Hecho un pincel, con la cara como un niño y el alma llena de espuma, el viajero vuelve al coche y abandona la ciudad, que está en plena ebullición (son ya las doce del mediodía), con la satisfacción del deber cumplido y con la convicción de haber hecho otra obra buena -ésta, sí, para con él- poniéndose en las manos del maestro don Manuel Antonio Costa, aunque fuera sin querer. Hasta pasados unos kilómetros, cuando se mire en el retrovisor, el viajero no verá las patillas que le ha dejado ni los cortes que le ha hecho por el cuello.
El viajero, ahora, va por las afueras de Bragança ocupado en seguir las indicaciones de los letreros y atento a no atropellar a ninguno de los cientos de ciclistas, motoristas, inválidos y peatones que circulan por las calles a esta hora. A los que ya había en ellas por la mañana se han unido por lo menos otros tantos. Poco a poco, sin embargo, la gente empieza a desaparecer, a medida que el viajero va alejándose del centro, y la ciudad deja paso a una sucesión de casas y de chalés de dudoso gusto -algunos en construcción- entre los que se alternan huertos y descampados. En uno de ellos hay un mercado de ropa hecho con lonas y furgonetas; es un mercado para turistas, pero apenas se ve gente.
Por fin, la ciudad se acaba y la carretera de Chaves, hacia donde el viajero va, se interna en campo abierto bajo el sol del mediodía, que ya está en todo lo alto y levanta destellos del horizonte y de los campos resecos. A lo lejos, a la derecha del coche, la sierra de Montezinho, con sus montañas peladas, le señala al viajero la frontera de España y el lugar por donde la cruzó hace horas. Aunque con la cantidad de cosas que ha hecho desde ese instante, le parezca que ya lleva en Portugal dos o tres días.
El primer pueblo, Grandais, está a sólo tres kilómetros, pero es bastante pequeño; apenas ocho o diez casas al pie de la carretera. El viajero lo cruza sin ver a nadie, ni en el pueblo ni en los campos que hay en torno. O no vive nadie en él o los que viven están comiendo. Más allá el monte se llena de robles y matorrales; también algunos castaños y algún chopo en las umbrías. La carretera va dando curvas, como la de esta mañana, pero es un poco más ancha y está mejor asfaltada. No en vano, según las guías, sigue el antiguo trazado de la calzada romana que unía Braga y Astorga, las dos ciudades más importantes del noroeste de la península en aquella época (y, con el tiempo, también, sus dos primeras sedes episcopales), y no en vano sigue uniendo las dos más grandes de Trás-os-Montes junto con Vila Real. A pesar de lo cual la carretera de Bragança a Chaves no es ninguna vía rápida, ni especialmente transitada, entre otras cosas por lo deshabitado e inhóspito de la región que atraviesa. La terra fría la llaman los portugueses, y a fe que debe de serlo, a juzgar por la pobreza del paisaje y de los bosques que la cubren (bosques raquíticos, de monte bajo y escobas), aunque hoy, 14 de agosto, a las doce y media del mediodía, el sol caiga como fuego sobre ella.
Con la ventanilla abierta, el viajero va mirándola y anotando en su memoria los nombres de las aldeas que se cruza en su camino o divisa allá, a lo lejos: Portela, Fontes, Formil, Espinhosela, Castrelos… Son pueblos pobres, pequeños, viejas aldeas de piedra perdidas entre los montes y rodeadas de algún castaño y algún campo de centeno. Desde la carretera, cuando están lejos, parecen abandonados y quizá alguno lo esté. Aunque, de vez en cuando, también, alrededor de los pueblos, se ven las blancas paredes de un chalé de nueva planta construido seguramente con el dinero ganado en la emigración por algún nativo de los que ahora andarán por Bragança luciendo sus automóviles y sus modernos atuendos traídos del extranjero.
Fuera de eso, apenas nada. El viajero da vueltas y más vueltas, cruza montes y más montes y sólo ve soledad a un lado y otro del coche. Ni siquiera hay ya pueblos desde hace rato. La sierra de Montezinho, según el mapa, está dejando paso a la de Coroa y, por lo que parece, ésta es aún mas inhóspita y más áspera que aquélla. Al menos, la carretera se ha hecho más tortuosa y el bosque más solitario. En una curva, además, tras el cartel que señala el comienzo del concejo de Vinhais (el de Bragança ya quedó atrás), una señal de peligro anuncia amenazadora la presencia de máquinas en movimiento y, en efecto, a partir de ella, el viajero empieza a verlas. Son las de los obreros que están arreglando la carretera. Están ensanchando el firme y haciendo nuevas cunetas. Así que, a partir de allí, al calor del mediodía y a las continuas curvas y cuestas se unen el polvo y el ruido y los bandazos que pega el coche al circular ahora sobre la tierra. El viajero sube la ventanilla, pero no escapa de ellos. En el maletero, las aceiteras y los cacharros que compró a María Fernanda bailan al ritmo del coche como si se hubiesen vuelto locos. El viajero pone la radio, pero no deja de oírlos. Durante varios kilómetros, las aceiteras y el coche son también máquinas en movimiento .
