Al entrar en el aparcamiento subterráneo casi se empotró contra la trasera de un automóvil rojo. El otro conductor sacó la cabeza por la ventanilla: una coronilla rala, unas mejillas blancas y enrojecidas, unos ojos hinchados. Perdona, chico, pero hay un cretino que ha ocupado mi plaza. Era Matías. César dio marcha atrás para facilitarle la maniobra, y el coche rojo retrocedió zumbando, derrapando y rasguñándose el costado contra una de las columnas de hormigón. Matías se apeó hecho una furia: Maldita la leche que, me cago en la, hay que joderse con el. Mascullaba imprecaciones mitad para sí, mitad para César; y también para el magullado alerón del auto, y sobre todo para el encargado del aparcamiento, que venía ahora hacia ellos envuelto en un mono untado de grasa: despacio, muy despacio, como si quisiera dar tiempo a que Matías se vaciara de maldiciones; o quizá simplemente por fastidiar. Que quién ha sido el imbécil que ha metido un coche en mi plaza. El tipo se rascó la barbilla, se encogió de hombros: Son órdenes, yo no sé nada. ¿Órdenes? ¿Qué órdenes? A mí me han dicho que a partir de hoy esa plaza es del señor Martínez, respondía cazurramente el otro, escupiendo de cuando en cuando alguna brizna invisible de materia, como si tuviera en la lengua una hebra de tabaco que no acabara de expulsar. Matías abrió la boca, la cerró. Y César pensó: Está acabado. Quién lo ha ordenado, preguntó el mediomuerto con voz ronca. El señor Pibu, dijo el encargado, yo no sé nada. Pittbourg, el subdirector administrativo. Matías parpadeó, tragó saliva ruidosamente, dio media vuelta, empezó a caminar hacia la salida con pasos de ciego. César entregó las llaves de su coche al empleado y corrió tras su colega. Por debajo de los rosetones de sus mejillas, Matías mostraba un semblante fosforescentemente lívido; las venillas moradas de su nariz parecían el mapa de una cuenca hidrográfica. No te preocupes, Matías, empezó a decir César. E inmediatamente se dio cuenta de que Matías estaba en realidad tan preocupado que la frase resultaba algo brutal: era como mentarle la chepa a un giboso. No te enfades, Matías, rectificó entonces, porque el enfado era siempre una emoción más digna, la furia era un atributo de los dioses. Venga, hombre, Matías, no te cabrees, a mí también me quitaron la plaza del aparcamiento hace unos meses, no es para ponerse así. ¿No?, musitó Matías, lanzándole una fugaz mirada de reojo. No, hombre, ya sabes que siempre ha habido problemas con el garaje porque no hay plazas suficientes, yo ahora le doy las llaves al encargado y santas pascuas, es incluso más cómodo. Eso decía César, mentiroso y magnánimo.
Porque César callaba que su caso era distinto, que en realidad a él nadie le había quitado la maldita plaza. César no tenía horario fijo, era una de las estrellas de la Casa, poseía una situación privilegiada. Y había sido el mismo Morton quien un día le dijo: ¿No te importa que otra persona ocupe tu sitio en el garaje? Como tú vienes tan poco por aquí es una pena desperdiciar así el espacio… Matías se había parado junto a la puerta de salida, rebuscaba en sus bolsillos torpemente, sacaba un pañuelo muy arrugado con el que enjugarse el sudor frío. De un manotazo peinó hacia atrás sus grasicntos y escasos cabellos. Después se volvió hacia el empleado, que estaba al fondo de la planta, allá a lo lejos: ¡Hablaré con Pittbourg, esto no va a quedarse así!, gritó escupiendo perdigones de saliva y jirones de orgullo. Y el hombrecillo del mono se encogió de hombros, despectivo.
De verdad te digo, sin plaza es mucho más cómodo, le entregas la llave al encargado y luego a final de mes le das una propina, insistía César mientras subían las escaleras, embriagado de generosidad y fortaleza. En realidad se veía venir, se dijo: cómo no había caído antes. Llevaba una semana oyendo hablar mal de Matías, casualmente. Y César había aprendido que la vida de las empresas estaba llena de casualidades de este tipo. Un buen día, unas cuantas personas parecían descubrir de modo coincidente y súbito los gravísimos defectos de Fulano; defectos que, de la noche a la mañana, se convertían en la comidilla de la Casa. Pero lo más curioso era que, a los pocos días de este espasmo chismoso, el Fulano resultaba indefectiblemente degradado, o arrinconado, o incluso despedido. O perdía la plaza de aparcamiento, como el pobre Matías. Ahora César recordaba al menos a dos o tres personas a las que había oído criticar a Matías en la última semana, y esto sin pararse a pensar mucho. Veamos. Uno fue Miguel, naturalmente: ¿A que no sabéis la última de Matías?, soltó mientras tomaban el aperitivo, aunque, que César supiese, nunca se había comentado que hubiera una penúltima, ni una antepenúltima, ni tan siquiera una primera. Después fue Quesada, por supuesto, en la reunión preparatoria para la campaña de la Ford; y a César ya le había extrañado que Matías no estuviera presente. Ese día, al final de la reunión, Quesada habló de modo casual sobre el alcoholismo de Matías y sobre unos límites intraspasables que a lo que se ve se habían traspasado. Morton cabeceaba gravemente, dibujando triángulos en un papel con su pluma Mont-Blanc. Y entonces Nacho, oh, sí, ahora lo recordaba, Nacho recogió el testigo de Quesada y añadió alguno de sus afilados comentarios. Acero puro.
