna de agua allá por el siglo XII; que es, en efecto, la más antigua Domus de Portugal; que tiene planta pentagonal; que es de raís griega o romana y que, mientras estuvo en activo, era el foro comunal de las gentes de Bragança.
– ¿Y cómo se llama usted? -le pregunta el viajero a la señora cuando acaba de leerlo.
– Matilde -responde ésta.
– Pues muchas gracias, Matilde -le dice, dándole la propina y saliendo otra vez a la explanada.
No es que el viajero no sea educado. El viajero lo es, y mucho, al menos para los tiempos que corren, pero, como ya sabe lo que es la Domus, y como además no entiende bien el portugués de la señora (como tampoco cree que lo entiendan los turistas), prefiere seguir su ruta e ir a fumar un cigarro junto a la porca que ha visto antes, al llegar junto al castillo. Es un berraco de piedra, quizá de la Edad del Hierro (al menos, según las guías), y cuya profusión en Tras-os-Montes hacen suponer a éstas que fuera un animal especialmente temido o venerado en la región. La porca , partida en dos por una picota, a la que sirve de base, parece, sin embargo, ya bastante muerta y el viajero se sienta a fumar su cigarro al lado, a la sombra de los tilos que han plantado en torno a ella, mientras observa el ir y venir de la gente que despierta -ya tarde- a la mañana de verano en esta ciudad dormida, como la porca , en la leyenda de su castillo y en el tiempo. Ellos son los verdaderos bragantinos, los verdaderos reyes. de Portugal, aunque sus vecinos de allá abajo no lo sepan.