Lo de la cita ya era en sí bastante malo, pero César alcanzó el colmo de la desazón cuando el ordenanza de la agencia empezó a repartir los sobres azules del correo interior. Cuando César se encontraba muy angustiado la tensión parecía hincharle las cuerdas vocales como si tuviera un ataque feroz de amigdalitis. Ahora se encontraba así, sin ir más lejos; como si se hubiera tragado una bola de billar. Carraspeó y rugió un par de veces intentando desatar el nudo que atenazaba su laringe; Conchita despegó los ojos de la pared y le contempló con expresión profundamente airada: quizá había tomado sus afanes respiratorios por regüeldos. Conchita estaba hoy particularmente belicosa. Que el señor Morton le quiere ver a usted a eso de las siete, le había dicho nada más llegar; y por el desprecio que impregnaba su voz era evidente que el hecho de que Morton reclamara la presencia de César no era para ella sino una prueba más de la connivencia de éste con el Gran Enemigo. Porque, en su calidad de desterrada interior, de apestada subsidiaria, Conchita no contaba con fuentes de información directas y por tanto no podía saber que César se encontraba en el mismo umbral de la desgracia. O eso se temía él.
Desde luego los síntomas eran verdaderamente preocupantes; la Convención se echaba encima y parecía como si se hubiera fraguado una conjura general para no tocar el tema en su presencia. Y así, bastaba con que César se acercara a la máquina del café para que el corrillo de ejecutivos allí presentes callara de modo súbito y todos se pusieran a soplar sus vasos con una unanimidad muy sospechosa. Porque cuando él se alejaba pasillo adelante podía escucharles retomar alegremente la conversación, haciendo bromas y cabalas, generalmente obscenas, sobre el fin de semana que les ocuparía la Suprema Reunión Empresarial. Y en los retretes, César les había oído repetir las sobadas anécdotas de la Convención pasada, ¿os acordáis de cuando a Miguel se le rompió el micrófono y nadie le advirtió que no se le entendía una palabra?, y ese os acordáis jamás incluía a César, no ya como si él no estuviera ahí, meando sonoramente junto a ellos, sino aún mucho peor, como si él no hubiera asistido ni a la Convención pasada ni a ninguna. Tal parecía que la Golden Line estaba borrando la existencia de César del mismo modo que Stalin borró a Trotsky de las páginas de la enciclopedia rusa; y a César no le era costoso imaginar un enjambre de siniestros empleados orwellianos alterando laboriosamente las actas de las Convenciones a las que él había asistido; e incluso alcanzaba a ver un segundo destacamento de sicarios destruyendo los vídeos de sus mejores campañas, enterrando los premios que había conseguido y quemando en una pira la totalidad de sus cuadros, incluyendo el que estaba colgado en el Museo de Arte Contemporáneo. Porque la Historia la escribían los vencedores; y si la Golden Line pensaba acabar con él, procurarían convencer a todo el mundo de que César Miranda no sólo era en la actualidad una calamidad evidente, sino que antes tampoco había llegado a ser gran cosa. Maniobra fácil ésta, dada la fragilidad de la memoria.