Llamaron al ascensor. A su lado, Matías resoplaba y jadeaba quizá por el esfuerzo de las escaleras; se llevó una mano al pecho, como si le doliese. Hay que dejar de fumar, bromeó César mientras encendía un cigarrillo. ¿Y dices que tú le das las llaves al encargado? Eso es. Pero yo tengo que hablar con Pittbourg, insistió Matías empecinadamente. Pobre infeliz, se dijo César. En cierto modo se merecía la derrota. Ahí estaba, a su lado, con ojos deslumbrados y sudando como un mal escolar ante el maestro. No era un mal tipo; es decir, era tan mediocre que le fue imposible ser muy malo. Pertenecía Matías a esa clase de gentes que hacían de sus empresas un proyecto afectivo; y que hablaban de los balances anuales de la firma con más cariño del que emplearían para las calificaciones escolares de sus chicos. Matías era tan antiguo en la Casa como él, había entrado en la agencia veinte años atrás, cuando ésta se llamaba Rumbo y era aún un pequeño negocio íntegramente español. Luego había ido mejorando junto con la firma, y cuando la agencia fue absorbida por la Golden Line Matías ya se andaba por los niveles directivos. Era uno de esos hombres de ánimo mísero y orgullo pequeño a quienes el éxito esclaviza a un estado de gratitud abyecta. Y así, Matías había sido para Quesada un cancerbero fiel, un delator leal: sólo que delataba no por medrar personalmente, sino para mayor gloria de la agencia. En fin, concluyó despiadadamente César, viéndole alejarse pasillo adelante, hundido y cabizbajo: En fin, que se fastidie. Además, no cabía la menor duda de que el asunto era ridículo. Tanta tragedia por una menudencia semejante, por unos metros cuadrados de garaje. Desde luego él, César, no se lo había tomado de ese modo. Claro que lo suyo era distinto. Como tú vienes tan poco por aquí es una pena desperdiciar así el espacio, le dijo Morton. Sonriendo. Pero había algo en el tono que raspó sus oídos. ¿Eso de que vengo tan poco es un reproche?, respondió César con forzada jovialidad. Morton le palmeó la espalda amistosamente; un día vas a escupir los pulmones de tanto fumar, comentó con afabilidad arrugando la nariz ante el cigarro; y añadió: Me han dicho que estás preparando una exposición. ¿Qué quieres decir?, había preguntado entonces César con demasiado ímpetu. ¿Qué quieres decir?, y afortunadamente reprimió lo que seguía: Insinúas quizá que no trabajo en la agencia porque estoy pintando. Pero aun así, aun cortada a la mitad, había sido una pregunta demasiado emocional. ¿Que qué quiero decir? Estás muy susceptible, César; y los ojos de Morton eran un agujero azul oscuro. Perdona, tuvo que disculparse él; es que no, no estoy preparando ninguna exposición, no, no estoy pintando, llevo años sin poder pintar, atrancado, parece que se me ha acabado la inspiración. A Morton se le pusieron los ojos casi negros y tan sólo dijo: Ya veo. Y fue como si dijera: Hace cuatro años que no ganas ni un premio, hace tres que no realizas una campaña como es debido, hace dos que no me das una sola idea original, hace uno que los anunciantes ya no me preguntan por ti, no te piden, no se acuerdan de ti, te han olvidado. Aunque quizá Morton no quisiera insinuar nada de esto y las sospechas de César no fueran sino un reflejo de su paranoia. Porque últimamente, tenía que reconocerlo, César no se encontraba bien. Andaba muy inseguro. Acongojado. Un problema de nervios.
Ahora bien, un momento. Un momento. No había que perder la calma. A fin de cuentas él no era como Matías. Infeliz Matías mediomuerto. Encorbatado cadáver laboral. Él, César, en cambio, era una figura en Golden Line. Uno de sus cuadros estaba colgado en el Museo de Arte Contemporáneo. Su nombre aparecía en el libro Veinte años de publicidad. Él, César Miranda, era una estrella. Quizá declinante, pero estrella. No había comparación posible con Matías. Ahora decían que Matías era un alcohólico, y desde luego lo era. Pero lo había sido durante años, y tampoco se podía decir que la empresa fuera precisamente un paraíso de moderación. Miguel, por ejemplo. Miguel bebía disparatadamente. Y en la reputación de Quesada también cabían unas cuantas borracheras colosales. Quizá medio apagada, pero estrella.
Meses atrás, cuando la Golden Line se mudó a este rutilante y moderno edificio, Matías trajo un día a su hija subnormal para enseñarle la Casa. La niña tenía trece o catorce años y apenas si se le notaba la tara; era gordita y saludable, y con otro padre hubiera podido ser incluso guapa. Pero palmoteaba regocijadamente todo el rato y de su boca siempre abierta colgaban unos hilillos de saliva. Matías la paseó por las dos plantas de la agencia, le enseñó el estudio de diseño industrial, con sus maquetas, prototipos y cacharros raros que parecían juguetes; la metió en la sala de proyección y le pasó unos cuantos anuncios, y por último la llevó a su propio despacho: Aquí trabaja papá.
Quizás agonizante, pero estrella.
La niña chillaba y palmoteaba embelesada, mientras las secretarias le daban caramelos sacados de insondables cajones y los ejecutivos le acariciaban distraídamente la cabeza mongólica. En general se podía decir que en aquella ocasión el personal se portó muy amablemente con Matías; muy respetuosamente, incluso, aunque para entonces el hombre había empezado ya su decadencia. Y ahora, hundido definitivamente por debajo de la línea de flotación, a Matías le quitaban de la noche a la mañana su plaza de garaje. Por lo menos eso, se dijo César; por lo menos debo evitar convertirme en un ser tan patético.