Pero no hay mal que cien años dure, y menos en carretera. El viajero lo sabe por experiencia y lo comprueba de nuevo cuando, al doblar una curva -la enésima desde Bragança-, avista el pretil de un puente y, tras él, en el barranco, el río que lo sostiene. Es el Tuela, que viene de Montezinho y trae aires de la sierra. Y que, antes de seguir su ruta, seguramente cansado de pelearse con las montañas, se detiene un instante a descansar bajo el puente.
No es el único, no obstante, que lo ha hecho esta mañana. Al otro lado del puente, en la ladera contraria, unas pequeñas casitas señalan la presencia de personas (aunque no se vea a nadie a su alrededor) y, más allá, en una curva, un caminillo conduce por el terraplén abajo hasta la orilla del río donde docenas de coches vigilan entre los árboles la comida o el baño de sus dueños. Hay muchos, quizá doscientos, dispersos entre los coches o bajo las salgueras de las orillas, que algunos han convertido, ayudándose de toallas y sombrillas, en improvisados toldos y campamentos. Otros, los más osados, están sentados directamente sobre la arena. Es falsa (en realidad son piedras), pero desde la carretera da la impresión de una playa que el río hubiese formado en el fondo de esta hoz estrecha y breve, pero que constituye un oasis en medio de tanta aspereza. Al viajero, por lo menos, después de lo que ha pasado, y con el calor que hace, así se lo parece.
Y lo demuestra. Por el terraplén abajo, cuando llega al otro lado, se lanza a tumba abierta hacia el barranco (ahora, sí, las aceiteras se vuelven locas del todo) y, tras aparcar el coche en el primer sitio libre que encuentra, cosa que no le resulta fácil, coge la toalla y el bañador y se va en busca de un árbol que esté a la orilla del agua y todavía no tenga dueño. Tampoco resulta fácil (hay gente por todas partes), pero lo encuentra: en una roca pelada, pero a la sombra, en el estrechamiento que el río forma en el medio de la poza donde se bañan y se solazan los que aún no están comiendo. Es ya la una del mediodía, que es la hora del almuerzo en Portugal.
El viajero, aunque español, saca también su comida (la que se procuró en Bragança: melocotones de Oporto y uvas e higos de Trás-os-Montes) y, antes de tirarse al agua, da buena cuenta de ella. Tenía hambre desde hace rato. Luego se baña en la poza y, a continuación, ya fresco, enciende un cigarrillo y, desde su observatorio en la roca, observa el mundo que le rodea. Está más en calma ahora con el sopor del almuerzo. Cerca de él, entre dos árboles, una pareja ha puesto una hamaca (que, por supuesto, comparte: el amor lo puede todo) y, alrededor, varios chicos sestean sobre las rocas como si fueran una colonia de cocodrilos en un río de la selva. Son de los pueblos de alrededor, pero algunos deben de vivir en Francia a juzgar por sus nombres y por su acento. De vez en cuando, alguno se mueve y se desliza hasta el agua para refrescarse, pero, por lo general, permanecen quietos como los cocodrilos que imaginó el viajero. Sobre todo, las chicas, que son las que este mira con especial atención, amparado en su puesto de privilegio.
De repente, sin embargo, un ruido rompe la paz del río. El ruido se despeña por el terraplén abajo, envuelto en una gran nube de polvo, y tras ésta aparecen dos motoristas enfundados de arriba abajo en sendos trajes de cuero negro. Los motoristas -gafas de sol, patillas de hacha, botas de caña y pañuelos de pirata en la cabeza- irrumpen con sus motos en la orilla, casi en el agua, y, tras acelerarlas a fondo dos o tres veces (por si acaso alguien aún no se había fijado en ellos), las abandonan bajo los árboles y atraviesan el río por una tabla que hace las veces de pasarela, ante la curiosidad de las cocodrilas, que han despertado de su letargo y se incorporan para mirarlos, cosa que ni siquiera han hecho aún con el viajero. Aunque ya está acostumbrado a esos desprecios, sobre todo en el verano, que es cuando un hombre de verdad da la medida, en bañador y a pelo, el viajero no puede menos que sentir un odio sordo hacia aquéllos. Por la discriminación y por interrumpirle el sueño. El viajero, mirando las cocodrilas, se había quedado traspuesto.
Los motoristas, que resultan ser amigos de los dueños de la hamaca, para mayor oprobio, acampan justo a su lado. Lo hacen con gran escándalo, sabedores del impacto que su llegada ha causado entre los bañistas y de que todos están ahora pendientes de ellos. Sobre todo, las cocodrilas, que parecen muy contentas y animadas de repente (alguna, incluso, ha vuelto a tirarse al agua y chapotea dando grititos junto al viajero). Al final, desesperado -y, aunque no lo reconozca, humillado en lo más hondo de su orgullo-, éste recoge sus cosas (la fruta que le sobró)y se va en busca del coche antes de que sea tarde. Con el revuelo que se ha formado con su llegada, el viajero no quiere ni imaginarlo que pasará en el río cuando los motoristas se queden en bañador.