Por ejemplo: un día César se encontraba en el bar de la esquina, tomando el aperitivo con unos compañeros de la agencia. Uno de los presentes, un recién llegado, un jovenzuelo hambriento de victorias, sacó a colación a Constantino. Pues anoche conocí a un tipo muy chistoso, contaba el cachorro encendiendo con ampulosidad una pipa. Anoche, fue en la partida de poker, se llamaba Constantino y era un hombre ya mayor, el tío empezó a decir que si él había poco menos que montado la Golden Line , vamos, si le hubierais oído hablar os hubierais desternillado de risa, le estuvimos tomando el pelo un rato largo, vosotros que sois antiguos a lo mejor le conocisteis, por lo visto trabajó primero en Rumbo. Y César, secamente: Sí, claro que lo conozco. A lo que el joven depredador añadió: Pues oye, el tío no tenía ni idea de lo que era la publicidad. Y ahí fue donde César explotó. Que si Constantino era mejor profesional que todos ellos, que si había sido un pionero en España, que si a él, César, se lo había enseñado todo, que cómo era posible que la gente olvidara a un hombre así, que qué sabía un mocoso como él de todo esto. El mocoso le miraba estupefacto, los compañeros en edad y catadura del mocoso le miraban estupefactos, Paula le miraba estupefacta, el dueño del bar le miraba estupefacto, la estupefacción cundía por doquier en torno al vociferante César, pero éste, aun percatándose del pasmo general, no era capaz de cortar la febril catilinaria ni de contener el galope de sus sentimientos. Porque sus emociones se habían disparado de un modo convulsivo, con una furia que sacudía a César y que no dejaba de asustarlo, puesto que cuando Constantino fue despedido él no había dicho palabra ni se había sentido de ese modo, y ahora, en cambio, bastaba un comentario banal de un pobre idiota para que le ahogara la congoja y estuviera a punto de romper en lágrimas. Aunque al final se las arregló para aguantar el llanto. Tan sólo Paula, que le sirvió un nuevo vaso de vermut y cambió de conversación rápidamente, debió de darse cuenta de la inminencia del diluvio.
Paula.
César respiró hondo y se esforzó en pensar en Constantino, cuánto tiempo sin verlo, cómo estaría ahora, qué tal andaría de su úlcera de estómago, sus caderas redonditas y graciosas, sus carnosas caderas cabalgadas por Nacho.
Paula, Paula, Paula.
Alto ahí, era una obsesión morbosa, era dañino, no podía seguir alimentando esa demencia. Paula había dicho que no tenía nada que ver con Nacho y él le creía. Lo demás era producto de su inseguridad, de una debilidad perniciosa y estúpida. Se sentía en verdad tan débil, tan inerme. Como expuesto a una desgracia irreparable. El día amenazaba algo siniestro. Incluso la luz, ahora que lo pensaba, era distinta. Miró por la ventana: el cielo parecía desplomarse bajo el peso de unas densas nubes de color chocolate. Era un cielo increíble. Nunca había visto unas nubes así. La nuca se le empapó de sudor frío. Contempló a Conchita. Permanecía impertérrita mientras él se debatía contra el pánico en ese apocalíptico atardecer marrón oscuro. César respiró profundamente. Calma, calma. Mejor sería concentrarse en los peligros reales, en lo concreto. En la cita con Morrón, por ejemplo. Una cita a hora fija, cosa bastante absurda e inusual. Porque normalmente la secretaria de Morton llamaba y decía: Que venga Fulano a ver al señor Morton. Y el Fulano en cuestión atravesaba inmediatamente la agencia, perdiendo el culo, camino del despacho del Sumo Sacerdote. Cuanto más recapacitaba sobre ello, más ominosas le parecían las circunstancias de esta cita. Claro que quizás estuviera exagerando, se dijo mientras carraspeaba para hacer girar la bola de billar en su garganta; la vez pasada también se asustó mucho y luego resultó que sólo le quería contar lo de la muerte de Matías. Repasó mentalmente la lista de empleados de la casa con la esperanza de que se hubiera suicidado algún otro; pero no, no era posible, porque los había visto a todos en la agencia esa misma mañana. César resopló, angustiado: Qué demonios querría Morton de él.
Y ahora, además, estaba empezando a ponerse nerviosísimo con el asunto del correo interior. Porque el ordenanza ya había efectuado dos viajes al antedespacho de Morton, al cuarto de las secretarias, para recoger allí los grandes sobres azulones del correo interior e irlos repartiendo por la agencia. Un sobre para cada jefe, para cada mando, incluyendo los intermedios. Del nivel cinco para arriba, calculó rápidamente César; o sea, lo habitual en estos casos. Porque debían de ser las invitaciones para la Convención. Las convocatorias oficiales. Al otro lado de las mamparas de cristal, César veía a los demás abrir sus sobres y escudriñar el contenido; estaban demasiado lejos para advertir si sus rostros adquirían una expresión beatífica. El ordenanza se afanaba de acá para allá, la pila de sobres de sus brazos iba menguando velozmente y el hombre ni siquiera hacía ademán de venir hacia su zona. Pero un momento, un momento: ahora se detenía en mitad de la agencia, leía el nombre escrito en el último sobre, miraba alrededor, giraba su corpachón noventa grados, apuntaba con su barriga voluminosa hacia el rincón de César y sí, ahora sí, ahora navegaba hacia acá con la esperanza azul entre sus manos. Ya llegaba. Ya se le oía el jadear asmático. Ya llamaba a la puerta, aunque a través del cristal se veía perfectamente su presencia. Ya asomaba su cabeza por el quicio. Venga, termine de una vez, démelo ya, pensaba César. Pero el viejo miró a Conchita y dijo: Señorita Conchita, ¿sabe usted a dónde ha ido don Miguel? A lo que ella respondió en tono hermosamente bíblico: ¿Acaso soy yo la secretaria del señor Martínez? En eso apareció Miguel camino de su despacho, que era exactamente el contiguo al cuchitril de César, y entonces el ordenanza le entregó el último sobre azul que poseía, y que cayó en manos de Miguel, César hubiera podido jurarlo, con el aleteo de una paloma herida. De modo que ya estaba. Le habían dejado fuera de la Convención. Se había acabado el juego. Por la nuca de César ascendía una marea helada. Un sudor de adrenalina y miedo. Él nunca fue un tipo muy ambicioso; nunca se había propuesto de un modo consciente el ascender a cima alguna. El azar y su buena estrella le habían encumbrado: de repente se encontró siendo el virrey de un territorio que no había pensado en conquistar. Pero ahora las tropas enemigas le estaban echando del trono a puntapiés. César gimió. Conchita le miró suspicazmente. Ni siquiera podía agonizar en paz y sin testigos.
Ahora bien, ¿y si todo esto fuera una simple paranoia, un producto de la inquietud y la neurosis? César se refrotó las doloridas sienes e intentó enfriar su alarma. En realidad los sobres interiores podían contener una circular sin importancia; por ejemplo, alguna advertencia administrativa para los usuarios del aparcamiento. Y como él, César, carecía de plaza de garaje, no necesitaba recibir el sobre azul. Se acordó entonces César del pobre Matías, de su cara de alcohólico y sobre todo de anónimo, de su coche rojo chafándose irremisiblemente contra las columnas de hormigón del subterráneo en aquel día infausto en que le privaron de su plaza. El comienzo del fin. Las raspaduras del coche rojo todavía debían de seguir adheridas a la pared del aparcamiento como un tiznón de sangre.
Ya lo decía Clara, que era una brillante economista: Qué te esperabas, vivimos en un mundo homicida. La sociedad moderna, discurseaba ella, se había ido gestando en la Europa de los inicios industriales, con niños enclenques trabajando dieciséis horas diarias, mineros escupiendo sus pulmones podridos y obreras embarazadas tan agotadas y desnutridas que se iban camino del parto al cementerio. Pero había sido en Estados Unidos, y en el transcurso de los últimos cien años, donde rusos, irlandeses, italianos, polacos, galeses y demás tribus humanas se habían dado cita para construir sobre esa tierra nueva el modelo perfecto de colectividad depredadora. Recordaba ahora César una tarde en la que Clara se apasionó hablando de todo esto; porque ella poseía una dilatada biografía de activismo izquierdista y, a veces, en vez de conversar soltaba mítines. Aquel día Clara acababa de regresar de Londres de abortar; y César se encontraba sentado frente a ella, bebiendo cerveza y rabiando por decirle: Por qué me has hecho esto, por qué me has rechazado, por qué lo has desbaratado, también era mi hijo. Pero las palabras se le estrangulaban camino de la boca y César sólo hablaba del land run, del capitalismo y de Oklahoma. Antes de partir hacia Londres, Clara le había dicho llorando que no quería tener hijos ni de él ni de nadie, que no quería ser madre. Pero un amigo común la había visto el verano pasado con un tripón tremendo, grávida y feliz, preñada de otro. A estas alturas ya habría dado a luz. Este pensamento le resultaba a César tan insoportable como el súbito calambre en una carie.